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Inicio / Cuenteros Locales / juant / Historias del bar del murcho: el papelito rojo

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Los dos hombres estaban sentados en una de las mesas del bar que dan a la calle. Uno, nervioso, sostenía un papel en sus manos, un rectángulo rojo, no muy grande, que sostenía con ambas manos, con una fuerza que se encontraba en algún punto medio entre la delicadeza y la posesión. El otro estaba vestido impecablemente con un traje blanco y una corbata de un rojo intenso, era delgado y tenía unas incipientes canas, pero no eran rasgos que lo avejentaran o lo hicieran parecer débil, al contrario, le daban porte, imponían respeto. Mantenía la mirada fija sobre el otro hombre, una mirada de ojos oscuros que impactaban sobre los ojos celestes del otro, que buscaba esquivar esa mirada.
El hombre de traje pidió dos vasos del mejor whisky que hubiera. Cáceres llevó los vasos hacia la mesa. Bebió un sorbo corto, para mojar apenas los labios, cumpliendo con la formalidad previa al comienzo del negocio que lo llevaba a ese lugar. El otro, el nervioso, agarró el vaso temblando y bajó media medida con el primer trago, bajó la cabeza apenas un poco, mientras el whisky bajaba por sus tripas y subía al cerebro. Se le vio el atisbo de una cara de repugnancia, aquella que se hace cuando no se está acostumbrado a tragos fuertes, pero se la guardó. No podía mostrarse débil, a pesar de que era algo que nadie dudaría en opinar.
El hombre de traje puso su maletín sobre la mesa y sacó una carpeta de tapas de cuero negro, la abrió y miró por arriba la primera hoja, cerciorándose de que era la correcta, la dio vuelta y se la puso al otro frente a sus ojos, esperando alguna reacción.
-Así que acá está todo.
-Si, ahí está todo, no te preocupes por nada, escuché muy bien tus pedidos –dijo el hombre de traje, al que se le dibujaba una media sonrisa en los labios cuando hablaba.
-Bueno, pero entenderás mis preocupaciones.
-Claro que sí –otra vez esa media sonrisa- Mi palabra es sagrada, pero entiendo tu desconfianza. Te conozco, y entiendo que dudes de todo.
El hombre de traje encendió un cigarrillo y se dedicó a fumarlo con gran parsimonia mientras esperaba que el otro hombre, que seguía nervioso, leyera el contrato minuciosamente. Se dedicó a mirar el bar, a los pocos clientes que había, regaló una sonrisa y un ademán con la cabeza a los que miraron a sus ojos. Cuando miró a Cáceres, que estaba detrás de la barra sacándole el polvo a las botellas de grapa, éste sintió un estremecimiento, reconoció en los ojos del hombre de traje algo familiar, algo conocido, pero decidió no hacerse caso y siguió con su tarea. Después del cigarrillo, el hombre de traje acomodaba su corbata, no parecía apurado.
-Todo parece estar en orden.
-El contrato es muy simple, no tiene nada rebuscado. Además, fuiste muy claro con tus pedidos.
-No te creas que esto es fácil para mí, yo conocí mejores oportunidades, pero me cansé, me cansa esta pelea donde parece imposible ganar. Ya estoy podrido de estar al final de todo. Ahora, quiero ser el que esté dentro de los que están arriba.
El hombre de traje escuchó la explicación del hombre con indiferencia, le recordó que si perdía el papel no le importaba, el contrato ya estaba hecho, se paró y se fue del bar saludando a toda persona que lo mirara.
El otro quedó sentado, inquieto, teniendo entre manos aquel papelito rojo como si fuera su vida. Era su vida. Luego de un rato, se fue apurado, como buscando no guardar recuerdos de donde había estado.

Un par de días después, Cáceres vio al hombre de vuelta, pero en otra parte: en la portada del diario, en primera plana, con una sonrisa enorme y sosteniendo un enorme cheque de cartón, mientras el conductor del programa de la lotería estaba al lado de él, pasando su brazo por la espalda del hombre, con una sonrisa también de cartón, curtida por años de profesión. El hombre se llamaba Oscar Alvez, y se había ganado el premio mayor de fin de año, algo más de tres millones de dólares, la más grande de la historia del país, una pequeña fortuna. Y ahora lo que quedaba era disfrutarla, no familia no tenía pero eso era solucionable ahora que era rico (risas de los presentes en la entrega del cheque), y pensaba dedicarse a recorrer el mundo y disfrutar de la vida.
Cáceres no volvió a saber nada del hombre, y la vida del bar siguió, hasta que dos años después vio una pequeña nota perdida en el corazón del diario: “Oscar Alvez, quien se convirtió en figura pública luego de haberse ganado la lotería más grande jamás entregada en Uruguay, fue encontrado muerto en un hotel cinco estrellas de Copacabana, donde estaba de luna de miel luego de su casamiento con la reconocida modelo…”
Cáceres comentó esto al doctor, que se encontraba sentado en la barra, a lo que el doctor dijo:
-Y bueno, eso es lo que pasa cuando se entra en la contradicción de estar en el paraíso gracias al infierno.
Ninguno de los dos dijo nada más, se dejaron ganar por el murmullo de la radio, que tocaba algún tango triste.

Texto agregado el 03-02-2007, y leído por 206 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-02-2007 ¿Donde hay que firmar? Porque ya veo que morir, moriré igual, pero pobre. Buena la historia, el entorno y la redacción. Mis * y saludos. leobrizuela
03-02-2007 TRISTE HISTORIA, MUY REFLEXIVA.qUIZAS, LO QUE QUEDA ES IR POCO A POCO, Y LA FELICIDAD NO LA DÁ EL DINERO. marsolesca
 
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