Dinastía
Sentía la mirada de ella sobre su torso, sobre sus hombros, cuando éstos se inflaban cada vez que el hacha desgajaba los troncos de madera. Ella tenía la vista allí. Él lo percibía.
Los vaqueros no tardarían en llegar y él debía terminar de cortar la leña con la que les cocinaría la cena. Tenía una semana en el empleo y por órdenes del patrón, auxiliaba en las tareas de la casa. En la cocina había cruzado miradas, roces accidentales con la patrona, y esa vez, sin que nadie se percatara, ella introdujo un papel dentro de su bolso.
Cuando estuvo solo, desdobló el papel y leyó: Quiero platicar contigo. Rumbo al cementerio localiza un sitio donde se entrecruzan los caminos, toma el de la izquierda y encontrarás una vereda de piedras, por allí se llega a una casa de ladrillos viejos con una puerta antigua pintada de azul grisáceo. Entra por un falso que tiene la cerca y ya en el patio, busca el postigo. ¡No te perderás! Estaré esperándote.
Frente a la casa llegó un olor a rosas trituradas y el sonido lejano de los cuervos que buscaban acomodo en los gigantescos sauces. Miró por todos lados y la noche recién, no cubrió la luz intensa que salía de sus ojos.
La vivienda tenía olor a cera. Una veladora fulgía aluzando la imagen de nuestra señora de los remedios, pero en otro extremo, una luz mínima caía sobre un cuadro donde se miraban dos felinos al acecho.
Reconoció el vestido de ella que colgaba de un clavo y no tuvo dudas. Un calor ahogó sus sienes y con rapidez se despojó de su ropa. Llegó hasta el borde de la cama y sin mediar palabra, los besos rodaron como bolas de lumbre sobre los precipicios de ella. Después la noche, la respiración adormilada, el cabello largo recostado sobre el tórax de él.
De pronto, un ruido seco cimbró la luz de la vela y una bala se incrustó en la boca que aún saboreaba el resabio del lápiz labial.
— ¿Tienes certeza de que estás en tus días fértiles?
Aturdida y débil contestó.
—Sí
—Bien. Dame el pico y la pala… —le ordenó el marido.
¡Espero que quedes preñada!
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