Este relato lo escribí hace años... consideradlo
De Maneras Misteriosas
Era la mañana de un domingo de Julio. Hacía pocas horas desde que el sol se mostrara por sobre la cordillera y el frío de la madrugada aún perduraba en las calles y en el interior de las casas. Max ya llevaba dos horas en pie, fiel a la rutina que realizaba cada domingo desde hacía veinte inviernos. Estaba sentado a la mesa de la cocina, donde solía tomar su desayuno. Se hallaba estudiando los mismos pasajes de siempre (que conocía de memoria desde que era tan sólo un muchacho en la escuela de Teología), fijo en la idea de no cometer ningún error durante la ceremonia. Lo acompañaban esa mañana su vaso de naranjada natural y la manzana verde que había comprado el día anterior.
Max leía fervientemente los versículos que recitaría en la misa de esa mañana, a la vez que ojeaba el periódico de vez en cuando para enterarse de alguna que otra noticia. Max siempre leía la sección de deportes. Era un fanático del fútbol y cada vez que podía acudía al estadio a ver a su equipo favorito jugar. Sólo eso lo alejaba de sus actividades religiosas. Por ello, en su casa solamente tenía contratados dos canales de televisión por cable: el religioso y el deportivo (aunque veía más el primero). Mientras permanecía en la cocina, la televisión estaba encendida precisamente en la señal religiosa.
Aparte de leer, echarle fugaces vistazos a la televisión y de mascar su manzana, Max se hallaba sumido en una ensoñación. Por su mente navegaba el viaje que se encontraba próximo a realizar, por obra y gracia de la institución, rumbo a Roma. El motivo de la travesía: una reunión con el Sumo Pontífice. Max estaba sumamente emocionado por concretar su segunda entrevista con el Papa, pues ya hacía varios años de la vez que conociera a su jefe máximo. Se preguntaba si el Papa tendría alguna nueva sorpresa que comunicarle como que deseaba que fuera su sucesor (aunque Max era tan sólo un sacerdote) o que planeaba hacer santo a su candidato predilecto. Max era muy novelesco a este respecto.
El sacerdote soñaba con llegar a ser Cardenal y ser el máximo representante religioso de su país; con tener una gran sede eclesiástica bajo su control y que mucha gente lo admirara; con luchar contra el ateísmo, las herejías, los paganos y las religiones falsas; con extender el catolicismo y finalmente ocupar el cargo de Sumo Pontífice… Pero lamentablemente, Max era demasiado cobarde para intentar cualquiera de estas cosas (o al menos las que eran factibles de realizar) y él lo sabía. Vivía refugiado en su casa y su pueblo desde hacía casi dos quindenios, dominado por la rutina y protegido por aquel sentimiento que provoca lo habitual, en contraste a lo desconocido. Max no era un amigo del cambio.
El sacerdote levantó la cabeza en busca del reloj de pared. Las nueve y quince: ya era hora de partir rumbo a la iglesia. Lavó su vaso, apagó el televisor y subió a lavarse los dientes. Diez minutos después, enfilaba hacia el templo.
Maximiliano Roberts Osandón nunca en su vida imaginó lo que, esa semana, el destino le tenía preparado a él y al resto del mundo.
Camino a la iglesia, Max se encontró con un panorama peculiar: las calles estaban desprovistas de peatones o de vehículos. Era raro incluso para ser domingo, pensó Max. Ninguna figura humana se asomaba por los alrededores, ni siquiera las personas que solían realizar su oficio a esas horas como los aseadores municipales, los taxistas o los distribuidores de pan. Era cierto que aquel era un pueblo pequeño, pero Max siempre se topaba con alguno de sus feligreses rumbo a la iglesia. Cuando ya llevaba varios minutos caminando, llegó a la intersección donde, cada domingo, se topaba con el agnóstico del pueblo, el cual salía a esas horas a trotar. Pero ni siquiera él apareció aquel día. No había allí nadie, caminando o trotando y, ni siquiera se veían aquellos huasos que solían manejar sus carretas transportando mercadería.
Max estudió la situación. En una ciudad pequeña como aquella, a menudo, la alcaldía solía organizar fiestas a las cuales asistía una gran cantidad de la población. Estas celebraciones no tenían mayor razón de ser que el divertirse y compartir con los vecinos ya que, en aquel poblado, todos se conocían. ¿Podría haberse realizado una celebración la noche anterior?
El día anterior, Max se lo había pasado toda la tarde encerrado en su biblioteca, repasando el reporte sobre el aumento del catolicismo en su comunidad que planeaba entregarle al sucesor de San Pedro, con el motivo de ganarse su simpatía y admiración. Había estado en eso hasta muy tarde y, finalmente, el sueño lo había vencido quedándose dormido sobre todos sus papeles. Sólo despertó a la mañana siguiente.
Afortunadamente, Max era un hombre precavido (en muchas situaciones, rayaba en lo obsesivo) y mantenía un reloj despertador en cada habitación de su casa. Horas antes de que se quedara dormido, había activado el que pertenecía a la biblioteca, anticipándose a su posterior agotamiento. Así había conseguido levantarse esa mañana a la hora deseada. Tal vez debido a su enclaustro, Max no se había percatado de la supuesta festividad.
Después de quince minutos de mucho caminar sin ver a nadie, Max llegó ante las puertas de su iglesia. Logró ingresar tras luchar algunos minutos con la cerradura atascada por el frío inclemente de la madrugada y se apresuró a preparar todo para el oficio.
Qué bien se sentía el olor a templo. Le encantaba su adorado santuario; había trabajado en él prácticamente toda su vida como sacerdote y le tenía un especial apego al edificio. Conocía todos sus recovecos y fisuras, causadas por los continuos movimientos telúricos que afectaban a esa zona del país, así como algunas recámaras secretas que desconocían el resto de los pobladores.
Sentado junto al altar, Max comenzó a recorrer toda la iglesia con su mirada, alegre de haber escogido el servicio divino como profesión. Daba gracias por la enseñanza devota que sus padres le habían inculcado, por la escuela igualmente religiosa a la que había asistido y por su amor intrínseco hacia el Gran Creador. En todo esto pensaba Max mientras esperaba a que los feligreses llegaran a su cita semanal.
Mas, tras esperar por horas, nadie apareció. Diez minutos para las doce de la mañana, Max decidió cerrar la iglesia, profundamente indignado. ¿Cómo era posible que nadie hubiese llegado? El sacerdote estaba furioso como pocas otras veces lo había estado en su vida y, justamente enceguecido por la ira, recordaba uno de aquellos escasos momentos.
Años atrás, Max se había visto envuelto en un famoso caso de abuso de menores, en el cual se le había acusado de agredir sexualmente al hijo de una administrativa municipal. El magistrado lo había declarado inocente, pero el culpable había resultado ser otro sacerdote, amigo de Max. El caso se había difundido al país a través de la prensa y se había tornado en una gran decepción para Max el saber que uno de sus mejores amigos había sido capaz de cometer un tan deplorable acto. ¿Cómo podía ser que uno de sus colegas, un acérrimo servidor del Señor al igual que él, fuera culpable de tan horrendo delito? Max no sabía por qué el Señor obraba de maneras misteriosas, pero alguna razón debía de tener. Después de todo, Él siempre hacía que las cosas sucedieran por algo, aún cuando él no pudiera comprenderlo. Muchas veces, éste era su único consuelo.
Ensimismado, caminando con la cabeza gacha y expresando sus pensamientos en un susurro, Max no se percató de su acompañante. A pesar del ruido que producían sus cascos sobre el asfalto, se necesitó un relincho para que el sacerdote saliera de su trance. Max levantó la cabeza y vio al huaso Hortensio, un conocido campesino del pueblo que vivía a pocas cuadras de la iglesia.
-Hola, poh, Padrecito- le dijo el jinete- ¿qué anda haciendo a estas horas por acá?
Max se alegró de ver finalmente a una persona, cualquiera que esta fuera. La verdad, no le agradaba demasiado el huaso Hortensio, por ser demasiado asiduo al licor, pero debía reconocerle que, sano o beodo, siempre asistía a sus misas dominicales. Lamentablemente, aquel día Hortensio tampoco había llegado al templo, aún cuando no parecía llevar alcohol corriendo por sus venas.
-Hortensio- dijo el cura, con tono de reproche-, ¿por qué no has asistido hoy a la santa misa?
El huaso lo miró extrañado. Tenía una expresión de diversión en su semblante y disimuló una sonrisa cuando respondió:
-Padrecito –dijo- ¿acaso me está bromeando? Perdóneme, padre, pero yo pensé que usted tampoco asistiría hoy, teniendo en cuenta los acontecimientos.
Max desestimó de inmediato la posibilidad de que hubiese habido fiesta la noche anterior por dos motivos. Primero, el huaso Hortensio jamás había faltado a una misa (excepto la vez que había estado fuera de la ciudad, muchos años atrás), hubiera fiesta o no, y además Hortensio estaba sano. Eso era innegable.
-¿A qué te refieres, Hortensio? –preguntó intrigado Max-, ¿qué podría ser tan importante para que yo no diera la misa?
De pronto, Max sintió que se le aceleraba el corazón. Tuvo la repentina idea de que algo grave había sucedido y pensó lo peor: ¿Tal vez monseñor había fallecido? ¿O era el mismísimo Papa el que había sucumbido al irremediable destino humano?
-No se me altere, Padre –lo tranquilizó Hortensio, que había entendido la expresión de desesperanza de Max-. No es nada malo.
-Entonces, Hortensio, dime qué ha sucedido.
-Pero, Padrecito, ¿de verdad que no se ha enterado? –insistió Hortensio.
Max no recibió de muy buen ánimo la obstinación del huaso.
-¿Qué, Hortensio?, ¿qué ha ocurrido?- dijo impaciente el sacerdote-. Dímelo ya.
-Los marcianos, pues, Padrecito, llegaron ayer y dicen que vienen en paz. Le aconsejo que prenda la televisión, oiga, si lo han estado pasando una y otra vez desde anoche.
De vuelta en casa, Max se apresuró en llegar a la cocina. Quiso encender la televisión pero, presa de inquietud y exaltación, del miedo a lo que allí pudiera encontrar, se detuvo en el marco de la puerta, dubitativo. El miedo a lo desconocido era algo presente en la mayoría de los seres humanos, no podía castigarse por eso, aún cuando Max lo padecía en un nivel superior al normal. ¿Tendrían miedo a lo desconocido los marcianos?, se halló preguntándose y se sobresaltó. Lanzó un ahogado chillido y corrió a asirse con exagerada vehemencia del libro más antiguo de la humanidad. Estaba convencido de que no podían ser marcianos, como Hortensio había dicho. Creía recordar que los científicos habían demostrado la inexistencia de la vida en el planeta rojo. Pero yendo más lejos que la ciencia, Max estaba convencido de que los seres humanos eran los únicos pobladores del Cosmos. La Biblia lo decía claramente; no había pasajes que hablaran sobre otras criaturas pensantes en el Universo. Estaba seguro de todo aquello… hasta el momento en que encendió la televisión.
Max estuvo sentado frente a la televisión, sin comer ni levantarse siquiera al baño, por más de tres horas. Estuvo allí, sujeto a su Biblia, observando lo que todos los canales que recibía su televisor, incluso el deportivo (pero no el religioso), exhibían: la llegada de una gigantesca nave extraterrestre y la posterior visita del embajador alienígena a las autoridades de la Unión Europea. Según decía la relatora en aquellos instantes, los mandatarios de la Unión habían mantenido contacto con los seres extraterrestres desde hacía meses y habían acordado finalmente que su exposición se llevaría a cabo la noche anterior.
En la escena se veía a un ser humanoide de unos dos metros de alto, muy delgado y vistiendo una especie de traje grisáceo sujetando la mano del Primer Ministro de Inglaterra y alrededor de ambos, en un semicírculo, todos los mandatarios de los países de la Unión Europea y el Presidente de los Estados Unidos de América, que había asistido como invitado. Todos se veían muy felices y la algarabía presente en la sala donde se realizaba la ceremonia se transmitía a través de la pantalla y la mayoría de los televidentes podían sentirla. Pero no Max. Max sólo sentía recelo y temor.
Los reporteros hablaban del día más importante en la historia de la humanidad (algunos decían, en la historia de la Galaxia) y cómo, desde este día en adelante, podríamos avanzar verdaderamente rumbo al futuro, efectuando progresos jamás antes soñados.
Aparentemente, por lo que Max veía en los informativos, los extraterrestres eran altamente avanzados tecnológicamente, llegando al punto en que nuestros conceptos de la realidad tendrían que ser analizados con el fin de comprender tamañas verdades. Claro, esto era sólo lo que especulaban los reporteros pues aún no había habido tiempo para conocer a fondo la ciencia de los viajeros, pero se podía intuir que esto era verdad con tan sólo mirar su apariencia casi inmaculada. Proyectaban un aura cuasi angelical y daban la impresión de flotar al desplazarse; a su lado, el caminar humano parecía grotesco y bestial.
Max tenía que admitir que las criaturas que presenciaba en su aparato receptor tenían un aspecto eximio. Eran tan perfectas y transmitían tal empatía para con ellas que el sacerdote comenzó a dudar. De pronto, tuvo la idea de que todo aquello podía ser un engaño, una especie de farsa articulada para obtener algún provecho oculto. Había gente capaz de aquello; lo sabía. Max estaba conciente de que la mente de la mayoría de los políticos y de los gobernantes era lo suficientemente corrupta y retorcida para idear un plan de tamañas proporciones, pero, aún así, parte de su mente le decía que aquellas impresiones eran mayoritariamente impulsadas por un sentimiento de paranoia y negación.
En televisión, el Primer Ministro se paró frente al micrófono ubicado en un podio y, dejando a su compañero estelar a sus espaldas, anunció que el embajador extraterrestre sólo hablaría dentro de cuarenta y ocho horas más. Se aseguró de dejar en claro que él, al igual que los demás de su especie, venía completamente en paz y que las relaciones con Inglaterra y los demás estados del mundo libre eran excelentes.
Así, Max y el resto del mundo tuvieron que esperar dos días más para escuchar hablar al extraño ser que procedía de otro planeta (y, presuntamente, de otro sistema solar).
Durante los siguientes dos días, nada extraordinario volvió a ocurrir. Los extraterrestres no se aparecieron por ningún lado; nadie los había visto y las autoridades no se referían al tema más que instando a esperar el comunicado que el mismo embajador alienígeno daría.
Con las cosas así, la vida tuvo que seguir su curso. El lunes, todos volvieron a sus trabajos y los estudiantes a sus liceos o universidades; todo transcurría normal para la mayoría de la gente. Por supuesto, todos seguían pensando en lo visto y oído los días anteriores y las conversaciones se prolongaban por horas: que a qué han venido y de dónde; que son peligrosos y hay que eliminarlos; que ha llegado el Apocalipsis. Muchas teorías circulaban al respecto. Las más extravagantes decían que alguien por aquí fue raptado por ellos hace años y que le anunciaron que este día llegaría o que una mujer por allá estaba embarazada de uno de los visitantes. A cada loco se le había dado el maravilloso regalo de inventar cualquier historia referente a los extraterrestres. Era como arcilla fresca para la demencia.
Una vez que el día lunes terminó, todos partieron rumbo a sus casas sin detenerse a hacer más, buscando llegar a sus recámaras y encender sus televisores a la espera de alguna que otra noticia del espacio. Por esto, nadie se fijó que aquel día la iglesia había permanecido cerrada.
Max no había salido de su casa desde que entrara aquel domingo en la mañana y, durante todo ese tiempo, había estado sentado frente al televisor, viendo lo mismo una y otra vez. Ni siquiera había hecho el intento de cambiarse al canal religioso, pues allí no pasaban nada concerniente a la noticia del milenio. El sacerdote siempre guardaba comida para la semana y esto le habría venido bien ahora que llevaba casi treinta y cuatro horas sin salir de su hogar. Sin embargo, Max no había tocado alimento alguno en todo el día. Lucía unas ojeras levemente azuladas por tanto ver la televisión y su cabello estaba alborotado tras quedarse dormido sobre los cojines que, improvisadamente, había ubicado en el suelo, entre la mesa de la cocina y la televisión. Su aspecto era sorprendentemente deplorable, mayoritariamente impulsado por la falta de alimento.
Su mente aún no aceptaba lo que sus ojos habían visto; no podía unir las piezas de aquel complejo rompecabezas. El Señor los había creado sólo a ellos, a su imagen y semejanza, la Biblia no decía nada más. Por otra parte, estos seres no eran iguales a los humanos, entonces ¿Dios no los había bendecido con su semejanza? Las piezas, objetivamente, no cuadraban pero el cerebro de Max se negaba a aceptarlo. Se sentía desesperado, desesperanzado, pedía respuestas que no llegarían sino hasta un día después y no de la manera que él añoraba. Exhausto, por primera vez en todas esas largas horas, Max apagó el televisor y subió a su alcoba a dormir. Lo hizo no sin antes llorar por media hora, mascullando una oración, antes de caer rendido en los brazos de Morfeo. A pesar del cansancio, esa noche tuvo horribles pesadillas concernientes a los extraterrestres. Se vio a si mismo atrapado entre incontables filas de seres extraños mientras el Vaticano era destruido hasta no quedar restos. Fue la peor noche de su vida.
La plaza donde se realizaba la conferencia estaba repleta de asistentes provenientes de todas partes del globo. Todos querían ver al extraterrestre que, se decía, había querido que su exposición se hiciera al aire libre y donde todos los que quisieran pudieran asistir. Los reporteros hacían estimaciones de que un millón de personas se hallaban en la plaza aquel día, muchas de las cuales no alcanzaban a ver en lo más mínimo el estrado, pero que se encontraban rebosantes de alegría de sólo escuchar al visitante espacial.
De pronto, sobre la plataforma aparecieron dos guardias de seguridad y, tras ellos, el extraterrestre que parecía más luminoso que nunca. Se posó sobre el podio y, con los guardias a sus costados, levantó ambos brazos con la clara intención de pedir silencio. Y fue la señal de silencio más efectiva que hubiese conocido la humanidad jamás. Con sólo ver aquellas extremidades en alto, la totalidad de los asistentes enmudeció. El extraterrestre se dispuso a hablar con su diminuta boca.
Max estaba atónito viendo estas imágenes. Hacía algo de cuatro horas había vuelto a encender el televisor y no se había vuelto a mover. Se había quedado para todos los especiales de antesala a la conferencia, aunque estos no anticiparan realmente nada. Al ver el gesto que había hecho el extraño, Max se quedó helado al igual que los presentes en la conferencia y, seguramente, igual que el resto del mundo. El extraterrestre estaba hablando y ¡hablaba en castellano!
-Saludos, mis amigos del tercer planeta. Entiendo que la costumbre sería presentarme, pero mi nombre es impronunciable en vuestra lengua. Sólo déjenme decirles que su mundo es una maravilla y que, hasta en una escala universal, es extraño encontrar mundos tan hermosos y rebosantes de vida. Es un regalo el que se les ha dado y todos debieran tener esto presente cada día al levantarse por la mañana. Sin embargo, ha caído en nuestra cuenta, que no todos ustedes se preocupan por el bienestar de vuestro planeta y que algunos incluso amenazan con destruirlo. Es por esto y por nuestro afán altruista para con las demás razas inteligentes del Universo que hemos decidido contactarlos y llevarlos un paso adelante en su etapa evolutiva como sociedad.
“Muchos de ustedes tal vez me temerán. Estarán convencidos de que represento alguno de sus arquetipos enunciados en sus películas de ficción y pensarán que mi raza desea adueñarse de vuestro mundo o usarlos como sujetos de experimentación. Mas sepan que nada de esto tiene ningún sentido para nosotros. Nuestra presencia en este Universo se prolonga por más tiempo del que ustedes podrían llegar a vivir como humanidad, los secretos del Cosmos ya no son un misterio para nosotros y, los que aún no hemos podido descifrar, no requieren de su participación en lo absoluto. Créanme.
“Así como crean también que ustedes no son los únicos contactados por nuestra raza. El Universo está plagado de vida, un leve porcentaje inteligente, pero ese porcentaje pequeño realmente implica un número gigantesco de especies. No todas han sido contactadas, pues se requiere de un cierto número de factores para ello. Ustedes parecen haber alcanzado su madurez intelectual y las relaciones sociales y políticas en su mundo se encuentran en el mejor de los escenarios. Por esto, han sido elegidos, aunque no serán los últimos. Junto con nosotros, de ahora en adelante, irán conociendo más y más las distintas razas que se han unido a nuestra causa y pronto otro mundo será liberado de la ignorancia hasta que, algún día, todas las razas pensantes del Universo se unan en una sola gran comunidad.
“Por esto escúchenme, compañeros couniversales, desde este día en adelante sus vidas nunca más volverán a ser las mismas. Comenzará una revolución silenciosa en la que cada ser viviente de este planeta disfrutará al máximo de su paso por esta existencia. Y aquel regocijo también continuara una vez que ya no pertenezcan a este plano, pues nosotros hemos alcanzado la inmortalidad en cierto sentido y algún día ustedes compartirán este milagro. Sin embargo, aquello sólo ocurrirá una vez que sus cuerpos y mentes estén preparados para aquel elefantiásico desafío.
“Este y muchos otros secretos les serán revelados a nuestro lado. No le teman más a la muerte y despreocúpense del origen del tiempo y el espacio. Nosotros sabemos todo aquello y con nuestra ayuda ustedes aprenderán a conocerlos también. Les anuncio ahora: despójense de sus religiones pues ellas sólo les harán más difícil el trabajo de aceptación. Si les es imposible pensar en aquello ahora, comiencen poco a poco a abrir sus mentes a la verdad. No niego a su Dios, pero también les digo que todas sus creencias están erradas. Así que prepárense pues ya hemos visto demasiados casos de nega… “
El extraterrestre no pudo terminar la frase pues un loco armado se había subido al escenario y en menos de dos segundos disparaba en contra del orador. Los guardias no habían reaccionado a tiempo, se encontraban en una especie de trance escuchando las palabras del visitante y no se habían percatado del hombre hasta que fue demasiado tarde. El atacante ya había disparado tres veces antes de que los de seguridad desenfundaran sus pistolas. Sin embargo, éstos no llegaron a disparar.
El extraterrestre permanecía en su lugar, intacto e impertérrito, mientras las balas yacían a sus pies. Todos habían visto cómo los proyectiles, al tocar al visitante, habían perdido su energía cinética y habían caído innocuas. El hombre con el arma también estaba sorprendido pues, no sólo había perdido su arma, sino que flotaba por sobre la cabeza de las demás personas que se hallaban sobre la tarima. El extraterrestre estaba hablando otra vez.
-Son seres como estos los que detienen el progreso de su mundo, que enceguecidos por sus creencias no dan la cara a la verdad. Pero no se preocupen, él no tiene la culpa. Ha sido la manera en que ha evolucionado vuestra sociedad a través de los siglos la que ha formado individuos de estas características. Vuestro perdón él merece y espero que juntos podamos trabajar para erradicar su manera de pensar y sentir. Recuerden que, la verdad por sí misma, no puede hacerles daño”
Max estaba estupefacto. No se había movido ni un centímetro durante la confusión ocurrida en la conferencia. Había visto al hombre mientras disparaba y se había hallado diciendo “que lo mate, esa criatura blasfema debe morir”. Se había encontrado eufórico, gritando estas palabras cuando salió de su trance. ¡Esa cosa osaba negar a su Dios! ¡Su Dios, al cual había servido por más de veinticinco años y con el cual se había comunicado en innumerables ocasiones! Ese monstruo debía ser un enviado del Diablo, pensaba, y éste era uno de sus famosos trucos para engañar a la humanidad. Sí, eso era. Él había visto la verdad. Lo había intuido desde el comienzo. La apariencia divina de ese ser no lo engañaba. Max esbozó una sonrisa. Salió de la cocina y se dirigió a la bodega.
En la televisión aún se veía al extraterrestre hablando. La gente en la plaza gritaba, bailaba, cantaba. El ambiente en el lugar era de total júbilo. Parecía el día más feliz en la historia de la humanidad, desde aquel lejano tiempo en el cual el primero de sus antecesores diera el paso definitivo y se irguiera por sobre las demás criaturas en el mundo. El ser de luz también se veía contento. Había hecho esto con muchos otros mundos, pero nunca dejaba de alegrarse cuando un nuevo planeta era despertado. Se sentía completo.
Max volvió a la habitación con lo que había ido a buscar. Mecánicamente, abrió el refrigerador pero no extrajo nada de él. Dentro se podían ver las compras de toda la semana. El sacerdote llevaba casi dos días sin ingerir alimento.
En ese momento llamaron a la puerta. Pero Max no abriría. Eso ya no le importaba. Eran nimiedades. Tenía una misión que cumplir: debía eliminar al hereje falsamente vestido en ropajes sagrados. Su cuerpo sudaba y le temblaban las piernas. Levantó la escopeta y disparó, con una sonrisa sardónica en su rostro. El televisor se hizo trizas tras la descarga y el proyectil alcanzó a perforar también la pared. Sin darse cuenta, Max volvió a disparar hasta que el artefacto que tenía enfrente quedó reducido casi a cenizas. El sacerdote reía estrepitosamente mientras su cuerpo se contorsionaba. Lo había hecho, había servido los propósitos de su Señor, había eliminado al blasfemo.
Alguien seguía tocando a la puerta y ahora lo hacía frenéticamente. Se oían gritos desde el exterior. “Padre, Padre, ¿está usted bien? Hábleme ¡Padre!” Era la señora María. Max reconoció su voz. Durante años ella había sido la asistente más fiel a sus misas, la consideraba más fiel que Hortensio porque el huaso había faltado a una misa diez años atrás. Max no olvidaba. A diferencia del huaso bruto la señora María no había faltado a ninguna ceremonia desde el tiempo en que él la presidía, ni siquiera cuando había estado enferma, momentos en los cuales Max le decía que se fuera a su casa a recuperarse. Aquella amable dama seguro reconocería la inapreciable labor que acababa de cumplir en nombre de Dios.
Sin embargo… Tal vez no era realmente ella. Quizás el gobierno ya se había enterado de lo que Max había hecho y habían enviado a una espía que ahora se hacía pasar por la señora María. Quizás no era el gobierno, sino los mismos extraterrestres. O tal vez sí era ella pero la habían reclutado y estaba de su parte. Entonces era cierto, Max había logrado su objetivo pero ellos querían venganza. Venían a matarlo, estaba seguro. Pero él era más inteligente. Ya lo había previsto, había anticipado el engaño. No dejaría que triunfaran.
La risa se asomó a su cara nuevamente. Él no iba a dejar que los blasfemos ganaran, que lo mataran. Después de todo, Max sabía que el Señor obraba en maneras misteriosas. El sacerdote introdujo el cañón de la escopeta en su boca y se quemó el paladar y los labios. El dolor le devolvió una efímera lucidez.
La risa se apagó de súbito y la angustia embargó al sacerdote. ¿Qué había hecho? Aquella no era la misión que Dios le había encomendado. Aquello no era lo que había aprendido durante todos sus años de leal sirviente de la obra divina. Había matado a una las criaturas del Señor, un ser que merecía vivir tanto como él, o como el huaso Hortensio o la señora María. Tenía derecho a la vida, tanto como cualquier criatura, bestia y animal que habitaba la Tierra. Max Lloraba. Sabía lo que iba a hacer y lo que ello significaba. Pecado mortal. Sintió el metal caliente quemarle los labios una segunda vez. Otro disparo.
La policía llegó diez minutos después. Encontraron a Max tirado sobre la mesa de la cocina, junto a los restos exiguos del televisor y a un ejemplar de la Santa Biblia. La señora María lloraba a mares junto a él. ¿Por qué lo habrá hecho?, se preguntaba. La señora María había estado viendo las noticias también como Max y como todo el mundo. Se había sorprendido al ver a aquel ser y al escuchar sus palabras. Sin embargo, su sentimiento era distinto al que había experimentado Max: ella estaba feliz. El ser le había inspirado confianza y esperanza, incluso a través de la fría pantalla de su televisor. Le había transmitido fe. Fe en que la vida no tenía que ser sufrida. Fe en que ella podía disfrutar y en que todos tenían derecho a vivir decentemente. Fe en el futuro de la humanidad y de la Tierra.
Ella creía, a pesar de las propias palabras del alienígeno, que aquel ser luminoso era un enviado del Señor. ¿Cómo podía ser otra cosa sino eso? El Señor los había bendecido con su llegada. El Señor les había enviado un ángel a rescatarlos. Un ángel. Si tan sólo Max hubiese visto sus alas, pensó la señora María.
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