¿De qué está constituida esa música que envuelve mis sentidos, me retrotrae y me eleva a las alturas de la delectación? ¿Qué compases son esos que me invocan imágenes tan sublimes, paisajes diversos, ensoñaciones divinas, una apacibilidad a la que me entrego como un condenado a su extinción?
La música crece cada vez más y los instrumentos son aguijones sagrados, cada uno de los cuales cumple a la perfección su tarea de herirme el alma sin desangrarla y de hacerme prisionero de sus notas, sintiéndome, sin embargo, libre como un pájaro que sobrevuela los jardines del Edén.
Poseído soy por esas notas que me enamoran y me encierran en un capullo de cristal, ya no existe más que el arrobamiento de esa sinfonía sublime que va decorando mi espíritu, hasta hacerme creer que tras esa perfección, ya nada puede ser mejor.
Y allí me quedo, durante horas, alimentándome con esos néctares acariciantes que me doblegan y me subyugan. Sin saber por qué, mis ojos se nublan ante la certeza que estoy a las puertas de algo misterioso, un ritual desconocido y delirante del cual soy prisionero y monarca, destellando la noche con los oros de sus soles lejanos, siendo yo también una partícula que gira efímera en medio de las sombras, en un equinoccio de locura y placer…
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