ME LO CONTÓ LA LUNA.
I.-
Diciembre de 1973, la brillante luminosidad de la luna caía sobre el solitario árbol en el medio del patio del colegio, que con sus hojas lacias de color grisáceo y algunas ramas dañadas por rayos y el viento, parecía un venerable guerrero que quería demostrar que su larga lucha por la vida estaba a punto de terminar. Al fondo, el portón del colegio, portón que Julio Rojas Alcázar, Profesor Básico de treinta y cuatro años de edad recién cumplidos, alcanzó a cruzar no más de 100 veces en su corta estadía como profesor, y que al abrirse ofrecía una triste vista de luces titilantes de la planicie en las afueras de Lebu y un camino modelado por el constante pasar de carretas, arados y últimamente de “jeeps” y camiones militares. A la derecha, por sobre la pandereta hecha de bloques de barro y paja pintada de blanco se podía apreciar un perezoso, casi secreto, sinuoso y oscuro río que se incrustaba en una aparente selva insensible. A la izquierda, el tenebroso pantano, enemigo de ebrios y amigo de suicidas, empapaba el ambiente del colegio con un aire húmedo y pestilente que a veces se hacía insoportable, y que la mayoría de las veces se podía contrarrestar con el aroma de crisantemos, malvas, narcisos, cardos que crecían alrededor del patio, a pesar que nadie los plantaba ni los cuidaba.
Julio era un hombre astuto, de hablar pausado y muy seguro de sí mismo. Los años de disciplina y devoción docente, más algunas profundas experiencias sociales y políticas habían terminado por cambiar al joven inmaduro e inexperto egresado de una Universidad de la ciudad de Antofagasta en un hombre hecho y derecho. Ese inolvidable 13 de Diciembre, al atardecer y después de despedir a los últimos alumnos de los cursos superiores, Julio Rojas caminó hasta el borde del patio del colegio donde se detuvo, sin decidir qué hacer. Daba la impresión que quería disfrutar al máximo el brillo y transparencia en el aire que sólo los días de primavera tienen. “Otra primavera en mi vida”, dijo, respirando profundo y mirando enamoradamente el cielo. Rojas Alcázar tenía sensibilidad de poeta. Siguió caminando, ahora con sus brazos y boca abiertos para poder poner más oxígeno en sus pulmones.
Al interior del colegio, en sus respetivas salas de clases, había otros dos profesores. Los tres eran más bien camaradas que amigos, diferentes en carácter y gustos, pero los animaba el mismo espíritu. La rutina diaria del proceso educativo de la escuela los unió mucho más y el mutuo respeto que se demostraban los llevó a formar una real amistad. Pedro Estay Martínez era de Tocopilla, Profesor Básico titulado en la gloriosa “Abelardo Nuñez”, avejentado prematuramente, tenía sólo 34 años. De semblante severo, voz ronca y ademanes rudos, profundo, agudo, de humor duro y fumador empedernido. Mario Ruiz Soto, el “niño romántico”, como se le llamaba. Delgado, moreno, ojos melancólicos, barba hirsuta, ademanes femeninos y voz suave, ardiente, impresionable y orgulloso. Nortino, venía de la ciudad de Iquique, nació un 8 de octubre de 1945 en el Barrio Matadero, barrio de hombres y mujeres del rigor, cuyos ancestros probablemente conocieron de cerca lo que aconteció en la matanza de la Escuela Santa María.
Julio, entretenido en su devoción astral, se dio cuenta que un grupo de soldados o carabineros -no estaba seguro- a caballo venía por el camino en dirección al colegio; el verde pardusco de sus uniformes sólo conseguía que la figura del caballo y el jinete fuera una. Se distinguía claramente el brillo del cañón de los rifles que llevaban en bandolera y la espada que orgullosamente llevaba al cinto el corpulento guía del grupo. Julio trataba a todos de “mi cabo”.
Julio se preguntaba qué estaban haciendo frente a su escuela. De repente, la naturaleza de su quehacer le alumbró lo que podría ser. Era un horroroso mensaje que recibía. Un instinto, más bien que su razón, se lo decía. Algo terrible iba a pasar.
Y el mismo instinto le decía que debía esconderse de los uniformados. Giró a la izquierda rápidamente, se arrodilló y reptó sobre la húmeda tierra del patio del colegio, logrando alcanzar la sombra lunar que entregaba el árbol solitario que nadie regaba. Mientras los uniformados trataban de abrir, o echar abajo el portón, Julio alcanzó a esconderse debajo de unas carretas que se usaban para que los alumnos llevaran sus herramientas y colaciones a los huertos del colegio los días jueves y viernes, días en que el Ingeniero Agrónomo, funcionario de la Municipalidad de Curanilahue colaboraba con el colegio dirigiendo estos huertos. Huelga decir que Mario ni Pedro se dieron cuenta de la aparición de los uniformados.
Eran siete uniformados que estaban comandados por un oficial nacido en el centro del pueblo de Lebu. La familia del oficial tenía una tienda de abarrotes frente a la plaza, tienda que surtía de víveres a los pobladores del pueblo durante la semana, y de dulces, galletas, cigarrillos y helados a los jóvenes durante el fin de semana. El profesor Ruiz vivía en la remodelación que se hizo en terrenos del sector norte de la plaza y que fueron abandonados por sus dueños antes de 1970. Se le llamó ”remodelación” porque las casas eran de cemento, no tenían tejas en los techos, se pagaban con dividendos y tenían estacionamientos para autos. Mario tenía cuenta de crédito en el almacén cuyo nombre era “El Trovador”. Cuentan algunos vecinos que ese nombre lo sugirió a su mujer el dueño del almacén y padre de Pablo, en honor a su único hijo, el oficial que asaltó el colegio ese 13 de Diciembre de 1973. Pablo a sus 12 años ya cantaba y tocaba flauta dulce y guitarra; su padre esperaba de él un músico formado musicalmente en el conservatorio de la capital.
Una vez dentro del colegio el oficial daba instrucciones a sus subordinados de buscar y apresar a Pedro Estay Martínez, profesor del segundo ciclo de Educación General Básica del Colegio Los Aromos. Juan Estay Vilches, padre de Pedro, era Regidor por el Partido Socialista en la Comuna de Tocopilla. “Yo sé lo que tengo que hacer, y no necesito consejos de nadie, soldado”, profería el oficial refiriéndose a un subordinado que repetidamente le decía : “Oficial, no tiene derecho, es la corte quien decide, Ud. no es el Juez , no—“ “¡Silencio!” rugió el oficial, con voz afectada por la rabia, “ A ti te voy a mandar a la Corte Marcial, obedece!.
El corazón de Julio latía fuerte. “!Cielos!” pensó. “¿Es posible? Y su cabeza comenzó a temblar como se le hubieran tirado un balde agua fría. La cara del oficial estaba roja de ira y desesperación; Julio apreciaba claramente el blanco de sus grandes ojos y el negro de sus cejas y bigote en horroroso contraste
Una vez que el oficial dio las macabras instrucciones, espoleó a su caballo y se retiró del colegio dejando la operación en manos de un sargento que se llamaba Rómulo -no estoy seguro-. Grande la sorpresa del sargento Contreras al darse cuenta que el profesor jefe del curso donde estudiaba su hija mayor Cynthia, era el Profesor Pedro Estay, a quien tenían que apresar por delitos que serían inventados una vez que estuviera preso. La patria está primero, decidió el uniformado.
Escondido, Julio ahora entendía lo que estaba sucediendo. Pero era algo tan fuera de lo común, tan horrible que el fantaseaba que estaba soñando. “Está todo tan brillante, tan hermoso—la luna, el campo, el bosque, el cielo-. El suspiro de la primavera cubre todo y gente va a ser asesinada. “¿Cómo puede ser?” “¡Imposible!”. Sus pensamientos caían en confusión. Tenía la sensación de estar perdiendo la cordura al descubrir que él ve, escucha y siente lo que no está acostumbrado a hacer, pero que no debe escuchar, ver y sentir lo que está sucediendo. Su confusión iba en aumento.
“!Sargento, ya lo tenemos!” gritó el conscripto más joven del grupo de uniformados y ex alumno del mismo Colegio. Ahí estaba el profesor Estay, sonriendo nerviosamente pensando que era una broma de mal gusto, y buscando desesperadamente dónde estaban Julio y Mario, sus camaradas. Estaba amarrado de manos y trataba de esbozar una resistencia que sólo coadyuvaba a energumenizar a sus captores en esta desigual prueba de fuerzas. El profesor Estay fue amarrado al árbol solitario del patio del colegio a la espera de un vehículo que lo trasladara al regimiento Coraceros de Infantería en el centro de Lebu.
Desesperado por su incómoda situación, Pedro repasaba y repasaba mentalmente qué había hecho mal para provocar que una decisión como la que estaba viviendo tuviera un comienzo y sin saber cuál iba a ser el fin. Venían a su mente esos días de verano que pasaba con sus padres y hermanas en playas tocopillanas como Playa El Camello, Caleta Boy, Balneario, las fiestas de la primavera y los carnavales que se celebraban en la Plaza Municipal del centro del pueblo, los campeonatos de boxeo entre regimientos, sus amigos, sus familiares, y las interminables conversaciones y tertulias literarias con su gran amiga Anita María Vergara de quien estaba muy enamorado, pero nunca se atrevió a decírselo. Recordaba a su padre, viejo luchador sindicalista que se equivocó muchas veces debido a su incultura, pero dio cátedra de cómo cuidar y defender a sus hijos. “Te amo, papá”, “ Anita, tengo miedo” repetía Pedro incesantemente. A su mamá no la conoció. El camión llegó y esperaba en la entrada que le llevaran al “prisionero”. Lo que siguió fue una escena horrible y salvaje; Pedro pidiendo explicaciones y misericordia con sanos ruegos al comienzo para terminar dando gritos desgarradores que cortaban el aire al igual como lo hace un cerdo al cual no logran matar al primer intento. Un ruido sordo, y luego un inesperado y opresivo silencio se apodera del ambiente. Julio vio claramente, aunque con pasajes vagos como de sueños, la claridad de un pálido resplandor, la caída de un cuerpo, y una pequeña fumarola que se elevaba muda hacia la atmósfera.
Media hora después, Julio se vio de pie en medio del patio sin saber cuándo ni cómo él había salido de su escondite debajo de las carretas. Su rostro estaba pálido y cubierto de copioso sudor; una tristeza física que lo torturaba y no le permitía descubrir la naturaleza de sus sentimientos, algo parecido a una enfermedad terminal, aunque más nauseabunda y terrible. “Pedro”, “Mario”, “Peeeedro”, “Maaaario” susurraba, creyendo que los llamaba con todas sus fuerzas. Esa noche Julio, en su pieza donde vivía al interior del colegio donde trabajaba; no escribió poemas como era su costumbre, no jugó ajedrez, no leyó sus libros ciencia ficción ni escuchó radio. Pasó horas observando a través de la ventana el círculo plateado de la luna en el hermoso cielo azul sureño. Trataba de pensar, pero sus pensamientos eran confusos, sombríos y pesados como si una nube hubiese descendido sobre su cerebro.
II.-
En octubre de 1974, mes en que Julio celebra su cumpleaños número 35, y mientras estaba tomando desayuno con algunos alumnos en el casino, llega la correspondencia diaria de Arauco. Nadie escribía a Julio ya que su mundo de amistades se reducía a los que tenía en Lebu. Padres fallecidos y un hermano menor literalmente perdido en Calama, era su realidad familiar. Primos y tíos que dejó en Antofagasta estaban más preocupados de sus propias improntas que de escribir a un pariente que se había ido al sur “hartazo tiempo atrás” como diría un pampino de las salitreras.
Con mezcla de sorpresa y curiosidad revisa el sobre cuya fecha de envío era “16 de Agosto de 1974” y de recepción “14 de Septiembre de 1974”. El sobre había sido abierto y vuelto a cerrar antes de llegar a sus manos.
TOCOPILLA, 15 de Agosto de 1974.
Sr. Julio Rojas A.
Estimado señor:
Quizás le sorprenda recibir una carta de la ciudad de Tocopilla. Mi nombre es Ana María Vergara y amiga de Pedro Estay. Cada vez que Pedro venía a visitarnos yo disfrutaba mucho escuchando lo feliz que se sentía trabajando con Uds. en esa escuelita del sur. Conozco bastante bien su vida y la de Mario Ruiz. Pedro era un ferviente admirador de Uds. Pasábamos horas charlando de cosas que a él le preocupaban y permanentemente se apasionaba con los temas, por ejemplo, del tipo de educación que estamos entregando a nuestros niños y jóvenes, que ese tipo de educación contenga los deseos y las intenciones de todas las corrientes filosóficas, dogmas religiosos y posiciones políticas, del crecimiento y bienestar económico del país y su gente, de la decepción que a veces sentía de los políticos, la importancia de la juventud en nuestro proceso de cambios, los errores gubernamentales cometidos, y su temor a lo que él llamaba “guerra”. Para él, todo lo que intentara controlar las libertades de las personas y no preocuparse de crear y proporcionar las oportunidades de crecimiento para todos, era “guerra”.
Anita, me decía, vivimos tiempos difíciles. Si el país se quiebra institucionalmente tenemos que convencernos que estamos entrando a un proceso de “guerra” en donde es necesario temerle más a aquellos que matan el alma que aquellos que matan el cuerpo, porque la muerte física es menos terrible que la muerte espiritual. En conflictos de esta naturaleza se destruye la parte externa del ser, pero su alma no sólo no se puede destruir, aún más, puede renacer. Ante la “guerra” todos somos culpables y no podemos escapar de esa realidad y permanentemente nos equivocamos al no aceptar que de una manera u otra somos participantes directos y responsables de la “guerra”. Cuando deseamos que los que piensan igual a nosotros sean los victoriosos, también estamos participando espiritualmente de la “guerra” y seríamos unos hipócritas afirmar que nada tenemos que ver en ese cuento.
Sr. Rojas, Pedro nunca me vio como su polola, su enamorada ni futura esposa; pero si estoy segura que siempre ocupé un lugar preferente en su corazón. He vivido mucho tiempo enamorada de Pedro y seguiré de por vida enamorada de él, de sus ideas sobre el hombre y sus cambios, sus esperanzas y sus amores. No pido saber qué pasó y cómo fueron sus últimos segundos de vida, porque me quedo con lo que él pensaba sobre el bienestar del hombre y eso me bastará para no sentirme culpable de ser partícipe de una “guerra” que él no quiso y nunca buscó. Vivo tranquila y feliz observando esas esquinas de mi pueblo donde disfruté de largas y entretenidas conversaciones con él, mirando esos bancos de plazas y avenidas frente al mar donde sentados por horas me abría un mundo que me costaba entenderlo sin su ayuda, y finalmente, sintiendo el aroma de su perfume que tengo grabado de por vida en mi cerebro. Espero recibir respuesta a esta nota. Por favor, extienda mis saludos a Mario.
Reciba Ud. mis saludos y cariños.
Ana María Vergara.
Julio no contestó la carta. Pedro descansa en paz.
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