San Jacinto

By
SAM


















La cena de anoche tan cargada de chile me destrozó el estómago y me obligó a velar detrás de un pequeño arbusto a las orillas del río, donde el agua se llevaba el producto de mi dieta rica en tortilla y chile, privilegio del que gozábamos los soldados de carrera, no así los reclutados en la leva que se conformaban con tortilla rancia y hierbas recogidas por las mujeres que nos acompañaban.
Pasé la noche acompañado de mi rifle de pedernal, con su bayoneta limpia y reluciente tal como me enseñara mi padre, el cual hay que decirlo, había combatido al lado de Vicente Guerrero.
Cuando los primeros rayos del sol asomaron por la línea del horizonte dejando a los yanquis al descubierto, mi estómago cesó de quejarse, me subí el pantalón lo más rápido que pude, tomé mi rifle, saqué pólvora de mi cuerno y una bala de la bolsa de mi pantalón para cargarlo mientras corría en dirección al campamento, donde los gritos de terror se mezclaban con disparos en una sinfonía de muerte. Los hombres salían semidesnudos de las tiendas y eran acribillados a balazos o ensartados en las bayonetas.
No llegué al campamento, ni disparé un tiro, por el contrario, corrí en dirección a las llanuras, mientras a mis espaldas el general Santa Anna exigía a gritos su caballo. Detuve mi carrera y volteé, mis ojos llenos de lágrimas vieron salir a todo galope al general en mi dirección, estaba escapando mientras los gritos de terror y ayuda resonaban en el campamento.
Caí de rodillas en la húmeda hierba bañada por el rocío del amanecer, dejé caer el rifle a un lado llorando como un niño al darme cuenta de que sólo dos hombres habían escapado y que sólo dos cobardes libres lograrían ver un nuevo amanecer.