Necesitaba dinero y entré en la joyería para vender unas medallas de oro heredadas de un tío abuelo. Me atendió un hombre viejo, calvo, muy agachado y cuyos anteojos con montura de metal descansaban cerca de la punta de la nariz. Tomó las medallas, las miró con luz natural, las mordió, hizo una prueba química en sus bordes y luego las pesó. Entretanto, desde un costado del mostrador, me llamó la atención un reloj de bolsillo; lo tomé distraídamente y después comencé a observarlo con detenimiento. No parecía un reloj convencional. Al principio lo confundí con un cronómetro; sus números y agujas recordaban antiguas inscripciones de difícil y dudosa interpretación. El trabajo del que había sido objeto evocaba una artesanía ya tiempo atrás olvidada. Cuando lo devolví al mostrador, detuvo su marcha. Entonces recordé que al tomarlo no funcionaba. Había echado a andar sobre mi mano. Lo alcé nuevamente y otra vez apareció el tic-tac. El joyero se acercó para ofrecerme una suma de dinero por las medallas. Al verme con el reloj, comentó:
-Es muy curioso, ¿se dio cuenta? Funciona únicamente en contacto con las personas. Y cada uno que lo toma lo hace “tictaquear” de una manera distinta, personal.
-¿Me lo vende?- le pregunté de improviso. Luego, al reflexionar sobre mi proposición, añadí-: Es decir, veamos cuánto pide por él.
Estiró los labios en una sonrisa algo enigmática. Tomó el reloj y pude observar que latía lentamente; las agujas se movían más despacio que antes. Después, lo dejó sobre el mostrador y propuso:
-Está bien; se lo dejo a cambio de las medallas. Sé que es poco lo que pido por él, pero este reloj no tiene precio. Además, pronto dejará de tener utilidad para mí-. Volvió a sonreír y pude comprobar el deterioro de su dentadura. Sus ojos brillantes miraban con extraordinaria fuerza por encima de los cristales. No me atreví a interrumpirlo y esperé. Al rato continuó:
-Como puede ver, carece de signos que lo identifiquen como un reloj. Su única utilidad radica en marcar los límites reales de la vida de quien lo posee. No recuerdo otro reloj como éste. Me lo dejó un pobre hombre a cambio de unos pesos para emborracharse. Al día siguiente lo encontraron ahogado en el río. En fin...
Me estremecí, pues ya desde un principio había relacionado a ese reloj con algo oscuro, difícil de sobrellevar e incompatible con la vida cotidiana. Quise irme, pero mis piernas no me respondieron. El hombrecito siguió:
-No es necesario darle cuerda, pues lo mueve el pulso de la persona que lo lleva. Para ello basta con tenerlo consigo. …él se pone en seguida al día con “nuestro horario”. Cuando lo recibí, deduje que la lectura estaba hecha en base al sistema métrico y no horario. O sea que marca lo que llamamos metros, kilómetros, y no horas y días que carecen, para mí, de valor real. Esta aguja, la más larga, se encarga de los metros. La otra, marca los centímetros. Y ésta, la más pequeña, mide los milímetros. Parece igual, extrapolando las medidas, a las marcas en horas, minutos y segundos. Pero esa semejanza es superficial y engañosa. Porque el tiempo real, le repito, se mide con el sistema métrico y no horario. El total se inscribe en este pequeño rectángulo- indicó con el dedo índice unos números que saltaban como en el odómetro de un automóvil.
-¿De dónde parte?- pregunté, ya menos temeroso y más comprometido con el reloj. Lo tomé en su mano derecha, cerró los ojos y tras unos segundos de concentración, me lo entregó. Marcaba 448.
-Éste es mi tiempo vivido, en kilómetros. Ah... me olvidaba de su pregunta. Parte, como es lógico suponerlo, del cero, desde el momento de la concepción. Ahora pruebe usted- me ofreció de una manera no rehusable. Tomé el reloj, cerré los ojos, y cuando abrí la mano vi que marcaba 565.
-Pero... ¡Mi marca es mayor que la suya! ¿Cómo es eso posible?
-Le repito que mide el tiempo real, no el aparente. Además ahora comprenderá que el tiempo es algo personal-. Elevó mucho las cejas y sin dejar de sonreír, agregó -:Y también Universal.
Tras unos minutos de absoluto silencio, continuó:
-¿Acaso no ha conocido personas de la misma edad cronológica, que aparentan edades diferentes? Yo tengo sesenta y cuatro años y ése sería mi tiempo vivido. Usted ¿Qué edad tiene?
-Veinticinco años.
-Como ve, cualquiera diría que yo he vivido más que usted, pero la cosa parece ser al revés.
-Entonces... ¿Eso significa que me queda poco por vivir?- Un temblor irreprimible me sacudía desde las piernas.
No necesariamente- agregó para mi tranquilidad - . Quizá le quedan muchos años más que a mí. Seguramente. Pero menos kilómetros. Y no se olvide que esos son personales. Y la velocidad a la cual se recorren no es necesariamente uniforme. Por lo tanto, se puede recorrer la mitad de la vida en un año y andar, en cincuenta años, unos pocos kilómetros.
-¿Y cuál sería la distancia total?- le pregunté, aprovechando un momento de distracción.
-Es difícil de comprobar directamente, porque al morir quien lo posee, el reloj vuelve desde su última marca al cero. Y en ese instante uno puede vivir a la velocidad de la luz o más rápido aún; eso se desconoce. Pero, por el hecho de que el rectángulo posee tres cifras, se puede presumir que el máximo a marcar es 999 kilómetros, 999 metros con 99 centímetros y 9,9 milímetros. Y con la última décima de milímetro llegar a los mil kilómetros (o sea, pasar de la vida a la muerte) y volver al cero-. Apoyó los codos sobre el mostrador, miró hacia el ya oscuro cielo raso y luego siguió:
-Dicen que hubo una persona que para vivir la última décima de milímetro, se demoró más de cinco años...
-Pero, como se habrá dado cuenta, el hecho de conocer el largo de la vida no quiere decir nada, ya que no reconocemos el espacio recorrido como tiempo vivido. El espacio sigue siendo una medida exterior y no interna, propia de cada uno.
-Ah... no - intervine súbitamente-. Usted confunde los términos y no habla con claridad. Usted se refiere a la velocidad como variable, y la velocidad surge de la relación espacio-tiempo. ¿Acaso se está refiriendo a una relación espacio-espacio?
-Exactamente, muchacho. Veo que me sigue y hasta se me adelanta. Así es. La dificultad mayor estriba en la introducción del tiempo como espacio. Si yo tomo un automóvil y recorro en doce horas unos seiscientos kilómetros, ¿qué pasó con mi tiempo? Se mezclan conceptos poco claros que habría que redefinir. O sea, considerar al tiempo como espacio interno y personal. Lo que miden los relojes comunes es un invento del hombre, utilizando como modelo al ciclo solar, que comprime, arruga y hasta borra cualquier signo de verdadera realidad. El espacio aparenta ser sólo exterior al hombre, y aparece como única realidad apreciable. Pero cien o mil metros de vida, reales, son internos y se recorren en absoluta soledad. No son compartibles. Si los relojes de los millones de seres humanos comenzaran a marcar la hora de cada uno, la confusión más espantosa llegaría a paralizar al mundo. Y sin embargo, ésa es una verdad, una humana verdad. El orden establecido nos sirve de alguna manera para evadir y olvidar el hecho de que estamos aislados. Que somos esencialmente solitarios. Si los relojes indicaran nuestro propio horario, la comunicación sería imposible tal como actualmente la conocemos, porque cada uno, en su dimensión, es como un mundo. Sin embargo, estaríamos más unidos y solidarios que nunca, porque nos descubriríamos como partes integrantes de un Todo. Porque cada uno, en si mismo, sentiría la presencia del Universo. Algo mucho más valioso que las horas y los minutos nos une, pero lo eludimos constantemente.
-¿Se imagina la experiencia que se podría adquirir al vivir semanas o meses en una hora? Percibir al tiempo como realmente es y lo que hay entre un instante y otro; entre metro y metro. Poder estirarlos como goma de mascar. Descubrir al otro, los otros mundos que se esconden detrás de las horas y los días.
-Cuando le dije que se podían vivir semanas o meses en una hora, en realidad le quería significar que nosotros, arbitrariamente, solidificamos en unidades algo que es variable y exclusivamente personal. Espacio interno, tiempo, velocidad propia. Por ejemplo: El otro día fui al cinematógrafo y vi una película de hora y media de duración en cinco minutos. Mi reloj los marcó. Y este otro- agregó señalando al que permanecía en mi mano -marcó cinco centímetros. Para los demás había transcurrido una hora y media, pero yo viví sólo cinco minutos-centímetros. Sí, lo digo así pues percibí el paralelismo entre ambos sistemas. Los dos relojes midieron “mi tiempo”. Este sería el primer paso para entrar al sistema métrico. Luego, hay que atreverse a vivirlo, llegar a dominarlo y quizá, quien le dice, revertirlo... -¿Puede imaginar un mundo de relaciones humanas donde cada experiencia no se atenga a una estricta necesidad de orden, de falso orden?
-Pero, volviendo atrás: ¿Cómo se prueba que somos parte integrante de un Todo?- le pregunté, mientras lo veía recuperar el aliento. Creí haberlo
sorprendido en un desliz, debido a su desbordante entusiasmo.
-Porque la vida, convertida en espacio, deja de ser mortal. Porque cada dimensión, al ser única, llega a ser necesaria -imprescindible, diría yo- para la armonía del Cosmos. Porque al desprenderse del tiempo convencional, cada cosa es en su real dimensión. Y al decir es indico que en su propia finitud abarca la eternidad. Porque en el último grado del conocimiento, el tiempo puede ser tanto adelantable como reversible. Quizá sea tan sencillo volver atrás en la vida como retroceder una cuadra para saludar a un amigo. Cuando estuve en el cinematógrafo y percibí el tiempo en centímetros, me di cuenta de que esa experiencia era tan enorme e inmutable, que no podría dejar de ser nunca. ¡Nunca! ¿Me comprende?
Era de noche. Nadie había entrado en la joyería desde la tarde. Yo lo miraba al hombrecito, abstraído en las reflexiones que él vertiera con pasión y generosidad. El reloj, en mi mano, había avanzado más de diez kilómetros y lo dejé súbitamente sobre el mostrador, como si pudiera, con esa actitud, detener mi tiempo.
-No tema- añadió, mientras se quitaba los anteojos con un gesto suave y lento -; era una prueba. Nadie entra en estas nociones sin dejar una parte de su vida. Ningún conocimiento deja de cobrar lo suyo. Ahora sé que usted me escuchó con atención; que me comprendió y que merece llevárselo. Tome, cuídelo y, cuando llegue el momento, déselo a quien corresponda.
Entró en la trastienda, sin despedirse ni despedirme. Lo esperé un largo rato, hasta que me sentí invadido por un inesperado cansancio. Cuando salía de la joyería, me sorprendió un joven dependiente a quien no había visto, que en ese momento se disponía a cerrar la cortina metálica. Al saludarme, sospeché quien era y le entregué el reloj. Lo tomó, sonrió, cerró los ojos y se concentró. Cuando me lo devolvió, comprobé que marcaba 449.
Me alejé, asombrado, más viejo y fundamentalmente distinto. El tic-tac en mi mano me acompañaba y me acompañaría una buena parte del resto de mis kilómetros.
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