Estaba sentada en su cama. Sostenía en la mano izquierda una cadena elaborada con más de un centenar de bolitas de madera y en medio de la penumbra, murmullaba algo que para ella se había convertido en un vicio recitar anochecer tras anochecer.
La única luz provenía de la misma mesa de donde tenia las fotos de sus ochos hijos y las de sus más de veinte nietos, irradiada por una vela que se consumía lentamente, al igual que su vida escondida en la soledad. Mágicamente, cada una de aquellas fotos era iluminada por la luz, dependiendo de como el amor de la anciana alcanzaba el corazón de aquellos que se encontraban conglomerados en esa mesa. Los amaba a todos, y moriría por cada uno de ellos, pero era inevitable escoger a unos sobre otros, pues no todos crecieron como ella hubiese querido que lo hicieran.
A esas alturas de la noche, ya era casi imposible distinguir a alguno de esos personajes, pero más aún, a aquel que la había hecho llorar por más de quince años y que la había llevado casi a la ruina. La vela parecía repudiar la imagen de aquel hombre que consumido totalmente por su vicio, había acabado haciéndole daño a su madre y a más de medio pueblo, arrancando de cada hogar algo de lo poco que tenían, para hallar su tranquilidad de nuevo en un mar de vanas sensaciones, comprado con el dinero obtenido por el sudor de otros.
En medio de su taciturnidad y su atadero de palabras santas, escuchó en la calle el bullicio de un grupo de hombres que corrían y gritaban como si la muerte anduviera tras ellos. Distinguió entre tantas voces la de su desventurado hijo y corrió hacia la puerta, tratando de adivinar por que otra historia debería pasar, antes de poder por fin descansar en paz tras su propia muerte. Cuando llego a la entrada de su casa, vio como el más joven producto de su vientre era perseguido por lo que para ella pareció más de un millar de hombres, que armados, corrían a toda velocidad para alcanzarle. Imposibilitada para hacer algo más, entro a su casa decidida a seguir recitando con aquella vieja cadena en la mano, esta vez con más fuerza y mencionando el nombre de su hijo una y otra vez; pero después de estar sentada por largo tiempo esperando noticias y agotada ya, de sus propios murmullos, cerró los ojos para descansar y dejó aquella vela encendida.
Pasaron varias horas antes de que la mujer abriera de nuevo los ojos con la esperanza de ver a su hijo otra vez al lado suyo, pero ni en medio de sus sueños, ni allí en el cuarto, se encontraba él. Se dirigió hacia la mesa para recordar a aquel hombre en su juventud y suplicarle desde ahí que volviera a su lado. Pero la misma vela que una horas antes hacía relucir a unos y opacaba a otros (sobre todo a él), había hecho que ahora aquella foto se extinguiera en esa insignificancia de calor y de luz., desapareciendo para siempre y para que la anciana no le volviera a ver. Era la misma magia que conectaba la llama con el amor de la anciana, la que había hecho desaparecer ese insignificante pedazo de papel convirtiéndolo en un montón de polvo.
Ahora, por fin aquella dama de la penumbra, descansaría, pero para su pesar no con su muerte, si no con la de su amado hijo.
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