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Ahí estaré.
El tiempo no tocará mi pelo,
no inventará arrugas, no
me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una
cita imposible,un encuentro
que no se cumplirá.
Juan Carlos Onetti

I. Presente

Tomaba el café en el bar del centro comercial de la pequeña ciudad serrana. Distraído, con la mente vacía. Nada especial. El frío y las ráfagas de viento helado acentuaban mi sensación de soledad. Atravesaba la época del aburrimiento; no miraba películas, la tv me enfadaba, repasaba los diarios sin leerlos, los libros se apilaban impregnándose de un polvo opaco, las nietas me resultaban indiferentes, no quería recibir gente ni verme con nadie, no deseaba inmiscuirme en los problemas de los demás. Incluidos los hijos... Es un período que acecha, que llega a paso tardo y desenpolva la abulia guardada en un rincón oculto; como el reverso de la euforia. No se trata de depresión – maníaca o simple – sino de un decaimiento anímico que archiva las inquietudes y atrofia el interés por las cosas que son parte de la vida. Es como la angustia que atormentaba a Remo Erdosain ¹, pensé agobiado.
Así me sentía aquella mañana, ausente, solipsista (algo bastante). En ese estado de ánimo nada atractivo, una mujer atravesó mi campo de visión – ella sí agradable y atractiva −. Era delgada, vestía un abrigo de cuero y una boina negra ladeada, ojos verdes, cara eslava de pómulos angulosos: una imagen que llegaba del pasado. La memoria abrió sus portales y el nombre estalló como una raqueta... ¡Natalia Ivanovna! Me acordé: y me injurié. Emergí del tedio, pagué apurado e intenté alcanzarla.
Llegué al estacionamiento cuando el Polo rojo y el perfil de Natalia recostado sobre el respaldo partían dejándome una estela de evocaciones. Maldije la lentitud de mi reacción, mi apoltronamiento, la desaceleración de mis pensamientos. Ofuscado, regresé a mi casa.
Esa tarde no cesé de reconstruir la relación que tuve con Natalia. Hice una especie de viaje interior, resumí trozos de mi vida y llegué a una conclusión: la mujer que había visto pasar encajaba en la imagen troquelada de Natalia. Era ella. No podía ser otra. Aunque sabía que me engañaba... Que sí podía ser otra; que debía ser otra. Entonces, resignado, consideré que estaba loco.
Me senté en la cama. Envuelto en sudor no podía discernir si estaba dentro de una pesadilla o había vuelto a la realidad. Después de todo, acaso, venía a ser lo mismo. Vivía en esa ciudad serrana, cuya mitad de la población es de origen ruso. Paseaban por las calles mujeres delgadas y bellas de mejillas angulosas, caras y narices eslavas, vestimentas elegantes y zapatos de tacos finos y altos. No había prestado atención – no la suficiente –a ese simple detalle. Sin embargo, no deseaba defraudar mi ilusión, o lo que fuere. Era, quizás, un rescate tardío de la oscura vida de Natalia.

II. Pasado

Tenés cara de rusita… ¿sos rusita vos? ¿cuántos años tenés, eh? ¿qué pasa? ¿no hablás en argentino? ¿sos rusita o no? ¿de dónde saliste vos? Se tapa la cara y llora, afligida, casi temblando. ¡Che rusita, no es para tanto! ¡Dale, piba, no moqueés... dejáte de joder!
Así recuerdo el primer encuentro con Natalia Ivanovna en una de las calles del barrio de mi niñez, deslumbrados los dos –la calle y yo − por los ojos verdes y rasgados de esa criatura temerosa vestida con ropas extravagantes. Se secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras iba esbozando una sonrisa tímida y dos pequeños hoyuelos resaltaban en sus mejillas. Una criatura insólita. Me acuerdo que le pregunté el nombre y ella, prudente, turbada, me dijo: Natalia... ¿Natalia qué? insistí. ¿O vos no tenés apellido, eh...? Me lo dijo.
A partir de aquel día la veía con mayor frecuencia. Ya no me miraba con temor e incluso se paraba a conversar conmigo. Siempre con las erres arrastradas y la cara de ingenua. Era una nena distinta. Tenía una sensación imprecisa aunque en esa época no entendía la causa.
Andaba vestida con un delantal celeste recortado en la parte superior, la blusa azul marino cerrada hasta el cuello, las medias marrones, ásperas y gruesas, y los zapatos negros y sombríos, típica vestimenta de las pibas que estudiaban en una escuela de monjas. La palidez de su cara, la delgadez de su cuerpo, el andar erguido, algo tiesa y echada hacia atrás, resaltaban su prosapia monástica.
Nos llevó tiempo hacernos amigos, intimar. Me causaba gracia su forma de hablar arrastrando las erres, sonreirse con los labios entreabiertos, el cándido fruncido de la frente y la trenza larga terminada en una cinta. La primera vez que me invitó a su casa − una vivienda oscura, desvencijada − conocí a la madre, una mujer demacrada vestida con una pollera larga y una extraña blusa con jabot, mangas abuchonadas y zapatos oscuros y abotonados. El padre me resultó un tipo inescrutable, una esfinge de barba tupida y cara impasible cuya voz jamás escuché. En las paredes colgaban íconos y cuadros de popes ortodoxos, había candelabros con velas prendidas y un samovar labrado. Luego supe – me lo contó Natalia − que habían salido de la Unión Soviética en 1936, llegaron a Grecia y desde allí viajaron a Buenos Aires en un barco mercante de bandera turca.
Natalia salía muy poco y no participaba de nuestros juegos callejeros. De vez en cuando nos encontrábamos cuando volvía de la escuela. Creo que en esos años fui su único amigo. Cada vez que la veía despertaba en mí una gran ternura, acrecentada con cada encuentro. No tenía en claro por qué me ocurría... Tiempo después comprendería que fue mi primer amor adolescente.
Una tarde de septiembre de 1943 vi a Natalia en la plaza Irlanda abstraída en la lectura de un libro. Me acerqué y le dije que deseaba charlar con ella. Me senté a su lado y al rato evoqué el día en que nos vimos por primera vez. Incluso imité su acento eslavo − grrusa, grrusita − y nos echamos a reír. Sin pensarlo, le puse la mano en el hombro y la besé en la mejilla. Posar mis labios sobre la piel sedosa fue como recibir una caricia de Natalia.
Recuerdo que ella pasaba de momentos eufóricos a introspecciones que le daban a su rostro una mesura dramática. A veces tenía la ajenidad de las criaturas soñadoras. Estos rasgos se le irían acentuando durante la pubertad. Llevaba conmigo su imagen y fantaseaba coloquios románticos. Cada noche la sentía a mi lado, nuestras cabezas reclinadas sobre la almohada, y yo elucubrando frases de amor que jamás salieron de mis labios. Era como una novia − mi novia − aunque no se lo dije... Es que no sabía cómo.
En esos días se mostraba retraída, apenada. Ignoraba la causa y aunque la acosaba seguía con esa expresión de ausencia. Al poco tiempo vine a descubrir la razón: ella y sus padres desaparecieron del barrio. No tuve noticias de Natalia durante mucho tiempo.

III. Pasado

Años después (en 1948)) me encontré con Natalia Ivanovna en una reunión política de grupos de izquierda que apoyaban al peronismo. La nena beata y cohibida que conocí en el barrio de la infancia se había convertido en una adolescente espigada, hermosa, ojos verdes y rasgados, militante de izquierda y atea. Nos abrazamos y creo que ambos sentimos la misma turbación, como si en aquel instante hubiésemos retornado al pasado. Todavía hablaba con esa modulación eslava, pero poseía un vocabulario amplio y rico en imágenes: se la notaba culturalizada La voz tenía un suave matiz gutural y al sonreírse aparecían los dos hoyuelos en su cara. Semejaba una rusa bolchevique, prototipo de la revolución de Octubre (no se lo mencioné...). A la salida la invité a tomar un café pero ella adujo que vivía lejos, que se le había hecho tarde. No quiso darme el teléfono: Nos veremos en otra reunión − dijo −, y entonces podremos charlar y evocar. Se fue caminando con pasos lentos, el cuerpo echado hacia atrás y las manos en un lánguido vaivén.
Meses más tarde volvimos a vernos. Al terminar la reunión salimos juntos y me acerqué a su lado. Me embriagué con el perfume de su piel y le dije:
−¿Querés ser mi amiga, Natalia?.
−Somos amigos, ¿no? − me contestó con la sonrisa que resaltaba sus dientes en el resquicio de los labios. −¿Para qué me hacés preguntas tontas?
Seguimos caminando mientras las veredas húmedas reflejaban el desgarbe de nuestras figuras. Las dos sombras, alargadas por la desmesura de la noche, se aplanaban sobre las baldosas de las veredas taciturnas.
− No me contestaste: ya sé que somos amigos, pero yo te propuse otra clase de amistad, más cercana... más... Estoy enamorado de vos, me cuesta aceptarte sólo como una antigua amiga −Ella, con la sonrisa de labios entreabiertos, me observó en silencio. Luego se encogió de hombros y murmuró:
−No tengo ganas de enredarme en nada serio. No me atrae jugar a los novios, y si vos te enamoraste sería mejor dejar de encontrarnos. No, no tengo ganas de complicarme la vida, ninguna gana, ¿me entendés? Te soy sincera, no tengo ganas −repitió seria. Luego, dándose media vuelta, se eclipsó en oscuridad de la noche...

Tuvimos un nuevo encuentro. A la salida fuímos caminando juntos.
−No quiero ningún obligación seria, el amor es otra cosa −murmuró Natalia.
−Es que necesito verte, estar cerca de vos −le supliqué.
−Dejáme, no nos veamos más, hoy será la última vez. No me busques: el amor requiere la voluntad de dos y yo no estoy enamorada. Te aprecio mucho porque fuiste un verdadero amigo... No deseo entristecerte, y sé que te cuesta entenderlo. Me duele decírtelo, pero eso son mis sentimientos, chau −Me besó en la mejilla y se alejó.
Nunca más la vi. No concurrió a nuevas reuniones. Pregunté a amigos comunes y nadie supo decirme nada. Natalia Ivanovna volvió a desaparecer de mi vida... hasta esta mañana.

IV. Presente

El recuerdo se fue aplacando al correr de los días. Ese miércoles decidí ir de compras al zoco de la ciudad. El invierno languidecía; los rayos de sol filtrados entre las nubes daban pinceladas de tornasol a los puestos, en los se que exhibían mercaderías a granel: indumentarias y zapatos traídos de las zonas ocupadas – en especial de Gaza –: artefactos, frutas y verduras, especias orientales. Un zoco auténtico atendido por los árabes de los pueblos vecinos, y rusos.
Recorría los puestos inmerso en la algarabía cuando la vi pasar por el pasillo paralelo envuelta en el abrigo de cuero negro, la boina ladeada sobre los cabellos oscuros caídos en cascadas. Comencé a seguirla. Se alejaba con rapidez y yo me enredaba entre el gentío que circulaba en los pasillos del zoco. Los compradores, en su mayoría rusos de la ciudad, se aglomeraban dificultándome el paso. La veía alejarse por un pasillo convencido de que esa mujer no era el retrato de Natalia Ivanovna, ni era un sueño ni el delirio, ni siquierauna persona afín: era Natalia que había vuelto a mi vida y yo debía recobrarla. Seguí forcejeando con el público, discutiendo, pidiendo paso, empujando y empujado hasta que una matrona, ancha como un armario, me detuvo con sus bolsas y comenzó a vociferar en ruso recriminándome el haberla atropellado. Entre tanto, Natalia se iba mientras a mi alrededor se formó un grupo, unos atacándome (la ira de sus voces lo parecía) y otros en mi apoyo (lo entendí por las sonrisas y las palmadas en el hombro). Pero seguía atascado. Cuando pude librarme Natalia ya no estaba. Corrí hacia donde la había visto por última vez, pero fue inútil. La había perdido por segunda vez.
Luego de varias semanas recuperé la calma. Natalia retornó al panteón donde guardo mis recuerdos y retomé mi vida habitual. Una noche me desperté agitado palpando la colcha, como buscándola. Los sueños con Natalia, como las lluvias de otoño, volvían cada vez con mayor frecuencia. Sólo sueños. Eran muy extrañas todas estas apariciones y desvanecimientos: cada vez que la veía ella se eclipsaba, desaparecía sin que pudiese alcanzarla. Como en las pesadillas. ¿O vivía en una pesadilla...?
Anegado en mi trabajo, abría la computadora, leía y guardaba material que luego usaría para mis notas. Pero continuaba en mis evanescencias y sueños; Natalia regresaba con su gabán negro, la boina hacia un costado, delgada... como en los tiempos de riesgos y sombras, de anécdotas y duelos.

V. Presente

Ese día decidí viajar a Tel Aviv. Tomé el colectivo a Naharía, en la estación del tren compré el pasaje y esperé. De vez en cuando miraba la hora. Llegó el expreso y me ubiqué en un vagón vacío. A los pocos minutos partió y me enfrasqué en la lectura de un libro. Tenía sueño y entrecerraba los ojos. Mientras el tren se desplazaba por las ciudades que rodean el cinturón de Haifa me adormilaba. Abrí los ojos en la estación de Haifa Playa de Carmel. Luego me dormí.
Desperté cuando el tren arrancaba de la estación Universidad, la primera de Tel Aviv. Contemplaba a los viajeros que se desplazaban por el andén cuando advertí una silueta con la boina ladeada caminando entre el gentío. Me levanté disponiéndome bajar en la próxima y volver a la estación... Enseguida comprendí que era un gesto inútil. Se me ocurrió que en realidad no estaba seguro de lo que veía. ¿Y si fuesen delirios, fantasías, alucinaciones? Me deplomé sobre el asiento y resolví no pensar más.
Regresé a Maalot por la noche. De inmediato me puse a buscar en libros de psicología, en el internet y en una enciclopedia elementos sobre delirios y alucinaciones. No hallaba respuestas. En verdad no recordaba muy bien en qué circunstancias concretas Natalia había desaparecido de mi vida. Un poco la lejanía de los hechos; después los tiempos de la represión, la pérdida de contactos, el temor de los otros, la desconfianza de muchos. En aquel tiempo − tarea infecunda − no se hacían preguntas: nadie quería hablar o saber. Pasaron muchos años y demasiadas cosas.
Caminaba por las calles de la pequeña ciudad y volvía a recrear mis fantasías. Era el suave olvido, la paz que retornaba, como ondas alborotadas de un lago cuyas aguas se aquietan. Lo viví como el responso por una amiga querida que se había perdido para siempre.
Comencé a frecuentar el barcito del centro comercial, recorría los zocos, escudriñaba por los pasillos una y otra vez buscándola. Veía infinidad de rostros eslavos, pómulos angulosos, mujeres de ojos verdes, pero ninguna con gabán negro y boina ladeada. Supuse, en definitiva, que el deseo subconsciente me había tendido una celada maligna. Y me resigné.

VI. Final

Las reminiscencias se atascaron y cada vez que paseaba en los crepúsculos silenciosos buscaba el perfil de Natalia. Su sombra − la de ella, o la de otra − continuaría merodeando por las veredas solitarias de Maalot − aunque yo no pudiese verla − , envuelta en su gabán de cuero, la boina negra ladeada, los ojos verdes y sus pómulos eslavos. Había vuelto a la era del tedio y la angustia... Como la que fue devorando la lucidez enfermiza de Remo Erdosain...
En la semipenumbra de un atardecer cualquiera andaba por el sendero que lleva al Parque De Agua de la ciudad. En el fondo se veían los picos del Monte Merón apuntados hacia el cielo; crucé la calle y al llegar al final de la senda peatonal casi tropiezo con una mujer que vestía un gabán de cuero, la boina negra ladeada sobre el cabello oscuro, los pómulos angulosos y los ojos verdes... La observé con fijeza y luego balbucié:
–Discúlpeme... al verla me pareció que era una amiga mía de Buenos Aires: es usted muy parecida, pero no... no es.
Los ojos verdes de la mujer joven y bonita me contemplaron con algo de sarcasmo. Supuse que le causé compasión.
Como huyendo del pasado, volví sobre mis pasos llevando a cuestas el misterio de Natalia. Aunque, ¿existió alguna vez Natalia Ivanovna...?

____________________

¹ personaje central de las novelas de Roberto Arlt Los siete locos y la continuación Los lanzallamas.

© Andrés Aldao, 2004

Texto agregado el 30-01-2007, y leído por 326 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-10-2010 Me entristece pensar que solo se puede amar una sola vez y no dejar la puerta abierta para volver a sentirnos vivos, si fuese asi que mal augurio tendriamos unos cuantos,me ha gustado el relato. pinguinoesmeralda
09-04-2007 Es usted muy talentoso. Es la novela más interesante que he leído en mucho tiempo. Me agradó mucho porque enfoca al yo interno, al misterio filosófico de la vida qu nos envuelve en todo momento de nuestras vidas. Me identifico plenamente con ésto escrito; porque pienso que todos tenemos un amor obsesivo interno; alguien que nos causó una honda y agradable impresión, dejando secuelas indelebles en nuestra alma. Un amor platónico maravilloso e intocable, que no lo podemos comparar con nada; porque es excelso y diafáno debido a su naturaleza volátil e imaginativo, casi irreal. yetsenia123 yetsenia123
19-02-2007 Muy bueno tu escrito por monentos crei estar leyendo a un escritor consagrado.Sin animo de criticar, no soy quien para hacerlo, lo unico que me descoloco del texto haciendome salir del texto fluído que tan bien venía leyendo fueron los &#8722, creo que descoloca al lector y le hace perder el hilo del excelente relato que tan bien expresas. ceciliaalbam
30-01-2007 ¡Vaya! De todas las cosas que esparaba encontrar en este sitio, seguro no era ésta una. Qué sorpresa. Con prosa bastante fluida, con descripciones precisas y muy poco redundantes; Es difícil tener la serenidad necesaria para hacerlo. Pero lo veo y no lo creo. Excepto algún par de líneas oscuras todo lo demás brilla solo. Y no quisiera dejar la impresión de que este escrito es muy bueno -aunque sin duda lo es y no quiero pasar por mentiroso-; así que tendré, para ese efecto, que aferrarme , con las uñas poco largas y las llemas adoloridas, para rasgar cualquier pieza del escrito, a una sola impresión desorbitante: Los diálogos. Si mi oponión vale de algo - y se que no se necesita de ella para vivir, pero mi vanidad impera tal imprudencia- es en los diálogos donde no encuentro el punto de anclaje. Parecen dos cosas totalmente diferentes (el diálogo y la historia), antípodas y excluyentes. Un poco más de serenidad - si es posible aplicar más serenidad al escrito- , sólo un poco más de serenidad en los diálogos y no me tendrá lastimándome las manos - que bien mal las tengo y las necesito- contra está buena historia. Gracias. ozz
 
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