Laura nunca quiso a su madre, pero no hay problema, pues Amanda jamás quiso a Laura, su hija. Pero no es que se llevaran mal o algo así, es que nunca se quisieron y punto; desde que el cigoto se alojó en su útero el rechazo fue mutuo.
Soporta ocho terribles meses de un complicado y mal cuidado embarazo.
Decide abortar.
Sin acaso saber cómo, dónde, ni con qué, simplemente recurre a su ingenio y a su ignorancia. Se introduce cuanto aparato encuentra, no sin antes drogarse lo suficiente, lo justo y necesario para opacar el dolor, pero conservar la conciencia.
De pronto, entre la bruma del intenso dolor y de las drogas, siente cómo los pequeñitos miembros de su hijo se rasgan, se rompen y caen mezclados en un torrente de sangre oscura, muy oscura.
Entre los gemidos y los lamentos, entre los gritos de dolor y el efecto de las drogas, ve cómo el padre del ahora fallecido bebé entra en el cuarto, ve (con ritmo desacelerado e imagen deformada por los efectos de las pastillas) cómo grita desaforadamente, cómo una baliza interrumpe su desmayo, cómo las luces del pabellón la despiertan, y cómo va recobrando el sentido una vez en la camilla del hospital.
El aborto ha sido parcialmente efectivo o parcialmente fallido, y digo parcialmente, pues sólo ha logrado asesinar a Ángel; Laura logró sobrevivir tan sólo porque su pequeño hermano mellizo la protegió del brutal descuartizamiento.
Laura jamás pudo olvidar el presencial asesinato de su hermano, y es por eso que esta noche se dirige en busca de su madre, quien tras el parcialmente efectivo o parcialmente fallido aborto, la dejó al completo cuidado de su desolado padre, quien al mes se suicidaría, pasando así al cuidado de sus atormentados abuelos.
Tiene 15 años, y con la dirección empuñada con ira, no puede esperar para cobrar venganza del asesinato de su hermano.
Y ella no es como su madre: el cómo, el dónde y el con qué ya están fina y cuidadosamente decididos, planeados y calculados…
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