EL DIVINO AMOR
Te ando buscando, amor que nunca llegas,
te ando buscando, amor que te mezquinas,
me aguzo por saber si me adivinas,
me doblo por saber si te me entregas.
Alfonsina Storni
Amelia lo esperaba por las noches. En la calle que daba a la avenida. Siempre, todos los días hasta las nueve y media.
Cuando Marcos salía de la escuela en su auto, podía verla allí, parada comiendo algún dulce, con los ojos perdidos esperando ser reconocida. Él detenía el carro frente a Amelia y entonces, con voz que sonaba a casualidad pura, le preguntaba “¿Necesita que la lleve?”
Y Amelia, que siempre necesitaba algo más que el simple favor de acercarla a su casa, decía “Sí, gracias” y subía al auto de forma discreta e informal.
Ya en el carro, cambiaba el “Usted” de todo el día por el “Tú” de cada noche, de cada tarde a solas, de cada mañana escondida. Hablaban sin cesar de cosas superficiales, pero a ella, la llenaban, a ratos, aquellas conversaciones simples. Pensaba, imaginaba (y mucho de su vida se le iba en imaginar) que el preguntarle por su día, sus clases, sus alumnos, la acercaba un poco (un mucho) más a él que siempre tan distante se sentía.
Cuando llegaban a la esquina de la calle donde Amelia vivía, Marcos detenía el auto en algún lugar entre las sombras y ella, siempre ella, iniciaba la despedida con un beso suave en los labios de él. Amelia entonces le decía algunas palabras llenas de verdades, pegados los labios, acariciaba su cabello, le susurraba cosas.
Marcos la tomaba por el brazo y la besaba con toda la pasión contenida de un día de trabajo. Amelia continuaba murmurando cosas contra los labios de él, “Me dijiste esto” “Me prometiste aquello”.
Nunca iban más allá, Marcos nunca la acariciaba como ella deseaba, Amelia sólo quería temblar como lo hacía en sus fantasías nocturnas y solitarias, pero estando juntos jamás traspasaban sus límites preestablecidos e invisibles.
Después de diez minutos, a veces quince, Marcos daba por terminada la despedida con un leve apretón en su hombro o en su brazo, Amelia dejaba entonces que sus labios se separaran y que sus manos se detuvieran a la mitad de una caricia solitaria.
“Adiós” se decían “Te quiero” pensaba ella al bajarse del auto. “Buenas noches” y un “Cuídate” insensible era todo lo que, una vez más, lograba conseguir de él.
En el camino a su casa, casi frente a la puerta del vecino, Amelia se acariciaba despacio en cuello y cerraba los ojos imaginando, como siempre, que eran las manos de Marcos que la seguían hasta su casa, su cuarto, su cama y la desvestían despacio y con ternura.
Amelia entonces se metía en su cama y se quedaba dormida con el “Tal vez mañana” de todas sus noches.
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L. R. G.
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