1º Parte: Desde las estrellas.
Cáp. 1 – Caterina
Caterina colocó la cubeta en el correspondiente rincón y se secó las manos contra su falda, con un gesto que la señora que tejía cerca del hogar interpretó enseguida.
–¿Terminaste todo lo que te encargué, querida?
Caterina volvió su rostro hacia ella con una sonrisa tímida.
–Sí, ¿en que más puedo ayudarla, doña Ana?
–Está bien, de la comida me ocuparé yo. Puedes salir a refrescarte un rato.
La mujer la observó caminar hacia la puerta de la casa, tanteando su camino entre la mesa, las sillas y la pared, el rostro iluminado, y suspiró, antes de proseguir su trabajo con resignación.
Mientras tanto la joven se hallaba en el patio. Primero sintió algo peludo y suave que le rozaba los tobillos y se agachó para acariciar al gatito y murmurarle palabras cariñosas. A sus espaldas quedaba una casa baja, pintada de blanco, con gruesos postigos de madera oscura, situada entre verdes ondulaciones y campos sembrados. El sol declinaba en el horizonte y todavía hacía calor. Dejando que el gatito se escapara de entre sus manos para huir hacia su madre, que reposaba indiferente sobre un tronco caído, Caterina se levantó y caminó con seguridad hasta el límite del terreno, donde se levantaba un gran árbol. Allí, bajo su sombra familiar, encontró su báculo.
Es que sin esa vara Caterina no podría aventurarse más allá de su hogar porque sus ojos verdes, aunque hermosos y expresivos, no veían nada.
Ayudándose con el báculo para no tropezar en el camino, se dirigió hacia un grupo de árboles situado a lo lejos, pasando un campo donde un muchacho pastor dormitaba tranquilo entre las fragantes hierbas. Caterina podía sentir el canto de los pájaros y el mugido de los animales, y el roce de los pastos duros contra sus piernas, y la brisa cálida con aliento de flores, y se sintió feliz de haber terminado temprano con sus tareas. Al pasar junto al joven, este levantó la cabeza sobresaltado, y tragó en seco. Siempre se ponía nervioso en presencia de la joven ciega con cara de Madonna. Aunque los otros muchachos se burlaran de él, seguía pensando que era más que bonita, angelical, lo que la hacía aún más parecida a las pinturas que veía en la Iglesia.
–¡Hola! ¿Hay alguien ahí? –preguntó Caterina deteniéndose a unos metros.
Tragando en seco de nuevo, Isaías tartamudeó asombrado: –¿Cómo sabes que estoy acá?
–Siento tu respiración, Isa. ¿No pensabas saludarme acaso? Y además supongo que estás cerca de los animales, y sí que puedo sentir su olor –explicó ella entre risas.
Isaías pensó en alejarse un par de metros más, no fuera que su fino olfato también descubriera que él no se tomaba un baño desde hacía... mucho tiempo.
–¿Te acompaño, señorita Caterina?
–No, no descuides tu trabajo.
La joven prosiguió su camino, tanteando el terreno con su vara y tocando las hierbas altas que bordaban el monte. Enseguida que pisó las hojas caídas y sintió el olor de hongos y flores silvestres, se percató de que había llegado a los altos árboles. Como un murmullo continuo le llegaba el sonido del río.
Isaías la vio adentrarse entre los árboles, ahora con mayor lentitud ya que tenía más obstáculos en su camino, y pensó: tal vez va al río a bañarse. Y enseguida se levantó y comenzó a seguirla. No es que pensara ir a espiarla, se dijo a sí mismo. No, al contrario; era su deber vigilar que a nadie se le ocurriera aprovecharse de la situación. Y además, ella sin poder ver si alguien se acercaba.
Mientras el muchacho titubeaba y luego decidía seguirla, Caterina ya había traspasado el monte y llegado a la ribera del río.
Se agachó, palpó la hierba para cerciorarse de que no estuviera muy húmeda, y finalmente se sentó ahí, de cara al río y al sol poniente. Siempre se sentía más dichosa al aire libre, como si estar entre cuatro paredes, entre ruidos y olores humanos, la oprimiese. Salvo que estuviera encerrada con su hermano, él sentado junto al fuego descansando después de un día de trabajo, y ella pelando habas o tejiendo mientras escuchaba sus descripciones, historias, o lecturas. Pero ahora su adorado hermano estaba peleando muy lejos, se había ido a las Cruzadas bajo la protección de un Señor de la región, y ella tenía que vivir con una vecina, puesto que él no permitiría que se quedara sola, desprotegida.
El tiempo pasaba y la joven, perdida en sus recuerdos, pensando en su hermano en tierras lejanas, no se había movido de su sitio. Isaías se impacientaba, preguntándose qué estaba haciendo allí sola.
De repente, Caterina fue sacada de su mundo interior por una onda de choque que la obligó a cubrirse el rostro con un brazo. ¿Un viento fuerte y helado? Sin sentir el golpe directo, se dio cuenta de que algo muy extraño estaba sucediendo, que el aire se agitaba y ondulaba como si fuera agua, sacudiéndola.
Sobre las aguas del río, suspendido en el aire, algo se hizo presente en medio de una luz enceguecedora. Hubo un estampido, una onda de choque que hizo volar el cabello de la joven como si movido por un fuerte viento, y luego la luz cesó de improviso, dejando caer algo en el río.
El corazón de Caterina parecía saltarle del pecho y había dejado de respirar, impresionada. En el momento en que escuchó el ruido de un cuerpo sólido cayendo al agua también creyó escuchar un grito de auxilio. ¿Era su imaginación? Sosteniéndose el pecho, temblando de miedo, apoyó una mano en el suelo. Tenía que levantarse, tenía que irse de ahí. Empezó a tantear el suelo con ambas manos. No encontraba su báculo.
Percibió un murmullo, una voz tal vez, pero no muy clara. Como si la hubiera escuchado en un sueño. Se quedó quieta y esperó. El temor dejó paso al asombro cuando se dio cuenta de que veía algo, no con sus ojos que tenía muy abiertos y parecían arder, sino directamente en su cabeza. Una figura humana, difusa, recortada por una luz blanca en un paisaje opaco y que parecía acercarse a ella. Alguien estaba emergiendo en la orilla del río y caminaba hacia ella. Caterina gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
Isaías se había quedado helado, apretado contra un tronco, durante toda la escena. El grito le devolvió el alma al cuerpo y con todo el coraje de su asustado corazón, corrió a su rescate.
Al sentir ruido entre las hojas del bosque, la figura que se venía acercando a la joven, se detuvo. Pareció dudar un instante, se dio media vuelta y huyó.
–¡Ca... Caterina!
La joven alzó sus brazos y el muchacho la ayudó a levantarse y le entregó su vara, que estaba a su lado todo el tiempo. Al ver que la joven lloraba, él también empezó a llorar. Después se marcharon lo más rápido que pudieron.
Al volver al campo de pastoreo, Caterina se atrevió a preguntar, secándose las lágrimas:
–¿Viste... adónde se fue esa... persona?
Isaías la miró fijo y recién al rato contestó con voz trémula:
–Creo que desapareció, que sólo desapareció, en el aire.
Los aldeanos no sabían qué creer. Ana, que había conocido a Caterina desde pequeña, sabía que era juiciosa y que no se pondría a inventar tales mentiras. En cuanto al joven pastor, había considerado conveniente no dar muchos detalles. Así que cuando la joven volvió blanca del susto a su casa todos se preocuparon por su salud. Cuando dijo que había tenido un encuentro con algo horrible, no muchos le creyeron. Y cuando le contó todo con detalles a la buena de Ana, esta comenzó a creer que la muchacha o estaba volviéndose loca o había tenido una visión.
Por la noche, Caterina meditó por largo rato en su cama. Recordó que cuando percibió aquella presencia, había tenido la certeza que lo que veía en su mente era luz, aunque nunca en su vida había tenido la capacidad de ver un rayo de luz. Había sentido algo cálido como el sol, difuso como el aire y definido como un objeto sólido. Eso se había proyectado en su cabeza como un pensamiento, como un sueño. Tenía que ser un ángel lo que se había encontrado. Un mensajero de Dios, que podía hacer el milagro de que una ciega de nacimiento creyera ver. Pero, ¿los ángeles eran de carne y hueso? Porque ella había escuchado que algo caía en el río, un chapoteo, y un grito ahogado en el momento de la caída. Un grito de socorro, y luego el ser que se había tratado de acercar a ella, quería comunicarse con ella tal vez. Había tenido miedo, pensando que era algo peligroso y terrible pero, recapacitando, ahora se arrepentía de haber huido. Tendría que haber prestado atención a alguien que le había dado un regalo tan extraordinario.
Ese pensamiento la dejó dormir con tranquilidad. No se trataba de un ser peligroso sino de un ángel, y ella era una tonta por no hacer algo por él. Se despertó refrescada y todos sus vecinos se asombraron de verla aparecer radiante y calma.
Ese día trató de hacer sus labores lo más pronto posible y más tarde se escabulló de la casa con la excusa de ir a buscar hierbas aromáticas. Trató de ubicar el mismo lugar donde se había sentado el día anterior y allí se ubicó, lista para lo que viniera.
Sin embargo, la niebla empezó a subir y tuvo que volver a la casa decepcionada.
La gente de la aldea cercana que ya le tenía una desconfianza supersticiosa por su ceguera, empezó a temerle. La historia se había agrandado, y la joven no había mejorado sus perspectivas al contarle al párroco su experiencia y su convicción de que un mensajero de Dios la tenía por confidente. Además, ella misma se dio cuenta de que tenía sensaciones extrañas. En alguna que otra ocasión, había notado cuando alguna persona se acercaba a la casa, como una premonición, antes que tocara a la puerta; y en la Iglesia, no había chocado con nadie porque tenía la conciencia exacta de quienes se hallaban a su alrededor. No veía nada, pero en el ojo de su mente podía percibir personas, bajo la forma de luces o sonidos vagos. Y ella creía con firmeza que esto era un don, fruto de su encuentro con el ángel.
Siguió yendo cada día a la orilla del río, hasta que Ana, sus vecinos e Isaías, que la observaba de lejos, comenzaron a extrañarse por su insistencia.
En menos de un mes, su paciencia fue recompensada y el ser volvió a aparecer. Esta vez pudo maravillarse con la explosión, las ondas de fuerza que marcaban su llegada, porque ahora no estaba aterrorizada.
Acercándose lentamente a la joven, el ser le habló. Caterina se levantó, apoyándose temerosa en su cayado, aferrándolo con fuerza. Aunque no entendía sus palabras, su idioma, podía comprender su significado. Como si atravesando un salón lleno de gente charlando, alguien le hablara dentro de su oído.
–¿Quién eres? –murmuró ella.
–Me llamo Lug.
–Yo soy Caterina ¿Qué quieres?
–Vengo a ti del otro lado.
–¿Para llevarme?
–No. Tú eres mi ancla. Por eso hablo contigo.
–No eres humano, ¿verdad? –No hubo respuesta. Caterina sonrió y preguntó–. ¿En qué puedo ayudarte?
–¿Ayuda? No sé a qué te refieres. Quiero saber sobre tu tierra, sobre el sol que la ilumina y sobre los seres que habitan en ella.
La conversación continuó con muchas preguntas por parte de Lug, y respuestas fragmentadas de Caterina, que con toda su buena voluntad, no tenía el conocimiento para explicar lo que sucedía en ese vasto mundo. La noche cayó y Caterina, sobresaltada, se dio cuenta de que debía regresar.
–Volveré –dijo Lug.
–Yo también. ¿Mañana?
–No lo sé, no se puede elegir cuándo.
Caterina cruzó el bosque y voló por el prado, tropezando y cayendo varias veces. Llegó a la casa sin aliento, arrojó el báculo contra la pared pero cuando iba a entrar, la puerta se abrió frente a ella y dos brazos fuertes la sujetaron y la metieron adentro. Voces masculinas, toscas, que nunca había oído, le preguntaron dónde había estado. Ella gritó e intentó soltarse. Entonces sintió las manos cálidas de doña Ana que la abrazaban y la apartaban de esos hombres. Luego habló una voz que reconoció como el cura:
–Déjenla, señores. Que la joven se explique con tranquilidad.
–¿No ven que es una inocente? –Murmuró Ana, en tono defensivo–. Diles, querida, que no tienes nada que ver con brujerías.
–¿Brujería? –repitió ella, sobresaltada. En su cabeza no entraba siquiera pensar en algo sacrílego.
–Han pasado algunas cosas, niña, que sólo se explican por alguna influencia maligna –explicó el cura–. La mujer del panadero dio a luz un niño muerto esta noche, y la semana anterior murió una vaca del castillo, con una extraña enfermedad y los sirvientes dicen que vieron una sombra volar por delante de la luna llena la misma noche. Mira, niña, si la historia que me contaste es una fantasía, una invención, te librarás con sólo un castigo. Pero si tienes algún trato con el maligno, si eres bruja, lo mejor es que confieses por la salvación de tu alma.
Al escuchar las palabras bruja y salvación, Caterina dio un grito y exclamó:
–No es ningún enemigo, señor. Juro que es un enviado divino con el que yo hablé.
Ana se persignó y trató de abrazarla, para que no dijera algo que la condenara ante las sospechas de aquellos hombre enfurecidos. Los dos hombre se pusieron a discutir con el cura. En medio de los gritos, la puerta se abrió y apareció Isaías, rojo y jadeando.
–¡Doña Ana, doña Ana! ¡Vine corriendo para adelantarme! ¡Un grupo de hombres viene hacia acá diciendo que van a linchar a... Caterina!
En su prisa el joven sólo se percató de los presentes en la habitación cuando ya había descargado su información, y entonces vio a Caterina, pálida, desencajada, sostenida apenas por la mujer mayor.
Ya podían escuchar los gritos de la turba que, acicateados entre sí por sus temores e ignorancia, venían a buscar un chivo expiatorio para todos los males que les habían sucedido.
–¡No, no lo permita, Padre! –imploró Ana.
–Doña Ana, yo mismo protegeré a esta joven de la justicia de los hombres –asintió el cura, con voz grave–. Pero sus palabras...
–Ella dice que es un ángel...
–Sí, sí –sollozó Caterina. Entonces recordó.– Oh, Isa... Tú estabas conmigo la primera vez. Dime si no viste lo mismo que yo. Diles que no miento, y que era un ser luminoso lo que se apareció en medio del río.
El joven la miró reluctante. No abrió la boca.
Los demás lo observaron, esperando que diera su testimonio.
–Vamos jovencito –le urgió el cura–. Aquí o en un tribunal frente a las autoridades, tendrás que decir la verdad. Si no...
Isaías bajó la cabeza. No quería meterse en problemas con el cura, ni con aquellos hombres del pueblo, más poderosos que él. Sin embargo, le agradaba Caterina, y aunque no sabía mucho, presentía que la iba a poner en peligro. Viendo que dudaba, uno de los hombres lo sujetó por los hombros y lo amenazó:
–O hablas o te entregamos a la gente que está ahí afuera.
–Eh... Voy a contarles –murmuró Isaías, más asustado que antes–. Lo que vi, lo que vimos en el bosque... fue un... demonio, un monstruo espantoso.
–¡Ah! –Caterina gritó, incrédula.
Los hombres se miraron, asustados porque sus sospechas eran ciertas, y atónitos, porque aquella joven bonita y mansa tuviera tratos con el demonio. Hubieran preferido que fuera una fantasía.
Mientras el silencio se expandía por la sala, Ana rezaba, Isaías se agarraba la cabeza y el resto del pueblo esperaba afuera inquieto, Caterina había caído de rodillas en actitud penitente.
¿Por qué mentía aquel joven que la conocía de toda la vida? ¿Acaso no era su amigo, acaso quería condenarla? ¿O era una broma pesada? Escuchó la descripción que les daba a esos hombres, incrédula. Sí, ella era ciega pero... A ese ser podía verlo con claridad en su mente. Emitía luz, venía de otro mundo y no le había hecho ningún daño. Seguramente Isaías estaba confundido por el miedo, o lo que la ponía más triste, quería hacerle daño. ¿Por qué mentía, para salvarse él mismo y dejar que esa gente la destrozara? Si su hermano estuviera allí, esto no estaría sucediendo. Y ese ángel, ¿no la salvaría? ¿Acaso Dios quería una prueba de su confianza en él?
Cáp. 2 – Claudio
Era un hermoso día, pensó el jinete observando el paisaje que se extendía frente a sí. El sol brillante en un cielo con escasas nubes blancas, los campos verdes y dorados, los hombres trabajando con tesón, flores bordeando el camino. Luego de detenerse en la loma desde donde al partir había echado la última mirada a su tierra natal, prosiguió su camino al trote para alcanzar a su compañero de viaje.
El hombre regordete, mercader de profesión, le miró desde abajo de su sombrero de ala ancha. El joven no podía ocultar su satisfacción.
–Ea, ya estamos llegando a tu ciudad ¿verdad, Claudio?
El jinete asintió. Después rompió a reír a carcajadas.
–Mejor dile aldea, amigo Enrique. Sólo unas casas cercanas al castillo del conde. Ah...
–¿Qué pasa? ¿Estás pensando que tal vez llegues unos años tarde y tu novia ya se casó con otro?
–¿Qué novia? No, pensaba en el pobre del hijo del conde que falleció en mis brazos, en un lugar tan distinto a este valle encantador. Pero, ¡basta de cosas tristes! Después de todo, a él le agradezco mi fortuna, y volver vivo para poder ver a mi hermanita... que ya debe ser una mujer.
Pero seguro que todavía conservaba la gracia y ternura que tenía de niña, cuando la dejó con sólo doce años. Bonita, casta, dedicada a él. La abandonó mucho tiempo, pero ahora la va a recompensar con regalos que trae el Oriente, y con historias de tierras extrañas, de héroes, de cosas mágicas, que la van a llenar de maravillas. Ella no pudo ver pero él era sus ojos.
Entretenido con estos pensamientos y contento como todo el que ve su tierra después de largo tiempo, Claudio desmontó y pisó su aldea sin percatarse de que ya había llegado.
–¿Pero qué pasa aquí? ¿Siempre es tan movido? –exclamó su compañero, viendo pasar un grupo de muchachos corriendo, mientras que de la posada no salía nadie a recibirlos.
–No, qué extraño –replicó Claudio, observando también un movimiento inusual en la aldea.
Al próximo muchacho que pasó corriendo junto a ellos lo agarró por el cuello de la camisa y lo hizo girar en redondo.
–¡Epa, niño! ¿Adonde es que vas tan apurado?
El jovencito lo miró como si viniera de Marte, hizo girar los ojos y dijo con poca paciencia:
–Van a matar a la bruja. Todo el pueblo está allá...
Cuando Claudio aflojó su mano, por la sorpresa que esa noticia le causaba, aprovechó para salir corriendo.
–Lindo lugar, tu pueblo. No hay cordialidad, y hasta está infestado de brujas.
Claudio no contestó. Si era cierto, no podía menos que sentir repugnancia ante esta gente que iba en masa a ver morir a alguien colgado o quemado en la hoguera. ¿Brujas? Había visto muchas cosas, muchas muertes, pero ni en el seno de los infieles se había encontrado con algo parecido a la brujería. Superstición, tal vez... ¿Quién sería la pobre inocente que había caído en tal acusación? Siempre se trataba de ancianas extrañas que vivían apartadas y se granjeaban la hostilidad del pueblo.
Había seguido a Enrique automáticamente, mientras que este también había seguido al muchacho por curiosidad. Cerca del castillo se había congregado un montón de gente. No podía ver de quién se trataba pero ya sentía los gritos asqueantes de los allí reunidos. Odio, miedo, repugnancia. No había compasión por un alma perdida.
Claudio apretó un puño, entre resignado y ansioso por hacer algo. A empujones, aprovechando su altura y contextura física, se coló entre las filas de espectadores. Una voz autoritaria cantó una plegaria en latín y la multitud pareció tranquilizarse. Una mujer delgada. Las llamas empezaron a arder consumiendo el combustible, envolviendo rápidamente las ropas de la víctima. Claudio la vio de perfil, un momento, y luego las llamas la cubrieron: brazos pálidos, cabello rojizo largo que cubría su rostro. Los gritos de la joven desgarraron la tarde, los pájaros huyeron despavoridos de sus nidos, los bebés lloraron, la multitud quedó helada. Claudio la reconoció muy bien.
Saltando entre las filas que lo separaban de la pira, atropellando a los guardias, corrió gritando hacia ella.
–¡Hermana!
Aún en medio del suplicio del fuego, la joven pareció detenerse y escuchar una voz familiar.
–¡Hermana!
La víctima no gritó más. Lástima que no pudiera ver su rostro querido. El otro no la había salvado pero... en sus últimos momentos no le tenía rencor. En sus plegarias, antes de ser conducida a su fin, ella pidió por su hermano y por su ángel, para que obtuvieran lo que buscaban en esta vida.
Su hermana era una tea ardiente. Había llegado tan tarde... Claudio se desmayó.
Recuperó la conciencia bajo los cuidados de una mano amiga, conocida. Enrique lo había llevado a la posada. El rumor de que Claudio había vuelto y había estado presente se había esparcido más rápido que la muerte de su hermana. Ana corrió a la posada para atenderlo.
–¿Cómo lo permitisteis, señora mía? –exclamó Claudio a la vez que hacía saltar la mesa de un puñetazo.
Reacomodando los vasos y platos, Ana se armó de paciencia. Bien se culpaba ella de no haber podido hacer nada para salvar a Caterina. Fue todo tan rápido, y ella era una mujer sola.
–¿Dices que fue en el río, y que Isaías el pastor fue testigo? –refunfuñó él.
Ana asintió, preocupada, y Claudio salió de la habitación furioso.
Al recoger su caballo y armas se encontró con el leal Enrique.
–Piensa lo que vas a hacer, joven –le aconsejó este–. Bien eres ahora un favorito del conde, pero no puedes andar por ahí buscando culpables y venganza. Recuerda que la Iglesia tiene más poder.
De mal humor para recibir consejos bien intencionados, Claudio replicó, montando de un salto:
–De alguna forma voy a llegar al fondo de esto. No te preocupes, gracias por todo. No haré nada insensato.
El pastor salió corriendo, con buen tino, cuando lo vio venir volando en su caballo negro. Parecía que echaba rayos por los ojos. Y si Caterina era un ángel, este hermano parecía el demonio.
A pesar de su desesperación, Isaías fue alcanzado. Por suerte para él, con la cabalgata Claudio se había refrescado un poco y tuvo la paciencia suficiente para escuchar de nuevo el relato de los últimos meses de Caterina.
Así que en verdad había alguien que se había encontrado furtivamente con ella. ¿Un ser sobrenatural? Tonterías, tenía que verlo con sus propios ojos. Alguien que nadaba y caminaba y hablaba, para él era la definición de un hombre.
–¿Por qué dijiste que era un demonio, chico?
–Pues lo era... –tartamudeó Isaías–. Era feo, raro, no era un hombre.
–¡Bah! ¡Un hombre feo! ¿Y mi hermana...?
–Ella lo defendía, pero claro, yo pienso que como no lo veía...
Sí, alguno que se había aprovechado de una joven ciega, qué desgraciado. La había abandonado a su suerte.
–¡Llévame al lugar! –le ordenó.
Mientras lo seguía a la orilla del río iba pensando en cómo se habían acabado sus sueños en un parpadeo. Un momento venía pensando en abrazar a su única familia, en sorprenderla con regalos y disfrutar una velada junto al hogar, y al siguiente la encontraba no sólo muerta, sino desgraciada y en agonía. Qué clase de destino era el suyo, haber sobrevivido a la guerra, al viaje, para terminar así. ¿Cómo había defendido a su fe y su tierra pero no podía defender a su hermana pequeña?
Si esto era una prueba...
Se dio cuenta que el muchacho lo miraba aterrorizado. Le hizo un ademán para que se fuera. Después ató su caballo a un árbol y se echó contra el tronco, perdido en sus pensamientos. Más tarde rezó, suplicó a su dios para que le diera satisfacción, a cambio de todos los infieles que había matado. Después se dio cuenta de que era un pedido extraño y empezó a reírse como loco y a deambular por el bosque. Él, que se declaraba a favor de la paz, pedía venganza.
Llegó la noche y el pueblo se preguntó dónde andaría. Claudio dormitaba, pero las pesadillas no lo dejaban tranquilo. Vino la mañana y él siguió esperando junto al río, bajo sol y frío, a la intemperie, bebiendo agua de rocío y comiendo raíces y pan duro. Soltó a su caballo para que volviera solo al establo y siguió esperando.
El cansancio, la desesperación y la mala alimentación acabaron en una fiebre. Deliró, ardió, conversó con fantasmas de su imaginación, caminó sin rumbo y al final cayó, rendido, en el mismo lugar donde Caterina se había sentado para esperar a su ángel.
Le pareció despertar luego de un largo sueño. Estaba sediento pero muy cansado como para arrastrarse hasta la orilla, a sólo unos metros. Detrás de sus ojos brillaban luciérnagas. Los abrió, para darse cuenta de que no eran ilusiones de su delirio pero tampoco insectos. También empezó a oír chicharras. Pensó, preocupado, que si estaba tan enfermo como para alucinar, no tendría fuerzas para tomar revancha.
El aire se sacudió como si vibrara merced a una fuerza intocable y Claudio tuvo que protegerse los ojos con una mano, cuando frente a él, del aire mismo, surgió una ráfaga de luz enceguecedora que barrió la tierra, el río y el bosque con su poder. ¡No había esperado que un ser sobrenatural se le apareciese en serio! Reculó sobre su espalda, tratando de escapar de esa cosa que se acercaba. Entonces la luz se desvaneció y sólo quedó un ser de figura parecida a la de un hombre, que lo miraba con ojos rojos y curiosos. Era alto, grueso, fuerte. Sus brazos parecían ramas y en lugar de manos tenía tenazas. La piel que no estaba cubierta por una armadura o vestido parecía cuero reseco. Al ladear la cabeza el monstruo, Claudio notó con sobresalto que su espalda parecía cubierta de pelo hirsuto como una enorme tarántula. Ese ser avanzó con movimientos modulados, casi delicados, y él no podía mover un músculo. Se había quedado helado frente a esta criatura infernal y no tenía tampoco un arma a mano.
Lug, como se había presentado a Caterina, habló en su idioma. La sangre se revolvió en sus venas cuando Claudio vio la lengua roja como sangre, bífida y los dientes afilados alineados en un par de mandíbulas potentes.
–¡¿Qué jerga hablas, criatura?! –gritó Claudio espantado.
El sonido de su propia voz, extraña de tan afinada que salía de su boca, rompió el encanto que lo mantenía paralizado. Si este monstruo del averno había tenido tratos con su hermana, si le había hablado, si había respirado su horrible aliento cerca de ella, él tenía que ser lo suficientemente valiente para cobrarle su vida.
Se levantó tambaleante y corrió hasta el árbol donde su espada había caído cierto tiempo antes. Lug lo miraba impasible, como aburrido de este humano espantadizo; pero al notar que volvía sobre sus pasos espada en mano y ojos turbios, empezó a comprender sus intenciones. Tranquilo, levantó un brazo para detenerlo. Claudio no hizo caso de su ademán y en cambio, comenzó a correr hacia él, gritando y blandiendo la espada.
–Aún sobre el mismo Diablo exijo venganza...
Claudio se abalanzó sobre Lug. Este desvió la espada con la armadura de su antebrazo, puro instinto. Sin embargo no pudo evitar el golpe, se tambaleó, se tomó del joven y cayeron, rodando al piso al mismo tiempo que la tierra se abría en un fogonazo de luz y ambos caían a través de tiempo y espacio.
Claudio se despertó deseando que todo fuera producto de la fiebre.
Se incorporó sobre un brazo y miró alrededor.
¿Acaso estaba en una cueva? Ya no estaba en el bosque. Estaba oscuro, olía a humedad, orines y podredumbre. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra se percató de que junto a la pared más lejana, ese monstruo estaba acuclillado junto a una mísera fogata.
–Despierto... –escuchó una voz lejana.
No, el murmullo sonaba como un eco lejano pero no lo había oído con sus orejas. Claudio respingó.
–Sí, yo Lug te hablo. Yo.
¿Cómo? ¿Acaso ese monstruo también podía meterse en su cabeza?
–Recuerda.
Claudio se esforzó y recordó. Al abalanzarse sobre él, ambos se fueron al piso y este se abrió. Cerró los ojos y los abrió y ya no se hallaban en la tierra que él conocía.
–¿Dónde estamos? –preguntó, sin esperanzas de que le entendiera.
–En mi tierra. Ya no estamos en tu planeta, si es lo que preguntas.
–¿Cómo? ¿Planeta?
–Estamos cerca de las estrellas que ves por la noche.
–El cielo... ¡Eh, devuélveme a mi lugar, bestia!
–Quisiera, pero sin una persona en el otro lado, como Caterina o tú, no puedo. Viajaría a cualquier lugar y tiempo extraño. O al espacio negro.
Parecía realmente asustado con esas opciones.
“Bueno, pensó Claudio, tal vez esté en el Infierno o en el Cielo o en la luna”. “Lo importante es que estoy con este ser. Dios habrá escuchado mis ruegos y me da la oportunidad de vengarme con esta espada que tengo en la mano”.
–Con ese temperamento, te dejaré solo. Adiós.
La criatura había adivinado sus pensamientos y trataba de huir. No podía permitirlo. Claudio echó a correr detrás de Lug. Llegado a la boca de la cueva, este saltó afuera. Claudio se apuró pero una vez en la entrada hubo de detenerse en seco, al darse cuenta de que se hallaba sobre un precipicio. Si bien ese monstruo había saltado con sus potentes piernas, a él le tomaría horas ir bajando entre las rocas para seguirlo.
Cáp. 3 – Encuentro
Cuando el semáforo cambió a verde, Amelia se apuró a soplarle un beso junto a la cara y cruzar la calle a la carrera, dejando a su acompañante un poco desconcertado, saludando tímidamente.
La joven suspiró aliviada mientras se dirigía a su casa sin siquiera mirar atrás. El chico que le parecía tan interesante, se había acercado a ella dos días antes y la había invitado a dar una vuelta el domingo, y ella se había sentido tan feliz, extasiada. Pero su salida había sido terrible: él quería ir al karting, que a ella no le emocionaba para nada, pero aceptó igual, después lo mismo en el shopping y cuando se habían encontrado con sus amigos del liceo. Si él se hubiera comportado más amable, más interesado en lo que quería hacer ella, si tenía sed o estaba aburrida, entonces ella hubiera hecho cualquier cosa con alegría. Al final, cuando le dijo de ir a comer una hamburguesa, tuvo que inventar que tenía que levantarse temprano para salir huyendo. Ni le dio la oportunidad de besarla. Después del aburrimiento que había pasado, no se lo merecía. Ni siquiera había preguntado qué quería comer ella, o si estaba a dieta o si era vegetariana. Claro, era capaz de comer él sólo sin importarle que ella se quedara mirando con ganas.
–¡Hola, ya vine! –saludó a voz en cuello al entrar al apartamento.
Amelia tiró su chaqueta en el sillón de la sala.
Su tía apareció en la puerta de la cocina.
–Hola, Amelia. ¿Tan temprano? –de la cocina venía un olor delicioso a pollo al horno.
–Tía... ¿Y mamá?
–Salió. Estoy calentando las sobras del mediodía, ¿quieres, o ya fuiste a cenar con tu novio?
–¿Qué novio? –replicó la joven de mal humor–. Qué antigua...
Mientras conversaban, Amelia se sacó las pulseras y collares de cuentas y los puso dentro de su ropero, cambiándose también la blusa por una remera sencilla.
–¿Pollo con papas? –preguntó, cambiando de opinión. No iba a hacer abstinencia por haberla pasado mal con un tipo que se había imaginado mejor de lo que era.
Su madre se había divorciado cuando ella estaba todavía en la escuela y nunca más se había casado. Vivían con su tía Laura, que era maestra como su madre y a los cuarenta y ocho años nunca se la había visto con ningún hombre. Amelia le decía solterona cuando se enojaba con ella pero la buena de Laura no se molestaba jamás con ella. De hecho, nunca se exaltaba, nunca se ponía nerviosa. En cambio, tanto Amelia como su madre eran explosivas.
Por lo menos dentro de su casa. Sus compañeros de trabajo y del liceo sabían que en realidad era un poco vergonzosa, y les gustaba molestarla de forma que se pusiera roja y empezara a tartamudear o a actuar como una torpe.
A su padre no lo había visto más que un par de veces desde que se fue.
Después de cenar y mirar un poco de televisión en su cuarto, Amelia se puso a recoger las cosas para la mañana siguiente. Tendría que estar divirtiéndose con ese muchacho, pero... Bueno, tal vez fuera muy exigente. Era un poco egocéntrico y distante, no tenía conversación, pero era lindo, alto, popular. ¿Cuándo tendría otra oportunidad como esa? ¿Por qué la habría invitado a ella si podía tener a la que quisiera?
Se despertó de un sueño desagradable en el cual caía sin parar y cuando trataba de aferrarse a algo, se detenía por un momento y luego sus manos se deslizaban y caía de nuevo. Como resultado no tenía ningún machucón, pero sí un dolor de cabeza punzante.
La mañana no le aportó nada que lo mejorara.
–¿Qué pasa, Ame? –alguien preguntó a sus espaldas, cuando a la salida del liceo se detuvo bajo la sombra de un árbol.
Sus amigas Cata y Luna se acercaban sonrientes. Claro, como a ellas no les habían comunicado que se iban a llevar dos materias si no sacaba excelentes notas en los próximos meses. Una de ellas recorrió los últimos metros saltando y se colgó de su hombro.
–¡Eh! ¿Cómo te fue ayer? –la joven que gritaba esta pregunta sin importarle que Amelia le hiciera señas desesperada para que bajara el tono de voz, era Cata.
A ella no le importaba mucho lo que dijera la gente y, para horror de Amelia, solía hablar a gritos, llamar la atención de gente a cincuenta metros y ponerse a bailar y hacer chistes en medio de la calle. Tenía unos quilos de más e igual usaba colores que Amelia, de tener esa figura nunca se pondría.
–Sh... –La otra trató de bajar los decibeles de su amiga, y la arrancó del cuello de Amelia con bastante violencia–. Pero, en serio Ame. No te pongas tan seria por lo que diga el profesor... es un amargado. Todavía tienes tiempo de recuperar. Y además, ¿no estás contenta con tu amigo?
Luna, delgada y pálida, era la más sensata e inteligente de las tres, aunque por su apariencia nunca lo adivinarías, pensaba Amelia. Con piercings en una oreja, en una ceja y bajo el labio inferior, sumado a la invariable ropa negra y botas acordonadas que usaba, era considerada el horror de los profesores del liceo quienes no podían clasificarla ni acusarla de nada en concreto, aun teniendo la convicción de que algo delictivo se les escapaba.
Amelia les contó con detalles su cita, lo que despertó la indignación y comprensión de sus dos amigas.
–Tienes toda la razón en lo que hiciste –aprobó Luna–. Es un idiota. No vayas a pensar en volver con el rabo entre las piernas.
–No.
–Ahora entiendo –se sumó Cata–. Todo lo que quería de ti era... Bueno, aunque está bastante bien ese chico...
Amelia se levantó, sacudió sus jeans y tomó la mochila.
–Bueno, si Uds. piensan igual que yo, estoy más tranquila. Y ahora encima voy a tener que verlo, porque trabaja en la tienda de enfrente. Pero igual, voy a hacer como si nada.
Sus amigas se quedaron cuchicheando entre ellas, Luna fumando y Cata tomando un refresco, tiradas en el pasto. La vieron marcharse con la mochila colgada de un hombro, ahora tranquila.
Al ver que se separaba del grupo, Grenio pensó que era su oportunidad para cercar y enfrentar a su enemigo. La noche anterior eran dos. Además tenía que reconocer el terreno. Tenía información sobre los humanos y sus costumbres pero ver la real diferencia entre un pueblo de pastores y esta ciudad llena de máquinas, luces y ruido que no dormía lo había atontado.
Cuando Amelia entró en su edificio había esperado paciente –no sabía como entrar tras la puerta de vidrio y metal, y trepar hacia lo alto sería llamar la atención–. Desde que era bebé le habían dicho que lo principal era mantenerse oculto y nunca atraer sobre sí la atención de demasiados humanos a la vez: eran débiles pero astutos y peligrosos cuando unidos.
Se había quedado dormido. Cuando despertó el sol estaba alto en el cielo y descubrió con aprehensión, que pronto lo podría ver todo el mundo. Robó la ropa de un vagabundo que dormía la borrachera junto a la puerta de un garage. Cubierto con una frazada sucia y un sombrero achatado, se acomodó junto a una escalera y esperó. Había seguido su rastro cuando Amelia salió corriendo y tomó el ómnibus. La reencontró entrando a un edificio enorme frente a un parque, junto con muchos otros humanos jóvenes. Luego, notando que no salía y pasaba el rato, se acomodó en las ramas bajas de un árbol nudoso de sombra profunda, y meditó acerca de cómo demonios había llegado a esa situación y qué haría después de acabar con su enemigo.
Ahora tenía su chance. Primero mantendría su acecho de lejos aprovechando el parque que le brindaba protección al poder viajar entre las ramas. Para su disgusto, Amelia dobló en una esquina y metros más allá se metió en un galpón amplio lleno de gente.
Trabajaba como vendedora de ropa usada en una feria americana, medio tiempo durante la semana y todo el sábado. Le gustaba mucho atender público, ver qué podía hacer por ellos tratando de que encontraran algo que les gustara. Su madre la urgía para que siguiera una carrera el año próximo, pero ella no estaba segura de hacerlo. No había nada que la llamara. En cambio, pensaba seguir su propio camino, tal vez conseguir un trabajo mejor pago y disfrutar de la vida hasta encontrar algo que le gustara hacer el resto de su vida.
A las ocho y cinco se despidió de sus compañeras en la esquina. Ellas vivían en un apartamento cercano; ella tenía que ir hasta la parada de ómnibus.
Todavía sonreía cuando llegó a la esquina. Pasó frente a un vagabundo que la hizo sobresaltar con su notoria presencia maloliente. Apurando el paso sin intención, llegó a la parada.
–¡Aaa...! –gritó despavorida cuando, al detenerse junto al cordón para esperar el ómnibus, alguien la empujó de atrás, arreándola en dirección al parque de enfrente con increíble fuerza.
Se sorprendió de encontrarse del otro lado de la calle sobre sus propios pies. Quien la hubiera atacado, la había levantado como si fuera una pluma, tenía que ser un hombre grande. Se dio cuenta, con pavor, que no podía moverse, ni siquiera voltear la cabeza a un lado y ver quién se tomaba esa libertad con ella. ¿Era un ladrón o un loco? Presentía sin necesidad de verlo que era alto y muy grande. Tenía que hacer algo. Salir corriendo. Ya.
Aferró la mochila con ambas manos, lista a usarla como arma defensiva.
–Pu atsu... fruso otla trogle –murmuró una voz ronca con un acento gutural.
¿Qué idioma? Amelia miró por encima del hombro, con desconfianza. Lo que vio arrancó otro grito de su garganta a la vez que salía corriendo desesperada sin mirar adonde iba.
Aunque corrió como loca, alejándose de forma imprudente de la luz y la calle hacia el interior del parque, el aire quemándole los pulmones y la sangre desatada en sus venas, al dar un vistazo se dio cuenta de que la seguía a escasos metros.
Como una presa que ya sabe que es inútil correr pero no puede evitar seguir su instinto que le dice que huya sin dudar, Amelia trató de encontrar refugio entre los árboles. Cuando ya no podía resistir más, pues su corazón quería estallar, se entreparó y dando media vuelta, lo enfrentó, temerosa de lo que iba a ver.
Ojos rojos. Una criatura salida de una película de terror. Al perseguirla, había abandonado la sucia cubierta y ahora podía verlo tal como era. Le llevaba dos cabezas de ventaja, miembros largos y fuertes, tez oscura y extraña, rostro inhumano. ¿Un alien? ¿Eso habló?
Amelia le arrojó la mochila, como si eso lo fuera a espantar:
–¿Qué quieres? –chilló.
Él –suponiendo que se trataba de un él– no se molestó en esquivar el bolso, que le golpeó en la cara y cayó inadvertido. Amelia pensó que se iba a desmayar, la visión se le nubló, al percibir que esa cosa estaba sosteniendo una espada. Le parecía increíble que alguien pudiera sostener un arma tan gruesa y larga como esa con una sola mano. Realmente monstruoso.
–Raba ga –eso sonaba como una orden. Amelia alzó la vista desde la punta de la espada al rostro de ojos encendidos. El ser le habló de nuevo, más fuerte–. ¡Pu atsu!
No sonaba como si la quisiera asustar. Más bien como si la despreciara, o la odiara.
Con un gesto extraño en el rostro, el monstruo soltó la espada dejándola caer a los pies de la muchacha.
Ella dio un respingo y luego se quedó mirando indecisa la hoja y la gruesa empuñadura que parecía tener algo esculpido. Volvió a mirarlo.
–¿Para mí?
Amelia se agachó despacio, apoyando las manos sobre el arma sin quitarle los ojos de encima a la criatura. Este no se movió. ¿Qué pretendía? ¿Para qué quería entregarle eso?
–¿No pensarás en pelear conmigo? –exclamó ella, levantándose y dejando el arma en el suelo.
El demonio refunfuñó en su lengua.
En ese momento un auto pasando por la calle los iluminó brevemente al dar una vuelta. Amelia aprovechó la confusión de la extraña criatura para salir corriendo, gritando por ayuda al conductor. Corrió unos metros y salió a la calle haciendo señas al automóvil. Si se detenía... rogó porque la ayudara.
El auto no venía a gran velocidad pero el conductor dudó aún después de notar que se trataba de una muchacha agitando los brazos y gritando socorro. Amelia escuchó un ruido como de hojas movidas por el viento y volteó, notando con desazón que ese monstruo la perseguía decidido; que de hecho se iba a abalanzar sobre ella como un tren, los brazos extendidos sosteniendo dos espadas lo hacían parecer inmenso. El conductor la miró incrédulo. Acto seguido aceleró a fondo. A la joven apenas le dio tiempo de reaccionar y quitarse del camino, rodando contra la vereda. El auto y el monstruo colisionaron en el momento en que este iba pasando, haciendo que la bestia rebotara en el capó y quedara tirada en el piso mientras que la máquina derrapó y fue a pararse sobre la vereda cincuenta metros más allá. En cuanto pudo despegar la cabeza del volante, el conductor no dudó en poner marcha atrás, salir de la acera y huir a toda velocidad.
Amelia se incorporó sobre un codo y vio incrédula cómo su esperanza de auxilio salía disparada sin detenerse a ver si estaba viva. Además, casi la mata, el maldito. ¿Y esa cosa estaría muerta? Parecía un gran bulto en el camino, inmóvil. Se arrodilló, tratando de no hacer ruido, ni respirar.
Ah... esa cosa estaba murmurando, quejándose.
Se levantó, con las piernas temblorosas aún, y tomando una decisión, se acercó a él y tomó la espada que había caído a su lado.
¿Pero que estoy pensando? –Cortarle la cabeza–. No es algo que pueda hacer así nomás.
Debería haber aprovechado esa pequeña oportunidad, porque sólo un momento le bastaba a ese ser para recuperarse del golpe, y aún con una fea herida que le había abierto un brazo a lo largo, se levantó de un salto. Estaba allí, alzándose sobre ella con intención de terminarla de un golpe, pues ya se le había agotado la paciencia con la persecución. Tragando en seco, resignada a considerar esos los últimos momentos de su vida, Amelia levantó la cabeza porque quería ver sus ojos, como para confirmar que realmente era el fin. Ojos de color púrpura, llenos de odio, de rabia, de emociones que nunca había sentido ni visto reflejarse en los ojos de la gente común y corriente que conocía.
Grenio se detuvo en el acto, por lo inaudito de que alguien le sostuviera la mirada, que tuviera el valor de hacerlo sabiendo que le tenía preparada la muerte. Si no hubiera sido por ese pensamiento, ese instante, Amelia no hubiera contado el cuento.
En el lugar donde los dos estaban parados el suelo se abrió, las fronteras del espacio y el tiempo cediendo un poco para arrastrarlos hacia otro mundo.
Cáp. 4 – Otro mundo
Donde el cielo se partió para dejarlos pasar el sol estaba en alto y la tierra se extendía hacia los cuatro puntos del horizonte generosa. Los dos se hundieron, como si el suelo que se había abierto bajo sus pies fuera la azotea de ese otro lugar.
Amelia perdió la conciencia apenas notó la luz del sol y no se dio cuenta de que había alcanzado el piso hasta que despertó, luego de haber atravesado el techo de una choza y aterrizar sobre Grenio. Entre los escombros de paja y madera, Amelia levantó la cabeza y se apartó rápidamente de su compañero de viaje, que estaba desparramado inconsciente en el suelo.
“Por suerte me caí encima de él”, pensó la joven mientras daba un vistazo alrededor, preguntándose dónde estaba.
Los aldeanos se acercaron, temerosos, a ver qué había destrozado la vivienda. Algunos habían visto aparecer una sombra en el cielo y murmuraron entre ellos, preguntándose qué habría caído a plomo sobre una de las veinte chozas de la villa. Un par de los hombres más grandes vinieron corriendo y se asomaron a la puerta, que apenas se mantenía en pie.
“¡Son humanos!” Amelia respiró, aliviada. Alguno de ellos le explicaría qué estaba pasando.
Sin haberse percatado de su presencia, los dos aldeanos examinaban el daño, y mientras exhalaba un grito uno de ellos señaló a Grenio y salió corriendo. El otro lo vio alejarse, dudando entre seguirlo o no. Amelia carraspeó para llamar su atención.
En ese momento, el monstruo abrió los ojos de golpe. Amelia lo advirtió, y reculó contra una pared.
Desorientado, Grenio miró al hombre y pudo comprender dónde estaba. Se levantó y salió, y el hombre lo dejó ir, nervioso. Todos los que se habían reunido afuera cuchicheando, se apartaron para dejarlo pasar y él salió corriendo.
Amelia lo observó con asombro.
–¡Ey! –llamó–. ¿Alguien puede ayudarme?
Como si recién se hubieran percatado de su presencia, dos hombres grandes se acercaron a ella, la observaron con extrañeza, y haciendo una seña entre ellos, la tomaron de los brazos para sacarla afuera.
Grande fue la sorpresa de Amelia cuando, luego de creer que esta gente podía ayudarla, se encontró con las muñecas atadas a un poste en el medio de la aldea. Estudiando a la gente y el lugar, se dio cuenta de que no estaba en ningún lugar conocido. Hablaban una lengua extraña y las casas y sus ropas parecían antiguas. No vio nada de tecnología. Ahora la pregunta era: ¿había viajado de alguna forma a otro lugar o a otra época?
Encima la habían puesto al rayo del sol y un círculo perpetuo de gente se había reunido a unos diez metros de ella para mirarla con curiosidad. Tenía sed y le dolía la espalda, no faltaba mucho para que las lágrimas que le saltaban de los ojos se convirtieran en llanto histérico.
Ocultó la cabeza entre los brazos para que al menos no la vieran, y a pesar de todo, el cansancio la venció y cayó en un sueño inquieto.
En su adormecimiento creyó sentir que alguien le acariciaba la cabeza y la llamaba por su nombre. Abrió los ojos, desorientada, para encontrarse que continuaba en esa tierra extraña y que alguien se había detenido a su lado. Una persona encapuchada, cubierta de la cabeza a los pies por un manto, estaba parada junto a ella y parecía estar observándola.
–¿Wie heisst du? –esa persona le habló, y Amelia se quedó mirándolo sin comprender, pero sintiendo una dulce y tranquilizadora compasión en su tono. El hombre esperó y volvió a intentar–. ¿Who are you? ¿Chi è lei?
–Amelia –respondió la joven con voz débil y sonriendo un poco–. ¿Me entiende?
El hombre asintió y se agachó para estar a su nivel. Al hacerlo ella dejó de verlo a trasluz y pudo discernir su cara pálida, joven, risueña.
–¿Habla español? Claro que la entiendo. Mi nombre es Tobía.
Sintiendo un profundo alivio y seguridad en que ese joven sí la ayudaría, Amelia amplió su sonrisa, ya que no podía tenderle una mano o abrazarlo.
–¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? ¿Lo sabes? ¿De dónde eres tú? –comenzó a interrogarlo, recordando de pronto su situación.
El joven, sin responder, la tranquilizó con un gesto y dijo:
–Voy a ver qué puedo hacer por ti. Le explicaré a esta gente que no les harás daño y que no eres un... demonio –luego se alejó en dirección al jefe de la aldea, que los miraba de lejos con atención.
Ya se había hecho de noche cuando vinieron un par de hombres a soltarla y la condujeron hacia el límite de la aldea junto con Tobía. Allí este habló unas palabras más con los hombres y estos les proveyeron con un caballo y un bulto. Tobía les entregó a cambio una bolsita.
La ayudaron a montar y sin más, Amelia se encontró cabalgando por primera vez en su vida, atravesando un país desconocido, con un extraño que iba conduciendo su brida.
Alejándose de la aldea, acamparon para esperar la mañana.
Pronto Tobía le explicó que de hecho no se encontraba en la Tierra, sino en un lugar llamado Duma, en algún punto del espacio, inaccesible desde su planeta.
–Así que sí era un alien...
Los habitantes que le parecían humanos no tenían ni idea de la existencia de otra vida en el universo; excepto por los monjes tukés a los cuales pertenecía Tobía, que guardaban las antiguas tradiciones y sabían muchas cosas sobre Duma y la Tierra. En cambio, esos seres que a ella le parecían muy extraños, como los kishime o trogas, poseían la capacidad de viajar a través del tiempo y el espacio y poseían muchos conocimientos. Los aldeanos tampoco tenían contacto con las otras especies que ocupaban su planeta, por ello cuando veían alguno lo atacaban o pensaban que se trataba de una criatura sobrenatural y no de un ser de carne y hueso como ellos. Las otras razas se mantenían ocultas en las zonas más alejadas, pues los humanos aunque más débiles los superaban en número.
–¡Ah, por eso aquel salió huyendo!
Tobía la miró sorprendido.
–Sólo me pregunto –murmuró la joven–, cómo voy a hacer para volver. ¿Tú conoces una forma, verdad?
–Sí; cuando lleguemos a mi monasterio y te presente al Gran Tuké, él te va a ayudar –contestó Tobía pero con voz extraña, como si no estuviera muy seguro. Luego le mostró el bulto que habían atado en la montura–. ¿Sabes que es esto?
Amelia vio el brillo metálico de la espada que la criatura le había presentado en su tierra. ¿Cómo había llegado allí? Recordando, ella la tenía entre sus manos cuando el otro se acercó a ella y en ese instante los dos fueron transportados de un mundo al otro. Seguro la espada había caído con ellos en el poblado.
–Mira esto –dijo Tobía, indicando el emblema gravado en la empuñadura.
Parecía haber unas letras de estilo gótico; podía tratarse de una C y una S ceñida de hojas y arabescos.
–Esta espada perteneció a un hombre que llegó de la Tierra hace 480 años. Nadie sabe bien cómo, pero lo importante es que se convirtió en leyenda por haber luchado contra un clan troga hasta exterminarlo... Después desapareció y yo pienso que, de alguna manera, volvió a su tierra.
–¿Entonces yo también puedo hacerlo?
Tobía asintió. Continuaron su viaje apenas asomó el sol en el horizonte, en silencio, cada uno encerrado en sus pensamientos. Tobía se iba preguntando qué se habría hecho de Grenio, por qué abandonó sin un rasguño a la joven humana; mientras, ella pensaba en la gente que la estaría esperando en casa y cuánto tardaría en volver.
Mientras tanto, muy lejos de la llanura verde por la que los dos solitarios viajeros trataban de alcanzar el monasterio tuké, otros personajes se encontraban en su morada de las montañas para conversar acerca de las novedades.
Un joven de rostro sonriente y ojos fríos se detuvo en el balcón del palacio para contemplar el lago que se extendía a sus pies. Las aguas calmas como un espejo y el color gris parecían reflejar el color de sus ojos. Su rostro no se inmutó cuando a su lado se materializó otro ser de ojos grises y rostro de niño, con cabello largo y muy delgado como él, también ataviado con una sencilla túnica celeste.
–Kokume elu fishi ge to, osu di –dijo el recién llegado.
–I osu di –replicó el otro sin dejar de observar el lago, haciéndole saber que él también había percibido una disrupción en el tejido del espacio, así como había sentido la vibración de un humano involucrado en esto.
Ambos se volvieron y caminaron por las heladas baldosas de cerámica azul con sus pies descalzos, atravesando arcadas y columnas de piedra hasta llegar a un patio rodeado de escalinatas blancas. Allí, sentado con displicencia, un hombre de cabeza rapada y ropas sedosas de color negro brillante, parecía esperarlos.
–To geshidu –anunció uno de ellos deteniéndose sin ruido frente a él.
El de negro alzó la cabeza sonriente, y haciendo un gesto con la mano como para quitarle importancia, replicó:
–O gosu e pelüshi... sofú a le.
Todo saldría de acuerdo a la profecía y el joven descendiente asesinaría a su enemigo, dejando al mundo libre de todo peligro relacionado con el poder de romper el tejido del tiempo. Su raza, los kishime, podrían al fin ocupar un lugar conveniente en este mundo, elevando a los humanos de su degradación y limpiando el planeta de seres monstruosos y grotescos.
Cáp. 5 – Desconfianza
–¿Por qué acampamos aquí si hay una ciudad a poco camino? –se quejó Amelia, parada sobre una loma y señalando una aldea de pastores que se levantaba a lo lejos entre campos labrados, al lado de un río.
Tobía había ido a buscar víveres, ordenándole que se quedara esperando. Ahora estaba disponiendo varias cosas en un mantel sobre la hierba.
–Así es mejor.
Amelia se contuvo de preguntar más. Tenía la sensación de que le estaba ocultando algo.
–No sé si te va a gustar esto, pero tienes que alimentarte ¿no? No somos como esos kishime que andan sin beber ni comer por la vida.
Tobía se bajó la capucha y empezó a atacar la comida sin mucha ceremonia. Amelia miró con desgano unos trozos oscuros que parecían algas y un pote de queso rancio y al final se decidió a probar una fruta roja, lo más similar a una manzana. Le dio un mordisco, tanteó el trozo con la lengua y lo escupió.
–¿Qué pasa? Estás verde.
–Está muy amargo... –dijo ella con voz estrangulada a la vez que se tiraba por la garganta un trago del líquido de un odre de cuero.
Fue peor, el líquido le quemó la garganta, se atragantó y tosiendo desesperada tuvo que correr a la orilla del río para tomar agua. Tobía se estaba muriendo de la risa al verla correr más rápido que su caballo.
Todavía riendo se dio cuenta de que tenían compañía.
–¡Grenio! –Su sonrisa se borró y se zambulló por encima de la comida a tiempo para evitar que el otro le diera un puñetazo en pleno rostro–. ¿De mal humor? –se burló desde el otro lado.
Amelia volvía secándose el rostro con su propia remera cuando oyó voces. Se detuvo y avanzó los últimos metros ocultándose tras los árboles. Atónita, comprobó que Tobía estaba charlando acaloradamente con otra persona, y tal como había sospechado por esa voz ronca, el de los ojos rojos había vuelto. Pero, no parecía que Tobía le tuviera mucho miedo. Estaban discutiendo como dos cómplices que no se ponen de acuerdo en algo. Sintiendo cómo le hervía la sangre de rabia, Amelia se apartó del tronco que la ocultaba y los enfrentó:
–¡Ey, monje traidor! ¿Qué estás haciendo con ese? –le gritó.
Tobía la miró sobresaltado, mientras Grenio se volvía lentamente.
Viendo el enojo de la joven, Tobía se apresuró a explicar:
–¡Amelia! Espera, calma. Yo puedo explicar... te...
La joven lo había arrojado al piso de un sacudón. Luego, salió corriendo entre los árboles. Grenio intentó seguirla, pero unas palabras de Tobía lo detuvieron. Enseguida oyeron el galope de un caballo. Amelia se lo había llevado y se dirigía a todo galope a la ciudad que había visto antes.
Con el estómago gruñendo y sin saber con qué otro peligro o trampa se encontraría esta vez, la joven entró en el poblado. La gente se detenía a mirarla con curiosidad por la ropa que usaba. Algunos le dirigieron la palabra ¿pero qué iba a decir? Ahora se daba cuenta de que estaba perdida sin Tobía. ¿Cómo podía ser que la engañara así? ¿Para qué? ¿Acaso tenía un trato con ese troga? La única pista que tenía sobre cómo volver a su mundo era lo que el tuké le había comentado. Ellos solían viajar a la Tierra para aprender sus costumbres y lengua y traer conocimientos que su mundo no poseía. ¿También sería una mentira?
Se le ocurrió una idea: tenía que encontrar a otro tuké y preguntarle cómo llegar al monasterio.
Así que se acercó a un anciano que estaba recostado frente a una choza pelando fruta y parecía inofensivo, bajó del caballo, y le preguntó, tratando de apelar a la cortesía:
–Eh... ¿tuké? Tukés... ¿conoce?
La joven esperó mientras el viejo escrutaba su rostro con desdén. Luego este sacudió la cabeza como un perro estornudando.
Desilusionada, la joven se volvió junto a su montura. Recorrió el pueblo, recurriendo a hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Nadie le supo responder, algunos sólo la ignoraron.
Abatida y con mucha hambre se dirigió a las afueras del pueblo, calculando que seguiría en la misma dirección hasta encontrar alguien que supiera del monasterio. Sintiendo el bullicio de las casas se preguntó si no podría cambiar algo por comida; pero lo único que llevaba aparte de lo puesto era la espada y el caballo. No podía viajar a pie, y en cuanto a esa arma, tenía el presentimiento que podía darle alguna clave en el futuro.
Raño era un orgulloso ejemplar de la especie troga.
Su vida entera se había dedicado a mejorar su cuerpo a través de la ingesta de otras criaturas más fuertes hasta convertirse en una máquina de pelea, resistente, poderoso.
Pero ahora tenía un problema de imagen. Se había pasado el último año saboreando todas las serpientes de la región, con la esperanza de añadir a su lista de habilidades la de ser ponzoñoso. Había tenido buenos resultados, pero también había empezado a adquirir la apariencia de las víboras. Los colmillos afilados le permitían inyectar veneno en sus víctimas, pero en cuanto a la lengua bífida, no sabía cuanto le aportaba a su fino olfato. Lo peor era que su piel, hasta entonces rojiza y lustrosa, se estaba poniendo rugosa y en algunas partes le salían escamas.
Esa tarde se hallaba meditando sobre su terrible suerte, acomodado entre las ramas de un árbol que se volcaba sobre el río, cuando sintió que alguien se aproximaba.
Sin saber a quien tenía de compañía, un niño de la aldea se había separado de su madre y se iba acercando a la orilla, atraído por el brillo del agua y las flores silvestres que crecían en las márgenes.
Raño se estremeció, y aunque en un primer momento había pensado en ocultarse en ramas más altas, quedó paralizado contemplando la hermosura de aquel niño. Cómo quisiera tener esa piel suave y lisa, cabellos ensortijados dorados por el sol y carne blanda. El niño, que no tendría más de cuatro años, jugaba sentado en la arena sin saber que a sus espaldas, el troga consideraba si la belleza podría adquirirse como la fortaleza física.
Decidido a actuar antes de que aparecieran los familiares del niño y alertaran a la ciudad entera, Raño bajó de su árbol y se acercó sin hacer ruido. Se detuvo un momento y luego, de un zarpazo tomó al niño, que apenas vio quien lo estaba sosteniendo en alto, comenzó a berrear y chillar.
El troga huyó del lugar con su presa, pensando en comerla y digerirla en una cueva cercana, situada corriente arriba.
En el momento en que Raño capturaba al niño, Amelia venía trotando hacia el río para que el caballo bebiera. Estaba aprendiendo rápido cómo manejarlo y aunque se ladeaba al cabalgar, no se había caído más de una vez. Vio una figura grotesca, demasiado grande para ser un aldeano, y notó que de entre sus brazos colgaba algo blanco y pequeño. Pasmada, escuchó los gritos del niño que llamaba a su madre con voz aguda. La campesina, que venía corriendo por el campo apenas notó que faltaba su hijo, no podría alcanzar al monstruo que ya se alejaba río arriba.
Sin dudarlo, Amelia espueló al animal y este se lanzó a la carrera, como si supiera que ella quería perseguir al troga.
Mirando por sobre su hombro, Raño vio que un jinete se le venía encima y lo esquivó.
Amelia apenas pudo detener al caballo, que giró en el aire y se lanzó sobre el troga.
–¡Suéltalo! –gritó la joven.
No se trataba de una partida de caza; sólo un jinete, y bastante joven y debilucho al parecer. ¿Por qué osaba perseguirlo? Tenía que ser castigado.
Cuando Raño soltó al niño como si fuera una bolsa y se dio media vuelta para enfrentarla, Amelia no supo qué hacer. Había actuado por instinto, por pura reacción, pero ¿cómo iba a luchar contra esa bestia? Tenía una espada pero no podía ni levantarla. Tampoco podía dejar al pequeño.
Tragó aire y descendió de la silla. El animal se puso nervioso y respingó. Ella le puso una mano en el cuello para calmarlo: “no me abandones, por favor”.
–¡Corre! –le gritó al niño, quien la miró indeciso, comprendiendo sus gestos sino sus palabras, y tras dudar un poco, salió huyendo.
Este troga tenía toda la apariencia de una serpiente, lengua bífida y oscura que sobresalía de una boca de dientes afilados. “No quiero morir”, pensó la joven y cerró los ojos.
Cuando los abrió, el otro estaba encima de ella, la sostuvo por los hombros, su aliento putrefacto cerca de una mejilla.
De cerca, a Raño le pareció que esta víctima era bastante linda como para servirle en lugar del pequeño. En vez de envenenarla para probar su recién estrenada habilidad, se la iba a comer. Como para ir probando, acercó su lengua a su rostro. Amelia sintió el contacto frío, áspero y ligero y sintió náuseas. En cambio, Raño se apartó rápidamente, asombrado.
¿Qué tenía que ver esta joven con Grenio? Pudo sentir su olor sobre su pelo y ropas.
–Jarre graño fo Grenio... –exclamó con voz áspera.
Amelia no tenía idea de qué le pasaba. Tal vez no le gustaba su sabor. En todo caso, aprovechó el momento para correr hacia donde su caballo se había apartado, leal pero no tanto como para participar del banquete. Percibiendo por el rabillo del ojo que Raño caminaba en su dirección, determinado, la joven se decidió a tomar la espada. El peso del arma hacía que no pudiera más que mantenerla en posición vertical, con la punta hacia el piso. Al ver el arma, Raño se mostró aún más asombrado que antes. ¿Qué hacía con ese tesoro?
Al tratar de apuntar hacia él, el peso la venció y ella trató de sostenerla tomando el filo con su manodesnuda, y se cortó. ¡No podía defenderse con eso, y esa criatura parecía muy ofendida!
Raño saltó hacia ella y la aferró del brazo con la mano herida, haciendo que gotas de sangre cayeran sobre el pasto. No tenía fuerzas, notó Amelia con espanto. Apenas él la sacudía, su visión se oscurecía. “Quiero volver a casa”, pensó, “no quiero morir”.
Una luz brillante los envolvió a la vez que el viento soplaba sobre ellos. Un ruido como una explosión sónica y la luz se desvaneció, dejando en su lugar una figura sólida, de carne y hueso.
Ambos miraron, uno sorprendido y la otra extrañada, mientras Grenio se plantaba junto a ellos.
Cáp. 6 – Venganza
–¿Grenio?
–Esa es mi presa –replicó este, y luego fijándose mejor, vio que lo conocía–. ¿Raño? ¿Qué haces aquí? ¿Qué te hiciste?
Saliendo de atrás de Grenio, Tobía se apresuró en ir con Amelia y apartarla de los brazos de Raño.
–Estuviste comiendo cualquier cosa de nuevo ¿no?
–¿Qué te importa? Mira, puedo vencerte en cualquier momento –Raño adoptó un tono bravucón, pero luego agregó–, si quisiera... Porque Grenio, me interrumpiste cuando estaba por comerme a esa joven.
Grenio lo sacudió con rudeza, mostrando los dientes:
–¡Idiota! ¡Es descendiente del que asesinó a mi clan!
Raño volvió a mirar con curiosidad a la joven, y apoyando un brazo sobre el hombro de Grenio, comentó: –Así que es la persona que estás buscando desde pequeño... Vaya, ¿qué vas a hacer con ella?
Grenio se sobresaltó. Luego, se quitó la mano del hombro con furia y se puso a discutir con Raño.
–¿Cómo llegaste aquí? –preguntó Amelia al tuké, que contemplaba con curiosidad a los otros dos.
–Cuando vi que lo envolvía una luz me lancé sobre él y lo abracé.
Amelia se lo imaginó. Estaba loco.
–¿Qué sucede? ¿Por qué discuten ahora?
Tobía carraspeó, turbado. Luego dijo riendo:
–Grenio no sabía que eras una muchacha.
Amelia se quedó pensando un momento.
–¡Eh! ¿Qué? ¿Y...?
¿Pensaba que era un muchacho?
–¿Cómo? Yo... –exclamó, incrédula, señalándose con el pulgar.
–Es que tienes el pelo por los hombros, y usas pantalones –explicó el tuké, ahora ahogándose de la risa–. Y además dice que estás muy flaca para ser una mujer.
–¿Qué? –ese ser extraño quería decir que no tenía la forma adecuada para ser mujer, se preguntó sintiéndose muy infeliz.
Grenio parecía muy descontento con su descubrimiento. Se alejó hacia el río, seguido por Raño, que con él mantenía una actitud muy servil, como si quisiera obtener su favor.
–¡Basta! No es gracioso –exclamó Amelia, porque Tobía seguía riéndose.
Poniéndose serio, el tuké le replicó:
–¡No, es muy bueno! Él dice que no puede tomar venganza en una mujer, porque sería deshonroso para su clan aprovecharse de alguien más débil. Así que no puede hacerte nada.
–Ah... ¿entonces me va a dejar en paz? –Amelia sonrió aliviada.
Luego recordó que estaba muy enojada con este monje traidor. Se apartó de él refunfuñando y tomó las bridas del caballo que le había sido tan fiel. Recogió la espada y la colocó en la funda.
–¡Oye, niña! Puedo explicarte por qué estaba con él. No es por elección, no tenías por qué huir de mí. Yo voy a ayudarte, lo juro.
–¿Por qué voy a creerte? –replicó ella, mirándolo por encima del hombro.
–Porque vinimos a salvarte ¿no es así?
En verdad habían aparecido en el momento oportuno, cuando creía que ya era el fin. Pero ¿por qué?
–Si quieres saber, acompáñame al monasterio. Lo que te conté era cierto –dijo el tuké, con tono convincente.
Amelia montó, y volviéndose con el ceño fruncido, contestó:
–Bueno, la verdad es que te necesito como traductor... Pero si haces algo sospechoso, te tiro al río ¿oíste?
Por fin un poco de suerte. Al pasar de vuelta por la ciudad vecina, Amelia y el tuké fueron detenidos por un grupo de aldeanos. Es que al verla de lejos, el niño reconoció a su salvadora y se la mostró a su madre, que se apresuró a ir a mostrar su agradecimiento junto a un grupo de sus vecinos. El par se vio sorprendido por un grupo que los saludó amigablemente y les ofreció comida para ellos y su caballo, y lo que pudieran necesitar.
Fuera de sí de alegría, Amelia se dispuso a disfrutar de la comida regalada, que tenía mejor aspecto que la conseguida por Tobía. Estaban sentados junto a una fogata, acogidos por una roca alta que los protegía del viento y la humedad de la noche. La joven extrañó la comodidad de su hogar, en especial su cama que necesitaba tanto. Acomodada entre unas mantas, observando las llamas danzar y con un pedazo de pan en su mano, se preguntó cuándo lograría regresar.
Las llamas se agitaron movidas por una brisa y Tobía señaló:
–Tenemos visitantes.
La joven alzó la cabeza y en la cima de la pared de roca, vio los ojos rojos, brillantes por el reflejo del fuego.
–¡Ah! –exclamó.
Tobía sonrió y alargó el brazo hacia Grenio, ofreciéndole un trozo de fiambre.
–¿Garro po? Ñu pu atsu.
Grenio se dio vuelta.
–¿Pu atsu? –repitió la joven, que había observado temerosa el comportamiento del troga–. ¿No es eso lo que me repetía todo el tiempo?
–Ja, ja, eso quiere decir “pequeño guerrero” –explicó Tobía.
–Ese idiota creía que era un hombre pequeño... –rezongó Amelia.
El “idiota” saltó de la roca, arrebató el pedazo de carne de la mano de Tobía y se lo comió de un bocado.
Amelia lo miró, desconcertada y asqueada. “Se comporta como un animal”, pensó.
Al ver que él dirigía la mirada hacia la comida restante, la joven se apresuró a juntar los trozos y tragarse todo a grandes mordiscones, con lo que se ganó una mirada inquisitiva de Grenio y un alzamiento de cejas de Tobía, que pensaba que él también quería comer.
El monje le preguntó al troga que pensaba hacer, ya que los había seguido, y luego informó a la joven:
–Grenio, ese es el nombre de esta persona, está seguro que tú eres la directa descendiente de Claudio, y que debe tomar venganza por la muerte de su clan hace 476 años. Pero va a esperar a que aparezca un guerrero fuerte con el cual pelear, pues siendo una mujer tan joven no sería satisfactorio. Por otro lado, no sabe cómo controlar el poder de viajar a tu tierra, así que piensa... seguirnos hasta donde vayamos.
Amelia se arrebujó en sus mantas. Estar en compañía de un ser que había intentado despedazarla, cuyo congénere había querido comerse un niño indefenso, no le hacía ninguna gracia. Pero por otro lado, no podía obligarlo a que los dejara en paz porque era muy fuerte. No tenía salida. Miró el corte en su mano. ¿Descendía de un hombre que usaba una espada y peleaba con monstruos? ¿Quién sería? ¿En qué época habría vivido y, si de hecho era su pariente, cómo había vuelto a la Tierra? ¿No podía darle una ayuda?
Cáp. 7 – Vendida como esclava
Llevaban cinco días de viaje y Amelia comenzaba a impacientarse. A veces creía que Tobía no era todo lo que decía ser, y sin embargo su rostro le inspiraba confianza. Si no hubiera sido por su constante ayuda y comprensión de sus necesidades se hubiera tirado a morir en el medio de esa planicie eterna. Él sabía cuando ella quería tomar un baño y le buscaba un lugar donde tuviera privacidad, cuando estaba muy cansada para seguir o muy hambrienta, y no decía nada si ella lloraba por añoranza y nunca la dejaba sola, sabiendo que le tenía terror a Grenio, que los seguía como una sombra de noche y de día, siempre cerca, perceptible aunque no visto.
Por otro lado, la joven había tenido unos sueños los días anteriores que empezaban a parecerle extraños. Se despertaba con una sensación de haber presenciado escenas sangrientas, angustiantes, de tal horror que su mente conciente no quería recordar. Primero pensó que los lugares y seres que había visto, sumado a las historias de Tobía y los nervios que pasaba, habían producido esas pesadillas. Ahora, consideraba que algo del ambiente parecía estar influenciando esos sueños.
Al amanecer del sexto día, emergiendo de una pesadilla que la había dejado empapada de sudor, Amelia observó que Tobía estaba levantado. Al notar que la joven había despertado, le señaló el horizonte y sonriendo ampliamente, exclamó:
–¡Mira! Estamos cerca.
Una cadena montañosa azulada se extendía por todo el horizonte. Para llegar allí, donde se alzaba el monasterio Tuké, tenían que atravesar una llanura rocosa y deshabitada.
–Parece el borde del mundo.
Al parecer, Grenio había desaparecido durante la noche. La última vez habían visto su sombra y ojos fulgurantes cerca de su campamento, pero a lo largo de toda la extensión de tierra, no se veía nadie.
–Tal vez fue a cazar –comentó Tobía–. Aunque si no recuerdo mal... Hay una ciudad en el borde del pedregal, hacia el poniente. Tal vez nosotros debamos ir también para juntar comida ¿no?
El río era tan poco profundo y claro que podía atravesarse caminando. Amelia desmontó y guió al caballo al otro lado, emocionada de ver los guijarros grises y trozos de cuarzo en el fondo de la corriente que se explayaba y sobre la cual se recostaba un pequeño pueblo de pastores.
Animales que parecían bueyes peludos rumiaban en la hierba oscura que crecía junto al río. En la aldea, mujeres y niños trabajaban las pieles sobre bastidores. Mientras Tobía negociaba con una de sus misteriosas bolsitas, Amelia descansaba junto al caballo en la plaza central del lugar, junto a unos monumentos de piedra.
–¿Qué es lo que llevas en esa bolsa? ¿Dinero? –inquirió Amelia, en cuanto él regresó con las viandas.
–No... Ni dinero ni joyas. Nosotros los tukés somos muy pobres en cosas materiales. Esto –dijo sacando un poco de aserrín del interior de la bolsa–, es un polvo protector contra demonios y apariciones que la gente aprecia mucho. Además, como últimamente tres personas aparecieron muertas y han tenido fallecimientos extraños de animales, están bastante preocupados.
Ocho bestias de carga habían sido encontradas, el cuello desgarrado y desolladas, las vísceras a medio comer. No había animales grandes en esa región, así que el rumor de que los demonios habían vuelto a descender de las montañas para asolar el pueblo cundió en pánico.
–Mira todo lo que me dieron –agregó contento.
–¿Pero funciona? –replicó Amelia, tocando eso que parecía viruta y polvo con olor–. ¿No es pachulí?
Tobía la miró como si fuera boba y dijo: –Funcionaría si hubiera monstruos y apariciones. ¿Crees que esto espanta a nuestro amigo...
–Sólo los engañas –murmuró ella, admirada–. Ya me parecía que eras un mentiroso.
–¡Oye... –comenzó a protestar Tobía, cuando el alboroto que se armó en el pueblo los interrumpió.
Los hombres del lugar, que habían salido en búsqueda de unos animales perdidos, habían vuelto con noticias. Uno de ellos se adelantó hacia el lugar donde la joven y Tobía estaban parados y, señalando a Amelia con un puño, gritó algo que hizo al pueblo dar vítores.
Acto seguido, un grupo de hombres cercó a la joven y la pusieron prisionera. Ella miró al monje, inquieta.
–¡Oh, no! –exclamó él–. Ese hombre dice que ha hecho un trato con el demonio causante de todas las muertes. Le dijo que si te detiene en este lugar por el resto de tu vida, dejará de dañar la aldea... ¿Qué voy a hacer?
Los otros hombres le apuntaron con lanzas cuando trató de seguir a los dos que se llevaban a Amelia para encerrarla en una cabaña.
–Sólo la mujer –le dijeron, escoltándolo hacia las afueras con rudeza. Luego se cercioraron de que se alejara.
Tobía meditó la situación. Sólo no podía sacarla del pueblo, tan obsesionados estaban con el miedo a los demonios que seguro la tendrían bien vigilada. ¿En que estaría pensando Grenio para hacer eso? El monasterio estaba a dos días de viaje. Podía volver en cuatro días con ayuda. “Aguanta, Amelia, no pienses que te abandoné”.
Cáp. 8 – Ñurro
Tobía corrió por la llanura hasta que sus pies sangraron, tratando de avanzar lo más posible antes que la noche cayera y perdiera la orientación. Al fin, el sol se ocultó sin compasión a sus espaldas y el tuké cayó de rodillas, demasiado extenuado como para hacer preparaciones para la noche. Durmió un par de horas pero a la medianoche, un sonido extraño en la solitaria planicie, lo despertó. Asustado, observó alrededor: la luz lunar proyectaba extrañas sombras en cada grieta del suelo.
Escuchó pasos atrás. Se volteó. Una figura se erguía junto a él a contraluz.
–Grupe pogasa to cha nio.
–¿Grenio? –el tuké se levantó de un salto, recuperando un poco de esperanza–. ¿Por qué me dices que me olvide de la joven? ¿Qué le vas a hacer?
–Nada, a ella. Voy a esperar. Tú vuelve a tu monasterio, ya no requiero de tus servicios.
El tuké se lo quedó mirando mientras el otro se volvía y comenzaba a alejarse. “Qué extraño”, suspiró, pues había imaginado que venía a matarlo ya que no lo necesitaba más.
–¿Qué vas a esperar? –preguntó siguiéndolo.
–Le dije a uno de los humanos que se quedara con la muchacha. Esperaré que tenga hijos, y cuando el hijo mayor crezca voy a volver para arreglar cuentas.
–¿Qué? ¿No piensas que tal vez ella no esté de acuerdo?
El troga se detuvo.
–¿Por qué? Es una mujer humana, ellas tienen pronto muchos hijos.
–Pero ella no es de acá –Tobía pensó un momento–. Si me encuentra, me va a tirar al río. ¡Y el Gran Tuké me va a despedir! ¿No te das cuenta que puede ser la persona de la profecía, que nos va a salvar a todos?
–¿Sofú? –repitió Grenio.
No tenía mucho interés en profecías y los otros cuentos de este monje mentiroso. Tenía la sensación de que este humano intentaba siempre engañarlo para obtener algún beneficio, aunque no se podía imaginar para qué quería que trajera una persona del otro lado. Lo único que importaba era que él, el último del clan Grenio, iba a limpiar la deuda que la familia del asesino Claudio tenía con ellos por toda la sangre derramada injustamente. No le interesaba continuar con la familia y todo eso, así que tenía que terminar él mismo con toda esa historia.
Interrumpió su cavilación al chocar con el cadáver de un animal a medio comer.
Tobía, que lo iba siguiendo, casi chocó contra su espalda. Luego notó que el troga observaba la carne putrefacta de un buey, caído en medio de un círculo del cual las piedras habían sido barridas. El tuké se cubrió la nariz.
De repente el cadáver pareció moverse, como si lo recorriera una corriente eléctrica. Tobía se apartó de un salto. El animal quedó inmóvil, y cuando ya comenzaba a creer que había sido efecto de la luz, la carne se sacudió de nuevo y del vientre del animal, entre restos de vísceras negras, apareció la punta de una cabeza brillante y oscura. El enorme gusano, un tubo viscoso de veinte centímetros de diámetro y cincuenta de largo de cabeza a cola, emergió retorciéndose y luego de tantear el terreno, reptó hacia la tierra. Abrió su boca como olisqueándolos, mostrando incipientes incisivos blancos, todavía sucios de la carroña que había consumido.
Grenio sacó su daga larga y lo atravesó un poco atrás de la cabeza. El gusano se encorvó como para liberarse pero la hoja lo había clavado en la tierra. Quedó inmóvil rezumando un jugo verde oscuro.
–¿Qué era eso? –exclamó Tobía, tratando de contener la náusea.
–Ñurro. ¿Dónde vives que no conoces un gusano del desierto? Ponen los huevos en animales recién muertos y cuando nacen se alimentan de su carne podrida.
Tobía todavía miraba el bicho que se había estado alimentando de un buey entero. Grenio se movió recuperando la daga y pasó por su lado a toda velocidad.
A su espalda la tierra se removió y resquebrajó, dando paso a una cabeza diez veces más grande que la del gusano que Grenio había matado. El colosal gusano surgió de su agujero con rapidez, enviando una lluvia de arena y guijarros en todas direcciones. Tobía, que lo había visto por el rabillo del ojo, comenzó a retroceder. El ñurro se elevó cinco metros en el aire con la fuerza del empujón, pareció detenerse un momento, para dejarse caer luego con su peso formidable. Grenio se apartó de un salto, evitando ser aplastado. El siguiente ataque del ñurro fue un latigazo repentino de su cola tratando de clavarlo con el espolón de sesenta centímetros que sobresalía de la punta. Apenas había tocado el suelo, el troga fue barrido con violencia y arrojado varios metros más allá. El gusano enseguida se movió deslizándose por el suelo y levantó medio cuerpo sobre su víctima.
Antes de que la bestia se precipitara sobre él, Grenio se incorporó de un salto y arrojó la daga contra el cuello del ñurro. Emitiendo un chillido, este cayó al suelo, herido y enojado. El troga se aproximó resuelto, le asestó un golpe de puño que hizo que se retorciera más, con violentos movimientos en los cuales azotaba el aire con su cola y sacudía la mole de su cuerpo cavando la tierra. De nuevo Grenio lo golpeó, cuidando de esquivar la cola, y el gusano se irguió descubriendo el vientre. Grenio aprovechó para recuperar la daga, que al salir del cuerpo lo roció con una lluvia de líquido viscoso, y se apartó, a la vez que el gusano intentaba un ataque frontal. Grenio se apartó y la boca llena de dientes agudos fue a dar contra las piedras, y en ese momento el troga dio vuelta la daga en su mano y la deslizó por el costado de la cabeza, dejando un surco desde la boca hasta el cuero que recubría su dorso con espinas.
El gusano seguiría retorciéndose por horas, perdiendo sangre por esa larga herida. Con calculada temeridad, Grenio saltó sobre la cola de la bestia, aprisionándola entre sus brazos. Luego pareció retorcerla sobre el mismo animal como si lo fuera a doblar en dos. El espolón de la cola se rompió y con eso en sus manos el troga corrió al otro extremo y lo clavó profundo en la cabeza.
Tobía contempló como aquel monstruo quedaba fuera de combate. Lo había matado con sus propias manos y una cuchilla de cincuenta centímetros.
–A-a-así que esta es la madre –tartamudeó cuando Grenio volvió sacudiéndose las manos.
–No seas estúpido, este es un macho –replicó el troga.
–Entonces...
Amelia había estado dando vueltas en la habitación por horas. Consideró su situación: no la habían maltratado, ni atado. Pero era prisionera. Así no podría volver a su casa nunca. Tenía que huir y conseguir llegar al monasterio. Tal vez Tobía la rescatara, pero ¿se podía confiar en él? A los del pueblo les había dado un supuesto repelente de demonios sabiendo que corrían verdadero peligro: tres personas muertas y ocho animales se habían perdido. Escuchó un ruido tras la puerta, alguien se acercaba.
La joven se había alejado hasta la pequeña ventana que daba a la plaza cuando la puerta se abrió y entró un hombre barbudo y panzón. Este la miró de arriba abajo como midiéndola. ¿Ahora qué? Se preguntó ella, viendo cómo la evaluaba... le miró el pelo, los dientes, la cadera. Esto ya era demasiado, ¿no querría una novia, este anciano? Ella le apartó las manos con desprecio, el hombre rió y salió satisfecho.
Enseguida la joven escuchó una conmoción. ¿Vendría otro a medirla? No, el ruido venía del otro lado, de afuera. Se acercó al ventanuco que le permitió tener una visión estrecha del pueblo. Un grupo de gente corría hacia un lado, otro grupo armado de lanzas hacia el otro, el resto se congregó en la plaza.
Gritos y ruidos de madera rajándose. Una gran pelea se estaba dando afuera. Pasó un rato y entre más gritos, hubo una correría. Niños y mujeres huyeron despavoridos de la plaza. Oyó pasos, voces y un grupo de hombres armados salpicados de sangre, entraron en la habitación. Uno de ellos la tomó del brazo y la arrastró afuera. ¿Qué querían? La joven gritó de horror al divisar, entre el destrozo de cabañas y cadáveres ensangrentados, aplastados, algo como un enorme gusano erizado de espinas que se erguía tres metros en el aire boqueando y salivando.
Los hombres que la retenían le impidieron salir corriendo. La arrastraron hacia uno de los pilares de piedra que adornaban la plaza y allí la ataron por los pies, manos y cintura, dejándola como sacrificio para calmar a los demonios.
–¡No! –gritó Amelia al ver que pensaban dejarla ahí.
“¿Cómo voy a salvarme ahora? ¿Él va a venir a detener a este monstruo?”
–¡Auxilio! –imploró, con toda la fuerza de sus pulmones, cerrando los ojos al notar que el enorme gusano reptaba hacia ella.
La gente del pueblo se había alejado hasta el otro extremo de la calle, ocultándose tras los muros derruidos de las viviendas de ese lado. Los animales mugían aterrorizados desde el cobertizo donde los habían encerrado. El caballo de Amelia corcoveó, tirando de la soga que lo mantenía atado a un árbol cercano, chillando.
La hembra ñurro se abalanzó sobre la primera presa que encontró, enloquecida por el hambre y la necesidad de desovar pronto. Recién se había engullido un animal pequeño y sangre y pelo había quedado atrapado en su dentadura. Amelia casi podía sentir el aliento apestoso acercándose.
En el último momento, la joven sintió una corriente de aire que le sacudió el cabello y un alarido escalofriante. Abrió los ojos: alguien había atacado al monstruo en el instante que se arrojaba sobre ella, levantándolo en el aire y haciéndolo virar. La persona aterrizó del otro lado, el gusano monstruo se desplomó, despanzurrado. Lo habían abierto en un profundo surco que casi lo dividió en dos. Las entrañas se extendieron en el suelo, acompañadas de abundante líquido viscoso.
Espantada, Amelia observó a la persona que se acercaba caminando con calma luego de tremenda hazaña. La había salvado, pero qué poder... De cerca, pudo ver que parecía un hombre joven de rostro pálido, serio y delicado. Traía una espada en su mano derecha, vestía túnica gris y su cabello caía por su espalda, claro y brillante, enmarcando sus esbeltos hombros. Era la imagen de un ángel.
–Se iku –dijo al detenerse junto a ella para desatarla.
Amelia se quedó mirándolo estupefacta, pues con sus oídos había escuchado una lengua extranjera pero en su mente había entendido el significado como si hablara español. La saludó.
–Soy Bulen. Me doy cuenta que no eres de aquí.
El joven sonrió apenas. Luego, notando sus muñecas heridas por las ataduras tomó sus manos entre las suyas, blancas y frías. Notó la cortada en su mano de cuando alzó la espada contra Raño. Bulen rozó la herida con su mano. Amelia notó enseguida un alivio en su ardor. Después vio que la espada que sostenía él era la que ella guardaba.
–¿Es tuya? –adivinó él–. Gracias, la tomé prestada por un momento.
El joven la guió hacia las afueras del pueblo, mientras los pobladores salían de sus escondites a ver qué había sucedido con el monstruo, y a contemplar con asombro su cuerpo agonizante.
Cáp. 9 – Bulen
–¿Qué es eso que viene ahí? –exclamó Tobía señalando una figura que venía hacia ellos agrandándose rápidamente.
La figura se aclaró. El caballo de Amelia venía al galope, como huyendo. Enseguida escucharon gritos a lo lejos. El pueblo había sido atacado.
Cuando Grenio entró al poblado se encontró en medio de una gran confusión. La gente caminaba de un lado al otro, juntando escombros y arreando animales. Un grupo de niños gritaban eufóricos, rodeando una masa de carne que todavía se sacudía un poco, haciéndolos saltar de miedo cada vez que intentaban acercarse. Un grupo de hombres discutía acaloradamente en medio de la plaza.
–¡Amelia! ¡Amelia! –llamaba Tobía, recorriendo el sitio de desastre.
Grenio se plantó junto al grupo de hombres, viendo entre ellos al jefe con el que había hecho el trato.
Al registrar su presencia, el hombre se puso a exclamar nervioso y, arrodillándose, comenzó a implorar perdón.
Grenio lo miró con curiosidad. Notó el pilar y las cuerdas cortadas, y el ñurro muerto, entonces se volvió hacia el hombre y lo levantó con una mano por el cuello.
–No, no, no es mi culpa... –lloriqueó el hombre.
–Le dije que la quería viva, imbécil. ¿Qué le sucedió?
–Otro, otro... otro demonio se la llevó –tartamudeó el hombre mientras se ponía morado.
Tobía se apresuró a intervenir, viendo que en su furia Grenio estaba asfixiando al hombre.
–¡Eh! ¡No es momento para eso! Además esto es tu culpa por vendérsela...
Grenio soltó al hombre, que cayó desmayado al suelo, y se fue, maldiciendo su mala suerte.
Tobía lo seguía a caballo. El troga había llegado al río y comenzó a seguir un rastro hacia las montañas.
–¿Por qué no haces como la otra vez y te transportas hasta donde está ella?
Grenio se detuvo a considerarlo y contestó:
–Porque no tengo idea de cómo lo hice.
Bulen no soltó su mano mientras caminaban por la oscura llanura, hasta que se detuvieron junto a unas rocas para que descansara. Ella se sentó, abrumada.
–¿Cómo está tu mano?
La voz sonaba clara en su cabeza. Amelia se la enseñó. Mientras Bulen se arrodillaba frente a ella para estudiarla, Amelia se dio cuenta de lo hermoso que era. Se sonrojó.
Él la miró y sonrió levemente.
–¿No quieres contarme cómo llegaste a esa situación?
Amelia suspiró. Empezó a contarle todo desde que el troga se le había aparecido y al final suspiró, desahogada.
–Así que él se apareció junto a ti de repente.
–Dos veces.
Bulen se levantó y caminó unos pasos, meditando. Amelia se estaba preguntando si este hombre la ayudaría a llegar al monasterio y a su casa... Parecía tan amable, que sólo verlo le entibiaba el corazón.
–Así que tú eres descendiente de Claudio, por tanto la que va a cumplir la profecía.
–¿Qué profecía? –preguntó ella.
Bulen se volvió sorprendido.
–¿El monje no te dijo? Ah, bueno. El gran Tuké te contará sobre las últimas palabras del humano, que uno de sus hijos volvería. El clan Grenio espera hace 476 años que ocurra esto, para vengarse. Pero la profecía dice que uno de los descendientes acabará con el otro –Bulen se acercó y puso la espada en sus manos–. Te diré un secreto, cualquiera de Uds. puede matar al otro. Eso quiere decir que no tienes que morir...
–Yo...
Amelia lo miró, dudando. De repente, este ser tan agradable parecía un demonio tentador.
–Adiós, niña –Bulen se puso serio y comenzó a alejarse–; ahí vienen tus acompañantes.
–¡Amelia! –venía llamándola Tobía, a quien pronto pudo ver venir a caballo desde el brumoso horizonte.
Ella se levantó. Grenio pasó a su lado como una exhalación, persiguiendo a la figura de Bulen que se iba desvaneciendo a lo lejos.
Tobía desmontó y fue corriendo a abrazarla.
–¡Qué suerte! –exclamó, viéndola a salvo–. Pero, ¿con quién estabas?
–Tobía...
El troga volvió, enfundando su daga. Parecía enojado. Amelia notó que su rostro, manos y ropas estaban sucias y de él emanaba un olor espantoso.
–Jo to gruse tlo –venía quejándose; el kishime de pelo platinado, que había intentado llevarse a su presa, se había evaporado.
Ella lo miró, disgustada.
“¿Por qué vuelve siempre? Y este, que no entiendo lo que dice...”
Bulen apareció divertido por la cara del troga al verlo desvanecerse en el aire. Se materializó en un bosque en la ladera de la montaña donde los kishime se reunían. El compañero que lo esperaba lo miró con interés.
–Ese troga no tiene idea de cómo utilizar el poder de transportarse, geshidu, fue puro instinto –informó al kishime de ropas negras–. Señor Sulei, ¿me diría por qué me envió a proteger a esa mujer tan débil?
Sulei se apoyó contra el tronco de un árbol nudoso de follaje oscuro. Contempló las estrellas que titilaban más allá de sus hojas, tan lejanas, eternas, poderosas. Ellos tenían la posibilidad de conocerlas, de poseerlas, si tan sólo...
–Porque aún no debe morir. Como tú has visto, no está preparada para cumplir con la profecía ¿comprendes? Ahora tengo otro encargo para ti, querido Bulen.
“Espero que el Gran Tuké me recompense por esto”, meditaba Tobía, resignado, a la hora en que pararon a comer y descansar. El sol quemaba la piel y los ojos, alto en el cielo. Encima debieron conformarse con gusanos y bulbos que Grenio excavó con sus garras, y a pesar de que no quería ver nunca más en su vida un gusano, tuvo que comérselo. Tampoco tenían más agua que la humedad que podían chupar de abajo de las rocas.
Por otro lado, Amelia se sentó aparte con las piernas enrolladas y la cabeza escondida entre los brazos, exhausta por el calor y el sol que le taladraba el cráneo, muerta de sed, enojada, y ardiendo en deseos de volver a su hogar. Grenio le acercó unas raíces amargas, buenas para los dolores, pues él consideraba que lo único que podía poner de malhumor a alguien era perder con un enemigo, o estar adolorido. Pero sólo consiguió que la joven le lanzara las raíces por la cabeza, además de un par de piedras que tenía a mano.
–Qué mal agradecida –refunfuñó alejándose.
–¿Qué querías? –replicó Tobía, adoptando una expresión de filósofo indulgente–. Después que trataste de venderla como mujer de ese viejo... No te va a perdonar.
¿Quién quería que lo perdonara? Si era su enemiga, mejor que lo odiara y no que lo mirara con cara de inocente. Además, todavía estaba muy ofendido porque cada vez que ella lo sentía acercarse retorcía la nariz, asqueada por sus ropas que aún conservaban los restos de la batalla.
A la tarde alcanzaron las primeras estribaciones de la cadena montañosa, y aprovecharon el claro de luna y el fresco de la noche para avanzar más arriba.
–Falta poco –avisó Tobía, cuando se detuvieron a la sombra de una serie de montañas escarpadas.
Frente a ellos se extendían colinas fértiles, regadas por ríos de plateadas aguas que caían en cascadas de espuma blanca desde los murallones de piedra. Aunque agotada y sin fuerzas, Amelia no vaciló en correr al arroyo más cercano, para comprobar la pureza del líquido con el cual pudieron saciar la sed. El caballo también parecía revivir en estas pasturas. El grupo se durmió junto al rumor de una cascada, entre las rocas que bordeaban el espejo de agua. Al alba comenzarían la ascensión y muy pronto llegarían al monasterio.
Cáp. 10 – El ataque kishime
Amelia se despertó sobresaltada. Había tenido otro de esos sueños extraños, en que se veía envuelta en escenas de sangre y muerte y le parecía ser otra persona. Se sentía como alguien distinto, que no se impresionaba con escenas de duelos, mutilaciones y campos cubiertos de ceniza y sembrados de cuerpos miserables. Sin embargo ella estaba allí, mirando detrás de esos ojos fríos, y al despertar se sentía terrible.
El cielo parecía aclarar detrás de los altos picos despejando algunas sombras a su alrededor. Pronto podrían seguir el viaje, y eso la hizo olvidar de sus malos sueños, pensando que tal vez lograra volver a su mundo. Librarse de este ser extraño y peligroso que la perseguía, que siempre estaba cerca mirara donde mirara. Se incorporó y lo buscó... allí estaba la sombra; la observaba sentado a contraluz.
Había algo extraño, su mente la alertó. Tobía dormía del otro lado de la consumida fogata, tranquilo, arrullado por el rumor del agua. Más allá se levantaba una roca y sobre ella, otra figura oscurecida estaba de pie.
De pronto se dio cuenta de que estaban rodeados.
–¡Qué! –exclamó ella.
En ese momento la figura sentada se movió un poco y la luz grisácea brilló en su cara y cabello. Pudo ver que no se trataba de Grenio, que no se hallaba ahí con ellos.
–¿Qué te pasa? –preguntó somnoliento Tobía.
–Hay... u-nas p-perso-nas –tartamudeó Amelia en susurros.
El tuké se levantó de un salto. El círculo se cerró sobre ellos: cinco de apariencia humana, uno de ellos tenía al caballo sostenido por la brida y el animal se resistía, y el sexto, la figura que la había estado observando, quien se levantó sin prisa y se acercó a ellos.
–I gosu to fishi elo... ilo sofú.
Se trataba de un hombre joven, muy delgado, alto, de huesos largos y piel blanquísima, casi transparente. Se parecía a Bulen por su delicadeza de rasgos, pensó Amelia. También tenía cabello fino y claro, y ojos grises. Sin embargo, el tono de sus palabras había sido de desprecio y no las había comprendido en su mente.
–¿Qué quieren? –preguntó Tobía, serio, acercándose a la joven con ademán protector.
El alto, que parecía ser el jefe de los otros humanos, extendió un brazo hacia los dos y dijo sin emoción:
–Pelüshi lo.
En el acto los cinco humanos extrajeron de entre sus ropas brillantes cuchillos.
Amelia quedó paralizada. Tobía exclamó algo en su idioma y soltó en el aire el contenido de su bolsita de polvo anti-demonio en el momento en que uno se adelantaba con el cuchillo alzado. Al mismo tiempo le dio un tirón del brazo a Amelia, haciéndola trastabillar y caer al lago formado por la cascada.
–¡Huye por atrás! –la joven escuchó que le gritaba en el instante en que se hundía en el agua helada.
En medio de la noche, Grenio se había alejado hacia lo alto de la montaña, trepando con facilidad la pared de roca gris. Cuando estaba cerca de esta joven no podía descansar, atormentado por sueños inquietos que no le pertenecían. Creía que la cercanía de la heredera de un enemigo mortal despertaba la sangre de sus antepasados, que ansiaban la venganza, y lo hacían ver en sueños las escenas de destrucción que habían padecido.
Había alcanzado una meseta de salvaje belleza iluminada por luz lunar. Esta penumbra le sentaba más que el sol directo por la sensibilidad de sus ojos. Se iba a sentar sobre una saliente rocosa cuando, a lo lejos, creyó ver una figura blanca. Tan luminoso, debía ser un kishime; tal vez el que había seguido antes. Sin dudar, partió en su dirección a paso ligero.
Al rato la figura pareció percatarse de su presencia. En vez de huir, lo esperó con paciencia.
–¡Jo fre tse! –le gritó Grenio al ver que era el mismo que había rescatado a la humana del ñurro.
Bulen no había tenido la mínima intención de marcharse y por eso le sonrió, condescendiente. Sulei le había dicho que no debía matarlo pero no le había prohibido divertirse un poco con esa bestia. Simplemente alzó una mano para detener la carga de Grenio, que se había lanzado sobre él sin parar su carrera. El troga notó, desconcertado, que su golpe era desviado con un solo movimiento de brazo y un paso al costado. Clavó los talones en la tierra y dio la vuelta.
Mientras Grenio sacaba su daga, Bulen se quedó inmóvil. En cuanto el otro intentó embestirlo con la estocada lista, Bulen se inclinó ligeramente y se impulsó hacia arriba como si flotara, eludiendo su golpe y elevándose un par de metros en el aire. Luego fue a aterrizar a sus espaldas con suavidad, como si la gravedad no lo afectara. Grenio giró enseguida con el brazo extendido, y esta vez la hoja pasó a escasos milímetros del cuello de Bulen.
Tomándolo en serio, alzó los brazos y puso las manos juntas, haciendo acopio de su energía entre las palmas. Grenio trató de zambullirse a un lado, en cuanto vio que el otro podía materializar una bola de fuego y lanzarla contra él. Sin duda este era un kishime de alto rango, no un debilucho flaco como otros. Su movimiento logró salvarlo a tiempo de quedar chamuscado y la energía se estrelló contra el piso en rápidas viboritas de electricidad, para luego regresar con su dueño original. Bulen absorbió por los pies su energía desperdiciada y pareció resplandecer por un momento.
Levantándose de un salto, Grenio se arrojó contra él, logrando aferrarle un brazo, e iba a darle un buen golpe en la cara, cuando para su asombro el otro le habló, directo en su mente:
–Hueles mal.
Bulen le puso la mano libre en el pecho, descargando un terrible golpe de corriente que lo tiró contra el suelo, la ropa humeante donde lo había tocado.
–Peleas como una bestia sin gracia –se quejó Bulen, volviéndose para marcharse.
Grenio se incorporó e intentó alcanzarlo, pero en el momento en que puso sus manos en él, el cuerpo de Bulen se tornó transparente y se convirtió en una nube de mariposas brillantes, que desaparecieron en el aire nocturno, dejándolo solo.
Las horas pasaron, el cielo perdió su negrura y Grenio calculó que la humana ya debía de haber despertado. Volvió al campamento.
Amelia había caído al agua, soltando todo el aire mientras se hundía. La corriente la arrastró. Pensó que se iba a ahogar. Abrió los ojos y el agua le punzó con su oscuridad. Pataleó, movió los brazos, tratando de resurgir. Un bramido insoportable parecía aplastarla. Se sintió arrastrada por la impresionante corriente formada por la cascada a la vez que las tinieblas la envolvían y perdía el conocimiento.
Tobía cayó al suelo encorvado, sosteniéndose la herida del estómago de la que parecía brotar un río de sangre, apretando los dientes para no gritar. Había actuado para salvar a la joven, entonces el Gran Tuké tendría que honrarlo al menos por esta vez. Pero estaría más feliz de escuchar sus halagos de este lado de la tumba.
Un hombre lo sujetó de la cabeza y el otro lo amenazó poniéndole el cuchillo en la garganta.
El que parecía el jefe hizo una seña y dos de sus hombres partieron río abajo.
–¿La pelüshi, Zoli? –preguntó el del cuchillo, dirigiéndose al kishime de pelo blanco.
Zoli movió la cabeza con gesto contrariado. Se volvió hacia Tobía y lo interrogó.
–¿Dónde está el troga?
Aunque hubiera estado dispuesto a contestar, el tuké tenía la lengua trabada, tan paralizado de miedo como de dolor.
–¿Flo cha ja? –gruñó alguien a sus espaldas.
Zoli miró sorprendido pues no había sentido a nadie aproximarse. El troga estaba parado junto a la cascada, dominando la escena. El kishime se sobresaltó aún más cuando Grenio acortó los cinco metros de distancia de un salto y se alzó a su lado. Le llevaba una cabeza. Zoli lo observó impresionado, aunque tratando de no ponerse en evidencia.
–¿Tro ‘pe pogasa? –inquirió Grenio, viendo que Amelia no estaba allí.
El lugar donde dormía estaba desarmado. Enfurecido al darse cuenta de que tal vez estos se hubieran robado a su presa, Grenio se enfrentó a los cuatro hombres, notando algo más:
–¿Frugo?
–¿Parásitos? ¿Íncubos? –repitió Tobía.
Ahora entendía por qué estos humanos seguían las órdenes de un kishime. Algunos de su raza tenían la capacidad de ocupar el cuerpo de trogas o humanos, una vez que su propio cuerpo ya no les servía.
Al ver que Grenio se ponía violento, uno de los incubos amenazó de nuevo la garganta del monje.
–A-yu-da Gre-nio –imploró Tobía.
Sabía que era el fin.
–¿Para qué? –replicó el troga sin mirarlo, mientras se acercaba a Zoli.
De repente, este movió un brazo. Grenio dio un salto atrás, apenas a tiempo de evitar que un latigazo de luz, rápida como relámpago, lo cortara en dos. Zoli tenía en su mano una espada de hoja larga y flexible, como una lengua de seda color plata. Al mover su brazo con rapidez, la hoja volaba por el aire zumbando y cortando todo a su paso. Grenio esquivó con dificultad tres latigazos y luego echó a correr hacia el bosque que empezaba unos metros más allá, pensando en encontrar un medio ambiente mejor para derrotar a este nuevo enemigo.
Como un acto de despedida, antes de seguir a sus compañeros, un kishime clavó a Tobía al suelo por medio de una cuchilla atravesada en su pecho.
Bulen recién había terminado el encargo de Sulei. Venía especulando cuales serían las razones de su superior para actuar de esa forma. De todas maneras, nunca discutiría los planes de Sulei. Podía sentir las hojas podridas como un colchón húmedo bajo sus pies descalzos y cómo el bosque hervía lleno de vida animal. La luz se filtraba entre las ramas como lluvia de plata. Entre los troncos y el follaje, divisó la superficie brillante de un río.
Saliendo de entre los árboles, caminó hacia el río de aguas transparentes y hundió sus pies en el agua. Le habían dicho que era su elemento originario. Tranquilo, Bulen contempló el río que venía desde la cima de las montañas, rápido y profundo en ese punto.
Algo flotaba con la corriente acercándose a él a toda velocidad. Parecía un banco vegetal o un animal muerto. Al pasar frente a él, Bulen se dio cuenta de que se trataba de un cuerpo. Saltó sobre el agua, lo recogió y salió del otro lado del río.
Al tenerla entre sus brazos enseguida vio de quién se trataba. “Esta joven no sabe mantenerse libre de problemas”. No respiraba y estaba fría. Bulen consideró que a Sulei no le gustaría esto. Tenía que hacer algo y pronto.
La depositó en el suelo y acercó su boca a los labios entreabiertos de la joven. Sopló su aliento en su cuerpo, alejando el frío de la muerte. Luego la puso de costado para que saliera el líquido de los pulmones. Amelia tosió, su cuerpo se crispó y empezó a expulsar el agua de su garganta. Aún tosiendo, abrió los ojos y apenas ver sus manos y fina figura, reconoció a quien la había salvado por segunda vez.
–¿Qué te pasó? –le preguntó Bulen apenas estuvo recuperada como para sentarse.
–Nos atacaron... –murmuró ella, temblando de frío.
La ropa chorreaba y se pegaba a su cuerpo. ¿Qué iba a hacer ahora? Se preguntó Amelia en cuanto se dio cuenta de que había perdido al único amigo que tenía en ese mundo, y la única guía para llegar al monasterio. Sin embargo, este joven delgado de rostro impasible, le transmitía una calma que no tendría que haber sentido en ese momento. Creía que no tenía malas intenciones hacia ella y que podía confiar en él. Aún así, le daba vergüenza pedirle ayuda, apoyarse en él cuando no era responsable de su situación.
–No sé qué hacer... –musitó.
Comprendió su situación y, aunque molesto por tener que ser compasivo con esa figura desamparada, Bulen decidió que tendría que hacer que las cosas marcharan bien para ella.
–Yo te acompañaré hasta donde están los tukés.
Extrañado por la tardanza de Bulen, quien siempre cumplía sus deseos al pie de la letra, y pensando en pasar el tiempo en un lugar donde no corriera el riesgo de toparse con otros kishime, Sulei había dejado su centro de reunión para ir a pasearse en un bosque a los pies del templo tuké. Había estado caminando, perdido en sus recuerdos y planes, cuando creyó oír un grito. Enseguida notó que la naturaleza a su alrededor estaba extrañamente callada.
Hasta parecía que el viento había dejado de soplar y los árboles de susurrar. Claro que sólo era la sensación por la cual su instinto entrenado le hacía saber que algo sucedía. Escuchó dos voces bien distintas, dos personas que venían corriendo en su dirección.
Los dos hombres que Zoli había mandado a recuperar a la muchacha, viva o muerta, habían descendido la corriente siguiendo la ribera, pero en ciertos puntos tenían que cortar camino entre los árboles. En un recodo del río salieron de la penumbra del bosque y se encontraron en un amplio pedregal donde el río se ensanchaba. Se detuvieron. Allí se encontraba una figura de negro, que se volvió hacia ellos con lentitud y sin temor a pesar de que venían armas en mano.
Apenas los vio, Sulei percibió que eran kishime. ¿Qué hacían ahí? ¿También buscaban al elegido? Pero más importante, no debían verlo a él. Ellos titubearon, en el momento que observaron el brillo violento en los ojos de Sulei, y luego decidieron atacar. Se lanzaron contra él a toda velocidad. Sin inquietarse, Sulei esperó que se acercaran y en el último momento se movió hacia delante, al tiempo que con un brazo desarmaba a uno y con el otro le pegaba en la cabeza al otro, tirándolo al suelo. La cuchilla que salió volando terminó en su mano. Con su propia arma, atravesó la garganta del íncubo, que todavía no se había percatado de lo sucedido. El otro, viendo que se enfrentaban a alguien superior en habilidades, permaneció inmóvil en el suelo.
–Deli so Zoli –murmuró, disgustado por no haber cumplido su misión.
–Gracias –le dijo Sulei a la vez que le destrozaba el cráneo contra una roca.
Aunque los kishime y los troga eran razas rivales desde tiempo inmemoriales, nunca se había hallado en una situación donde lo persiguieran directamente. Lo habían venido a buscar a él, Grenio. Esto debía tener alguna explicación. Tenía que saber qué pasaba. El troga detuvo su carrera y se dio vuelta. El kishime ya lo había alcanzado. Vio venir su lazo de plata zumbando entre las ramas antes de que su propietario se plantara frente a él. La hoja cortó varias ramas como si fueran manteca, errando a su pierna por casualidad. Pero su velocidad había disminuido un poco en este territorio; si quería cortarlo tendría que esforzarse y talar todo el bosque.
Zoli movió su brazo y la hoja onduló en el aire, cambiando de sonido y color. Una hoja menos brillante pero igualmente filosa atacó al troga, en una ondulación paralela al piso. Asombrado, Grenio notó que esta vez el kishime había cortado los troncos de los dos árboles que se hallaban junto a él. Se apartó a un lado cuando estos cayeron con estrépito, y mirándose la mano hábil, notó que aunque se había salvado tenía un corte profundo en el brazo. La sangre brotaba abundante de la herida. Tomó su daga con ambas manos para controlarla mejor. Si se le había ocurrido que los árboles detendrían a este kishime, se había equivocado. No podía huir, y no sabía cómo iba a contraatacar. Pero no podía perder, no cuando todavía no había cobrado la deuda de su clan y era el último que quedaba para hacerlo.
Cáp. 11 – Salvada otra vez
Su cabeza todavía estaba confusa. Cuando cayó al río, su seguridad se había roto una vez más. Desde que su mundo había desaparecido, no había un momento que al creerse confiada no sucediera algo inesperado que la dejaba en peores condiciones. Amenazada de muerte por un alien con apariencia de demonio, perdida en otro mundo, acompañada de un monje sospechoso, a punto de ser devorada y luego vendida a unos hombres como esclava. Estaba sorprendida de haber sobrevivido a todo eso sin perder la cabeza. Y ahora tenía más problemas. “Yo sólo quiero volver a mi casa”.
Bulen, que iba caminando enfrente, se detuvo de golpe, y le preguntó volviéndose hacia ella:
–¿Dijiste algo?
La joven negó con la cabeza.
–Estabas pensando con mucha fuerza –comentó él, mirando a lo lejos.
Amelia se quedó parada, un poco asustada de alguien que podía saber lo que pasaba por su cabeza. ¿También se habría dado cuenta de que lo había considerado lindo?
Siguieron caminando río arriba. Él era la persona en la que podía confiar ahora. Decidió no preocuparse más que por lo inmediato: llegar al monasterio de los tukés, y de ser posible, ver que había sucedido con Tobía. El otro, meditó, se había ido y no parecía estar involucrado en este ataque. Mejor sería si no volvían a encontrarse. Amelia notó que Bulen se había detenido de nuevo.
–¡Ah...! –se tapó la boca para reprimir el grito que no había podido evitar al ver la masacre.
Se aferró de la manga de Bulen, quien contemplaba los dos cuerpos, uno desangrado con un cuchillo atravesado y el otro con la cabeza partida, sin expresar ninguna emoción.
–Es que nunca había visto un muerto... en vivo y en directo –explicó ella, tratando de taparse los ojos con una mano pero igual mirando entre sus dedos.
Bulen la miró por el rabillo del ojo, incrédulo. A pesar del asco, Amelia sintió una especie de alivio al reconocerlos.
–¡Oh, son ellos!
No tenía otra salida. Tenía que atacar también. Inspiró hondo, notando que había estado corriendo y peleando muy agitado, casi en pánico. Vio la espada volar hacia él, esta vez sacudida en diagonal, de izquierda a derecha y de arriba abajo. En lugar de tratar de evitarla saltando hacia atrás como antes, Grenio se lanzó hacia delante, pasando apenas por debajo del corte fatal y tirándose de cabeza contra Zoli. Se dio contra el brazo que sostenía esa molesta arma, y terminó con un puñetazo al rostro.
A pesar de que su cara mostraba una marca roja oscura sobre su delicada piel blanca, Zoli no se doblegó. Es más, esbozaba una sonrisa al momento de caer sentado al piso. Grenio tenía la daga en su mano derecha, puso en tierra una rodilla e intentó degollarlo. Pero, en el último momento, su cuchillo chocó contra algo duro en lugar del cuello suave de Zoli. La espada, que aunque no la había soltado estaba fláccida en el suelo, retrocedió hacia su dueño como si estuviera viva, convirtiéndose en una hoja ancha, corta y gruesa. Enseguida Grenio intentó otra estocada, preguntándose aún de donde había sacado otra arma.
De nuevo los puñales chocaron y ahora Grenio intentó tomarlo del brazo con la mano herida, para hacerle soltar el arma. Zoli intentó liberarse de su apretón, pero esa mano parecía de piedra. Entonces Grenio comprendió que el kishime había estado manipulando el elemento metal de la espada, haciéndola cambiar de forma a su conveniencia. Ahora, se transformó de nuevo en una cinta larga y fina, que se enroscó alrededor del torso del troga, amenazando con cortarlo en dos. El metal atravesó su ropa y empezó a clavarse en su carne lentamente, impidiéndole moverse o respirar. Sin embargo, no había soltado el brazo de Zoli y aun tenía su mano derecha libre.
Viendo que todavía pensaba en atacarlo con la daga, Zoli decidió terminar con el troga de una vez. Tendría la gloria de haber acabado con el evento legendario que los amenazaba. Primero detuvo su cuchillada y estrujó su mano haciendo caer la daga, ahora lo partiría en dos.
Grenio apretó los dientes. La sangre manaba en torno a la hoja plateada como jugo de una fruta madura. A pesar de ser más grande, el dolor lo había debilitado y su estocada final no había funcionado. Pero no podía morir. Deslizó su mano izquierda, que todavía sostenía el antebrazo de Zoli, más abajo, hasta su muñeca, y la estrujó con todas sus fuerzas.
Zoli lanzó un alarido.
Miró atónito, allí donde antes estaba su mano, ahora tenía un pedazo de carne sangrienta.
Su mano derecha arrancada, aún sosteniendo su espada, había caído a los pies de Grenio, quien se vio libre del terrible filo en el momento en que este ya no contó con el control de su dueño.
Zoli gritó de nuevo, de rabia y dolor. Cayó de rodillas sosteniéndose el brazo, aturdido. Sus hombres al fin lo habían alcanzado, pero se quedaron helados al escuchar sus gritos. Desde el borde del claro, observaron a Grenio moverse hacia ellos luego de haber desnucado a su jefe, un demonio bañado en sangre, la ropa colgando destrozada, los dientes apretados asomando y los ojos rojos de furia.
Presintiendo el ataque un segundo antes que el golpe los alcanzara, Bulen tomó a la joven entre sus brazos y saltó, liviano.
–¿Qué... –musitó Amelia, los ojos muy abiertos fijos en la escena más allá del brazo de Bulen, donde una onda de energía había destrozado las rocas en el lugar donde habían estado parados.
Un terrible poder, capaz de pulverizar rocas y dejar como marca un círculo negro chamuscado.
¿Quién era capaz? Se preguntó Bulen, volviéndose a mirar el bosque del otro lado del río, de donde había venido la onda. Un kishime de alto rango, y además, él creía conocer bien el tipo de aura dejado por el ataque. ¿Por qué? Bulen miró a Amelia, que seguía pegada a sus brazos, mientras observaba desorbitada el desastre.
–Vete –le dijo.
La joven lo miró a los ojos, asustada. No quería irse sola. ¿Por qué le decía ahora que se fuera?
Bulen se soltó y le dio un ligero empujón.
–Ve hacia la cascada. Estarás bien. Yo me encargo de esto.
Sus palabras, su tono, no admitía réplica. Además, antes que ella pudiera quejarse, Bulen salió corriendo y saltó el río, donde no podía seguirlo.
Dudando, temerosa, Amelia arrancó a correr río arriba, huyendo de esa escena. ¿Alguien había atacado a esos hombres, y ahora a Bulen? Qué seres terribles que sólo pensaban en exterminar y luchar, unos a otros sin razón. ¿Y cómo? ¿Tenía un arma o lo había hecho con sus propias manos? ¿Magia, poderes sobrenaturales acaso?
Avanzó entre los árboles, corriendo, las ramas bajas golpeándole la cara y sin animarse a mirar atrás. No tardó mucho en llegar al punto donde habían pasado la noche, al pie de la cascada. Diminuyó la velocidad al ver los restos de su campamento. Esos hombres ya se habían marchado. Su caballo ya no estaba por allí –rogó que no lo hubieran matado– y tampoco encontró a Tobía, aunque sí había restos de sangre derramada.
Amelia se acercó con cuidado a la orilla y miró en la laguna, temblando por si llegaba a encontrar su cadáver, como temía, pero no pudo divisar nada flotando o sumergido.
“¿Adónde se fue?”
–¿Tobía? –preguntó en voz alta.
Pero sólo le respondió la brisa entre los árboles y el bramido de la cascada.
Bulen se detuvo del otro lado y esperó a que la joven se decidiera a marcharse. Entonces se metió entre los árboles con paso tranquilo.
–Mo kebe so shu de –dijo, y frente a él apareció Sulei.
Bulen lo miró inquieto.
–¿Por qué me atacaste?
–No te preocupes, amigo mío –respondió Sulei poniéndole una mano en el hombro y sonriendo–. Sólo quería librarte de esa joven.
–Gracias, pero eso puedo hacerlo solo –replicó el otro un poco enfadado.
¿Por qué desconfiaba de sus habilidades?
Sulei lo miró un momento y se puso a reír.
¿Se reía de él?
–No entiendes a las mujeres humanas, Bulen. Los estuve observando un rato. Esa muchacha estaba totalmente cautivada contigo.
–Pero...
–Ella te ve como a un joven humano. Tienes una buena apariencia, ¿no lo sabías?
Molesto, Bulen se quejó:
–Yo...
–No más –replicó Sulei abruptamente–. Puedes salvarla de cualquier peligro, pero hazle saber que no puede enamorarse de ti.
“¿Qué debo hacer? ¿Volver a buscar a Bulen? El parecía saber cómo llegar con los tukés, pero no sabía si era correcto buscarlo luego de que le mandó alejarse. Tal vez lo pusiera en peligro. Tal vez fuera una carga. Amelia sentía un nudo en la garganta como si estuviera a punto de llorar. “Algo de lo que dijo Tobía debe ayudarme a llegar. Subir la montaña por lo menos... me acercará al monasterio”.
Inspirando fuerte para tomar ánimo, la joven se dirigió a la pared de roca que le impedía el ascenso. ¿Cómo iba a escalar? Trató de subir apoyándose en algunas salientes, pero a dos metros del suelo, se encontró trabada y al mirar abajo se asustó de caer de más alto. Bajó y se sentó junto a la cascada. “Huye por atrás”, resonaron las últimas palabras del tuké al empujarla al agua.
“¿Atrás de qué?” pensó, confusa.
¿Por atrás... de la cascada? Tal vez la había lanzado al agua para que nadara hacia la cascada, pero ella había sido arrastrada por la corriente. Amelia se levantó, animada por esta idea, y miró como caía el río, espumoso, entre las rocas. No, nadar hacia allí implicada ser aplastado por el torrente de agua. Era inútil. ¿Tendría que caminar a lo largo de la montaña hasta encontrar un paso?
Un momento antes de marcharse, Amelia miró la cascada y se dio cuenta de que entre la caída de agua y la pared de roca había un espacio estrecho por donde podía pasar una persona.
Se metió en ese espacio horadado por milenios de corriente y se encontró en una especie de cueva penumbrosa que se internaba en la montaña. Poniendo la mano sobre la pared húmeda y fría, caminó cerca de veinte minutos por un suelo resbaloso que bajaba y subía irregularmente. Entonces llegó a un espacio amplio, iluminado por una abertura en el techo de la cueva. Miró arriba: la bóveda se extendía muchos metros más allá en medio de un ambiente nebuloso.
Una vez que sus ojos se habían acostumbrado a la luz del sol, se dio cuenta de que siguiendo la pared de la caverna había una especie de camino esculpido en la roca, incluso con escalones para facilitar la subida. Así que Tobía tenía razón, había un atajo por atrás de la cascada.
Recuperando la confianza, Amelia avanzó veloz por el sendero. Volvería a su mundo, sin duda.
–¡Eh!
Amelia se quedó paralizada al escuchar una voz en ese lugar.
Alguien le hablaba y la voz parecía venir de arriba. Buscó la fuente del sonido.
Unos metros más arriba, una cabeza sobresalió de la roca y le sonrió:
–Te estaba esperando –dijo Tobía.
Feliz, la joven se apresuró a subir unos escalones tallados en el muro para llegar al otro nivel. Allí estaba Tobía, tendido en el piso, aún débil por sus heridas, que había logrado llegar hasta allí con mucho esfuerzo.
–¿Qué te hicieron? –inquirió Amelia, viendo la sangre seca en sus manos y túnica–. ¡Dios mío! –exclamó al notar el agujero dos centímetros debajo de la clavícula.
–Sí... necesito un poco de cuidado –asintió Tobía, con un rostro tan feliz que ella no pudo entender. Estaría delirando.– Pero por suerte llegaste, estaba preocupado... Je, je. Se me ocurrió que no te había preguntado si sabías nadar.
Amelia gruñó algo, pero aún así estaba contenta y aliviada de que estuviera vivo. Lo ayudó a levantarse y juntos continuaron ascendiendo, hasta llegar a un recodo donde el tuké indicó que debían entrar. Atravesaron un par de metros en la oscuridad, tuvieron que apartar unas hierbas secas y salieron al exterior.
Se hallaban en una extensa meseta marrón rodeada por montañas escarpadas. El sol les quemaba el rostro y el viento soplaba helado. Pero estaban muy cerca de su destino, como pudo confirmar y alegrarse, cuando Tobía le señaló la enorme construcción de piedra gris que se levantaba unos cientos de metros más arriba.
Cáp. 12 – El monasterio
Con la herida de Tobía y las veces que tuvieron que parar a descansar, les tomó el resto del día llegar a las puertas del monasterio. Amelia fue la que los impulsó en el último tramo, casi cargando al tuké que venía recostado en su brazo. Mantenía los ojos fijos en la estructura de piedra que se erguía sobre las rocas. El alivio que sintió al llegar al sendero que conducía a una puerta doble de tres metros de alto, fue tanto como el aliento que recibió Tobía que venía creyendo morir en medio del camino.
Las sombras de la noche los rodearon. No había salido ningún satélite natural que los iluminara en sus últimos pasos. Amelia y Tobía se detuvieron junto al portal, y en ese momento alguien apareció a su lado. Alguien que los había estado esperando desde hacía un par de horas, paciente, sentado a la sombra de una roca junto al camino.
La joven gritó al ver al troga aproximándose. Soltó a Tobía, quien incapaz de sostenerse a sí mismo cayó sentado, se abalanzó sobre la puerta y comenzó a dar golpes.
–¿Estás aquí? –murmuró Tobía, extrañado, pues había creído que el troga había escapado, y recordar eso lo enojó–. Tú, me abandonaste –se quejó, a la vez que se sostenía el costado herido.
–Ja ro otla tu cho –replicó Grenio con indiferencia, porque no se iba a molestar en defender a un tonto.
Tobía recién entonces observó que el troga estaba en bastante mal estado.
Ambos se volvieron hacia la joven, que seguía llamando y golpeando frenética, hasta que junto al portal apareció la luz de una vela y pronto se oyó el ruido de maquinaria pesada. Amelia detuvo sus golpes en cuanto sintió que la puerta se descorría sobre sus goznes.
Se entreabrió y un haz de luz surgió de la rendija.
Primero se acercó Tobía, cojeando, y se detuvo a explicarle al tuké de adentro quiénes eran. El monje asintió un par de veces y junto a otro abrieron la puerta de par en par. Amelia entró ayudando a Tobía a caminar. Grenio los siguió, indiferente a la mirada de protesta de la mujer.
En el patio se encontró con una sorpresa que la hizo olvidar de la mala compañía. El caballo que la había traído casi todo el viaje estaba allí, estaba sano y salvo e incluso conservaba la alforja con la espada de Claudio. Amelia corrió a su encuentro y el animal pareció reconocerla y sus ojos brillar de alegría. Acarició el morro y lo besó, alisando su pelo brillante.
–¡Qué buen animal eres!
Uno de los tukés que habían salido de sus distintos pabellones y edificios a recibirlos, le dijo:
–Lo encontramos en la puerta esta tarde. Al parecer vino solo, buscando a su dueño, señora.
Grenio y Tobía la miraban entretenerse con el caballo como si se hubiera olvidado de todo el cansancio de la jornada. En cambio ellos necesitaban reparación. Sin embargo, si Tobía pensaba en quejarse, se contuvo al encontrarse cara a cara con el Gran tuké.
Se trataba de un hombre más bajo que él y calvo, que aparentaba tener cien años pero lucía unos ojos negros con la vivacidad del fuego.
–Bueno... Así que Tobía es quien se jacta de haber encontrado al elegido –saludó con voz profunda y tono socarrón.
Suspirando, el monje replicó: –Es cierto, señor. Si me permites contarte todo, tú mismo lo proclamarás. Esta joven es la elegida.
Todos los monjes que se habían congregado en el patio, que ahora sumaban cincuenta o más y miraban con curiosidad a la humana, el caballo y el troga, primero volvieron sus miradas asombradas hacia Tobía al oír sus palabras, y después hacia Amelia, escépticos.
–¿Es otro de tus inventos? –preguntó el Gran Tuké a Tobía, con voz serena que dejaba traslucir cierta irritación.
–Tobía... –Amelia se acercó al tuké al percibir las miradas fijas sobre ella y la duda en la voz del Gran Tuké–. Tú me dijiste... ¡Ah, ya sabía que no eras de confianza! –exclamó al fin exasperada.
El Gran Tuké la miró con curiosidad, y con más amabilidad que antes, fijándose también en el troga.
–Y este es el miembro del clan Grenio del que les hablé antes –se apresuró a explicar Tobía notando que su superior parecía ablandarse. Además añadió un poco de drama al asunto–. Oh, apenas logramos llegar vivos hasta aquí. Todos fuimos atacados por kishime cerca de la cascada. Yo estoy herido en tres lugares –mostró Tobía, descorriendo su túnica–. Grenio también, lo pueden ver... y Amelia, la humana, fue lanzada al río.
–¡Tú me tiraste al río!
El gran Tuké interrumpió a la joven que estaba a punto de estrujar al herido que había cargado con dificultad hasta allí, y le dijo con solemnidad:
–Señora mía, que puedas hablar un idioma del otro lado es prueba de que no eres de este mundo –el tuké la tomó del brazo conduciéndola hacia un edificio cercano, mientras posaba la mirada en el troga–. Además, el instinto del clan Grenio no puede equivocarse respecto a su adversario.
Amelia sonrió. Este hombre sí parecía saber de qué hablaba. Esa noche pudo descansar por primera vez en días, sabiendo que dentro de poco volvería a su hogar. ¿Qué les diría a su madre y a su tía? ¿Cómo explicaría donde había estado tanto tiempo? Si no inventaba una buena historia iba a ser castigada hasta el día que cumpliera dieciocho años. Calculó cuantos días faltarían, mientras se aseaba en un amplio baño de azulejos con diseños de vides y se ponía las ropas que le habían prestado estos amables monjes. Aunque la idea de la elegida le parecía una superstición que esta gente debía de mantener por religión, la trataban muy bien. Luego la llevaron a una habitación enorme y lujosa, le trajeron comida de diversas clases con la que se atiborró y al final pudo dormir en una cama mullida y tibia.
A la mañana siguiente, se despertó por los pasos del monje que vino a traerle ropa nueva y artículos de aseo, como peines y jabones perfumados. Somnolienta, escuchó que este le avisaba que la esperaban para desayunar, el Gran tuké y los otros. Se desperezó, se peinó y lavó la cara con total calma y eligió algunas prendas. Al final, comprobó en el gran espejo que ocupaba toda una pared como le sentaba la pollera larga azul y la blusa de manga corta celeste que había seleccionado por ser lo más sencillo, y salió al pasillo. Entonces se dio cuenta de que no había prestado atención sobre adónde debía dirigirse.
Comenzó a caminar, tratando de seguir la ruta de la noche anterior hacia el patio central, que se distinguía por sus fuentes y baldosas celestes y grises en círculos concéntricos. Al rato de deambular por pasillos, arcadas y patios, se encontró en el lugar buscado. Allí también estaba el que no quería encontrarse, Grenio, entretenido en admirar el caballo que ella consideraba suyo.
Amelia se apresuró a interponerse y colocó una mano sobre el animal con ademán protector.
–Ta jurro onia –murmuró él, mientras la contemplaba pensativo y cruzado de brazos.
Sus cortes casi habían sanado, excepto la herida profunda del pecho. Pero esta se hallaba oculta bajo las ropas que también le habían dispensado y que había terminado aceptando, a pesar de no estar habituado a ese tipo de prendas que parecían kishime, ni acostumbraba aceptar nada de humanos. En lugar de su destrozada capa de tela burda y su pantalón que más bien parecía taparrabos, ahora llevaba pantalones, túnica larga y chaleco bordado.
La muchacha observó que los tukés no habían tocado la espada, y pensando en que era un peso para este animal que tan fiel le había sido, desabrochó la funda de la montura. Pesaba tanto que casi se le resbaló de las manos. Se agachó y la colocó en el suelo. En el acto, vio los pies de Grenio que continuaba junto a ella inmóvil, y la empuñadura labrada que brillaba al sol. Puso su mano derecha sobre el diseño, sintiendo el roce frío del metal, y recordó lo que le había dicho Bulen. Alzó los ojos y vio que el troga la seguía mirando con insistencia. “¿Estará pensando en tomar venganza antes de que me vaya, o pensará seguirme hasta mi casa?” Tener la espada en sus manos le hacía recordar una y otra vez: “cualquiera de Uds. puede matar al otro... no tienes que morir”. ¿Podía ella, tomar el arma y matar a ese ser mirándolo a los ojos como ahora?
–¡Aquí estabas, Amelia! –el grito de Tobía la sacó de sus pensamientos y sobresaltada, apartó sus manos de la espada como si esta quemara.
El Gran Tuké, quien acompañaba al convaleciente pero contento Tobía, que con orgullo hacía gala de todos sus vendajes, observó ese rápido movimiento.
–Eh... me perdí en el camino.
–Sí, me imaginé que no te habían explicado –dijo Tobía con voz alegre–. Todos te tienen un poco de pavor por ese asunto de ser un personaje de leyenda.
–Ah, ahora que lo mencionas... ¿cómo es que nunca me explicaste de qué trata esa leyenda?
–Bah, ya sabes. Lo que te conté antes. La venganza de la familia de Grenio y que una persona aparecería de otro mundo –explicó en voz baja, evitando mirar al troga.
–¡Tobía! –rezongó el Gran Tuké, frunciendo el ceño. Hizo una seña para que lo acompañaran–. Los tres tienen que tener una conversación seria. Venga, señora. Chejo, jre Grenio.
Sentados en torno a una mesita cubierta de fuentes de comida, jarros y vasos, los tres escucharon al Gran Tuké hablar de la historia de su templo y de los monjes. Hacía quinientos años un hombre preocupado por el estado decadente de su civilización, que había perdido el rumbo por estar demasiado ocupada en acaparar poder y dedicarse a los placeres de la vida, había comenzado una búsqueda de sus orígenes. Quería conocer las cosas que los hombres habían olvidado viviendo la abundancia de sus ciudades. Viajó por todo el mundo, llegando a enterarse de la existencia de razas que los humanos creían leyenda pero que convivían con ellos desde tiempos remotos. Ese hombre pronto tuvo seguidores que lo apoyaron en su afán por buscar y conservar todo fragmento de conocimiento para que no se perdiera, pues estaba seguro que su cultura no perduraría demasiado.
Él y sus seguidores encontraron algo maravilloso, un artefacto que de funcionar, les permitiría viajar enormes distancias en un segundo. Lo transportaron a las montañas y en torno a él empezaron a construir un templo. Desde entonces, muchos más se habían dedicado a la tarea de conservar el conocimiento de su mundo intacto, para poder transmitirlo a generaciones del futuro.
–Entonces, ¿con ese aparato empezaron a viajar a la Tierra? –preguntó Amelia con timidez, dejando su vaso sobre la mesa luego de haber terminado con su contenido.
–No... Al principio, los tukés originales tenían idea de cómo funcionaba pero les faltaban algunas piezas para que la maquinaria marchara –le explicó el Gran Tuké–. Entonces apareció en este mundo un humano que venía de otro lado, quizás de otro tiempo decían unos, o de las estrellas como creían otros. No sabemos cómo hizo para llegar, pero tiene que ver con un antepasado del Grenio presente, que ostentaba este poder inusual.
–Ga cho –murmuró el troga.
–Así es, Claudio y él tenían algún asunto que los hizo enemigos. La cuestión es que Claudio se encontró con los tukés y juntos recuperaron las piezas faltantes para que él pudiera volver a su lugar. Como resultado de esa relación, desde entonces los tukés hemos admirado su forma de vida y seguimos viajando a la Tierra, para conocer sus costumbres y artes, sus lenguas, sus maravillosos inventos.
–¡Ah, entonces Claudio volvió a la Tierra! Eso es maravilloso –dijo alegremente Amelia–. Pero... ¿él hizo todo lo que me han dicho, lo que piensa este... ser? –añadió en voz baja.
–Aquí él es casi un héroe de leyenda, porque se enfrentó a los troga, que son fuertes y poderosos y la gente les teme, los ve como a los demonios o duendes de tu mundo. Claudio persiguió incansablemente al troga por todo el continente, y lamentablemente es cierto que mató a muchos de su familia. Al final, tuvo su encuentro con su adversario.
Amelia bajó los ojos. Aunque ella no tenía la culpa y no tenía por qué pagar por ello, si ese hombre había matado a su familia entendía que esta bestia quisiera vengarse de alguien.
–Pero –continuó el tuké leyendo bien su rostro alicaído–, lo que hayas oído por ahí, y Tobía, traduce bien esto para nuestro invitado también, la historia que todos repiten no es lo que pasó.
Grenio gruñó su enfado e intentó levantarse, pero la mirada confiada y el gesto tranquilo del Gran Tuké lo contuvieron en su lugar.
–Las últimas palabras de Claudio en este mundo fueron pronunciadas en presencia de los tukés, por supuesto, que manejaban la puerta por la que viajaría al otro lado, por eso puedo decirlo con fidelidad. En ese momento, uno de los presentes le preguntó qué había pasado con su enemigo en el último encuentro que tuvieron. Claudio no quiso contar qué pasó, pero contestó que habían llegado a un entendimiento y que tal vez, si dios quería, volvería para aclarar las cosas con el único heredero vivo del clan Grenio.
Amelia escuchó cada palabra atentamente, esperando tener una revelación. Luego suspiró y se rezongó a sí misma. Estaba empezando a creer en profecías, pero después de todo eran palabras vagas que no le aportaban nada.
Grenio protestó con vehemencia, se levantó y salió del cuarto.
–Dice que a él nunca le importó la tal profecía. Que su clan busca revancha, ojo por ojo, y esa es la única forma de aclarar todo.
–Mm... Uds. no entienden, al parecer, que Claudio afirmó que él mismo o un descendiente de no serle posible, volvería para reparar el daño que había hecho. No implica que uno tenga que morir para saldar las cuentas.
–¡Qué extraño! Hace poco alguien me dijo también que podía interpretarse de distinta forma. Que alguien moriría pero no tenía que ser yo.
El Gran Tuké dirigió una mirada dura hacia la joven y barbulló:
–¡Ese fue un kishime! Ellos conocen la verdadera razón de la profecía, sofú como la llaman ellos, pero por algún motivo quieren intervenir para malograr todo. No son de confianza.
Amelia se quedó mirándolo atónita. Se veía enojado, indignado. El tuké nunca le había dicho que los kishime fueran enemigos, y además Bulen era uno y él la había salvado, la había tratado bien, no podía creer que él tuviera otras intenciones. Tobía parecía sorprendido también. Debía tratarse de un malentendido por esa manía de guiarse por supersticiones. “Sólo una frase que un hombre dijo hace quinientos años.”
–Pero, no entiendo por qué yo estoy aquí. ¿Cómo pueden todos estar seguros de que soy familiar de ese hombre? Uds. saben que en la Tierra hay mucha gente ¿y quién asegura que no hay otros descendientes más cercanos, eh?
–De esto no tengo duda –respondió el Gran Tuké, ya recompuesto–. Porque Grenio te encontró.
–¿Y...
–¡Ajem! –interpuso Tobía, inquieto en su lugar y mirando a la joven de reojo–. Tal vez a esta altura de la historia es un poco tarde para aclararlo, pero tienes que entender primero que ningún otro troga tiene la capacidad de viajar al instante a otro lugar, sólo el clan Grenio. De hecho, Grenio, porque es el último y el único troga dotado de ese poder. En realidad, es una habilidad propia de los kishime, muchos de ellos la poseen.
–Y sabemos que para viajar de un lado a otro, necesitan saber adonde van o a quien van a encontrar. Necesitan una persona especial, como un blanco.
–Claro. Al parecer los de tu familia, la familia de Claudio, tienen algo que el clan Grenio puede usar como blanco para sus viajes. Es la única forma en que pueden haber llegado a la Tierra.
–Esto es cada vez más confuso.
–Ah, esto es una gran oportunidad. Tengo muchas preguntas que hacerle a ese troga sobre su clan y cómo es que adquirieron esa habilidad. ¿Dónde esta? –el Gran Tuké recordó que había salido antes–. Bueno, acompáñame, niña, que tengo algo para mostrarte que te convencerá de que Claudio era tu pariente. Y mientras, encontraremos a ese troga.
Amelia acompañó al anciano que a pesar de su apariencia arcaica se movía con agilidad, a través de varios patios recubiertos de cerámica azul y verde, donde abundaban pequeñas fuentes. El sol caía a pleno haciendo brillar las gotas de agua, que brotaban alegres. Su murmullo fresco, sus pasos, las voces atenuadas de los monjes que se reunían para charlar en medio de sus labores cotidianas, todo transmitía paz y seguridad. La joven sintió que allí estaba segura y que Grenio no se atrevería a hacerle nada. Además, pronto volvería a la Tierra. El Gran Tuké se detuvo frente a un pabellón cuadrado, de dos pisos. Abrió la puerta, que emitió un quejido, como si no fuera muy usada. Entraron.
Para disipar la oscuridad que dominaba el interior de aquel recinto, el tuké fue a abrir un postigo. El haz de luz amarilla hizo visibles una cantidad de mesas cubiertas de útiles de escritorio, libros, mapas, pinturas, papeles en grandes atados; rodeadas a su vez por incontables estanterías que se perdían en la penumbra cargadas de otros tantos objetos. Amelia miró arriba; el segundo piso parecía más sobrecargado y desordenado.
–Esta es nuestra colección de artículos de la Tierra. Fabuloso ¿no? –sonrió el monje, orgulloso. Caminando hacia la pared donde la luz llegaba con claridad, agregó–. Aquí está la prueba de que te hablaba. Desde que te vi, me hiciste recordar a esta mujer.
Amelia miró donde le señalaba y quedó boquiabierta. Enmarcado en un metal plateado, un lienzo de tamaño natural mostraba un retrato de una joven que parecía mirar a la distancia, sentada sobre un paisaje brumoso. Su rostro emergía nítido de la opaca pintura, revelando piel blanca, cachetes rosados, boca pequeña y cerrada, una expresión tranquila e inteligente y ojos brillantes, todo rodeado de rizos de cabello rojo.
–¿Quién es? –susurró Amelia, intrigada, porque había sentido una conexión hacia aquella figura, como si fuera alguien que había visto y conocido desde pequeña. Se parecía a su tía, no en los rasgos porque esta era una mujer joven y hermosa, y llevaba vestimenta antigua, sino en su aire.
–Se parece a ti ¿no?
–¿A mí? –replicó ella sorprendida–. No, para nada. El cabello, la cara...
–Los rasgos son casi idénticos, excepto el color de cabello y ojos. Este retrato tiene muchos años. Lo mandó a pintar Claudio, está hecho por un hábil artista de la ciudad de Ieneri, a partir de un esbozo que él mismo realizó. Claro que el artista se guió por su relato pues nunca vio a la joven directamente. Se trataba de su hermana menor, su única familia en la Tierra.
Amelia se preguntó, “¿es posible que seamos parientes y que a través de las generaciones este monje sea capaz de ver el parecido?”. Lo dudaba; no era tan bella como la pintura.
–¡Aquí están! –exclamó Tobía apareciendo precipitadamente en la puerta e interrumpiendo sus pensamientos. Tobía parecía asustado–. Algo horrible... ¡Debe venir pronto, Gran señor! ¿Amelia? –cambió de expresión al ver el retrato.
El Gran Tuké se dirigió a la puerta y Amelia, tras una última mirada a la joven de mirada lejana, lo siguió. El tuké acompañó a Tobía luego de cerrar el recinto con cuidado.
Cáp. 13 – Asalto
Saliendo de la tranquilidad funeraria de este museo, Amelia se encontró inesperadamente en medio del bullicio y la agitación. Todos los tukés corrían de un lado a otro, desconcertados, gritando, ajenos a lo que parecía su actitud habitual de recato y mesura. Tan solo ver esa escena la asustó, y la enojó: ¿tan cerca de su hogar y pasaba algo para impedirle volver?
El Gran Tuké detuvo a los que pasaron corriendo frente a él con una seña de su brazo. Los tukés se reunieron en corro, excitados, tratando de explicarse todos a la vez y creando una gran confusión.
–¡Señor –exclamó Tobía quien seguía parado a su lado y conservaba un poco de calma–, lo que pasa es que el templo ha sido invadido!
–¿Qué? –gritó el otro perdiendo su compostura.
En toda su existencia el monasterio tuké había permanecido ajeno a las luchas entre los hombres, así como entre los troga y kishime, y nadie había intentado siquiera acercarse.
–¡Venga! –lo incitó Tobía, tirando de una manga.
Saliendo de su estupefacción, el Gran Tuké se dispuso a seguir a Tobía. También Amelia y un par más de monjes, los que no habían salido huyendo a esconderse en algún edificio.
El patio principal presentaba una escena extraña, en contraste con el griterío y conmoción de los pasillos. Cerca de la fuente central se hallaba Grenio, parado en silencio, observando a un grupo de guerreros fuertemente armados, enormes, los causantes del pavor entre los tukés. Habían tirado la puerta abajo a la vez que saltaban los altos muros, atacando sin clemencia a todos los que se encontraban en su camino.
El Gran Tuké contempló, a su llegada, los cuerpos caídos de varios de sus compañeros, atravesados por lanzas o cortados, luego los escombros de la hasta entonces indestructible puerta de entrada y por último, el grupo de trogas que habían asaltado su templo. Apenas volviéndose a los otros dos que se habían detenido justo detrás de él, ordenó:
–Tobía, ve a la puerta y guarda las gemas. Protégelas con tu vida, si es necesario, pero no las entregues jamás. Amelia, ve con él y mantente a salvo.
Los dos dudaron un segundo, paralizados de miedo, y luego dieron la vuelta. Tobía se dirigió hacia un edificio cercano donde la entrada parecía bien asegurada. “No la han forzado aún, entonces tenemos tiempo”, pensó el tuké mientras tironeaba de una gran aldaba tratando de mover la masiva puerta. Apenas se abrió unos veinte centímetros y los dos se colaron adentro.
Tobía y Amelia se encontraron en un hall oscuro, frío, sus pasos resonaron como en un gran vacío, el eco reverberando en las paredes recubiertas de azulejos. Tobía la tomó de la mano para guiarla a la siguiente sala, ignorante de otras presencias que acechaban en la oscuridad más profunda del lugar. Dos personas ya estaban adentro, silenciosas, reptando por las paredes en dirección al portón que el tuké abrió.
La joven parpadeó para acostumbrarse a la luz repentina que surgió al penetrar en el interior del edificio. Se encontraban en un salón amplio con techo de algún material transparente. Parecía piedra de cuarzo; el sol atravesaba a raudales sus vetas, entibiando y dándole vida a las franjas verdes y azules que recubrían las paredes. Al otro lado de la puerta, donde se habían detenido, Amelia a admirar la habitación y Tobía sobresaltado porque sentía un escalofrío en su espalda, se encontraba un arco fabricado de la misma piedra de cuarzo y recubierto de cintas de metal. Al golpearlo la luz del sol, parecía brillar con vida como carne blanca palpitante y húmeda. Las venas y nervios de metal resonaban con sus pasos. En la cima del arco se hallaba colocada una gema transparente envuelta en filigranas.
–¿Esta es? –susurró Amelia, como si temiera romper el silencio con su voz.
–La puerta que cruza dimensiones, Agasia –contestó, serio, Tobía.
Al mismo tiempo que terminaba de decir esto, se dio vuelta y vio que eran alcanzados por dos seres que rápidamente los rodearon y cruzaron la sala, tan sigilosos que parecían flotar sobre el suelo.
Amelia gritó al ver a un troga con aspecto de reptil, la piel oscura escamosa y brillante de tonos iridiscentes. Tobía se lanzó enseguida en dirección al arco de piedra para tomar la gema, pero un troga alcanzó de un salto el estrado detrás de la Agasia y puso sus manos en el objeto antes que él. El tuké se hallaba al pie de los escalones cuando el troga, su cola arrastrando en el piso y dominando con sus dos metros de altura, se volteó hacia él.
–¡No! –gritó Amelia.
Tobía miró el atril junto a él donde descansaba un cofrecito de madera. Lo tomó y se movió a tiempo para evitar que el reptil cayera sobre él. Sus grandes pies con garras resbalaron en el piso de cerámica y el troga se deslizó hasta el muro, donde se dio vuelta con ligereza para alcanzar al tuké. Tobía lanzó el cofre hacia la joven.
Atónita, Amelia vio que el cofre volaba en su dirección a la vez que sentía que alguien muy grande se cernía sobre ella. Apenas pudo ver una figura borrosa que de un manotazo la lanzó al suelo y atrapó el cofre en pleno vuelo. Desde el piso donde se estrelló con dolor sobre un hombro, contempló como la figura se hacía más nítida y se convertía en otro troga similar al que había robado la gema de la Agasia. Unos ojos verdes se posaron un segundo en ella, con expresión que hizo crepitar la sangre en sus venas. Luego, el monstruo se marchó rápidamente seguido de su compañero.
Tobía, suspirando porque se habían salvado de ser atacados, vino a darle una mano para ayudarla a levantarse. Amelia seguía paralizada.
–¿Qué pasó?
–Se llevaron las gemas que hacen funcionar la puerta –Tobía recordó las palabras del Gran Tuké y reaccionó–. ¡Vamos, tenemos que hacer algo!
Aunque no sabía qué hacer, ni cómo enfrentarse a esos seres tan fuertes, que podían mimetizarse con el ambiente hasta ser prácticamente invisibles, Tobía rehizo su camino hasta la entrada. Al pasar por el hall vio que la luz entraba por un agujero en el techo.
Un grupo de cinco tukés se había mantenido en su posición, enfrentando con valentía a los peligrosos trogas, por lealtad hacia su superior, quien por su parte no quería demostrarles miedo a los invasores. Grenio miró con desdén a los delgados, bajitos y débiles monjes que se atrevían a quedarse allí en lugar de salir corriendo para salvarse de una muerte cierta, según podía leer en los ojos encendidos de sus enemigos. Él todavía se hallaba a medio camino entre el sentimiento de compañerismo con los otros trogas y la inquietud por saber qué pretendían al atacar ese lugar.
–Cha tse otla fro pupe –de entre los troga se adelantó una mujer que vestía una amplia capa, preguntándole si iba a pelear por los humanos.
–¡Fra! –rugió Grenio, sabiendo que la pregunta implicaba un insulto. Nunca un troga se rebajaría a defender a extraños, a trabajar para otros.
¿Quién era esta mujer que lo trataba con familiaridad y pretendía ofenderlo, provocarlo? Piel rojiza, curvilínea, con cabello oscuro largo. Ojos amarillos, estirados. Era bonita y parecía dispuesta a pelear. Lo miraba como midiéndolo, los brazos ligeramente separados, alerta. De su cintura colgaban dos espadas cortas en forma de tridente. Esto sería interesante, consideró Grenio, mientras sus ojos parecían encenderse con una luz interna. A esta señal la jefa troga se lanzó contra él desenvainando ambos tridentes. Grenio enfrentó la embestida tomándola por ambas muñecas. Forcejearon, ella no podía librarse de su apretón. La troga no pareció inquietarse; le dio un cabezazo de frente que lo dejó un poco mareado y en ese momento liberó sus brazos. Con un rápido movimiento cruzado, que removió su capa hacia atrás, le hizo dos cortes perfectos en la camisa a la altura de los hombros, y se alejó de un salto. Grenio se detuvo sorprendido. Los tridentes le habían cortado la piel con una sensación de ardor, la sangre empezó a brotar con rapidez y al mismo tiempo, el hacer fuerza le había abierto la herida del pecho.
–¿Quién eres y qué quieres aquí? –gruñó.
–Sonie Fretsa, y esta es mi escuadra especial de guerreros –respondió ella con un dejo de deleite en la voz, notando que estaba herido–. Lo que queremos es un asunto con estos pequeños humanos. ¿Qué te importa? Por mi parte, encontrarte es un bono especial.
–¿Qué, me conoces?
Sin responder, Fretsa atacó de nuevo con una estocada a gran velocidad. Esta vez, Grenio bloqueó con su daga. Pero en un segundo ella dio medio giro y clavó el otro tridente en su mano, haciéndole soltar su arma. Los troga miraban a su jefa combatir, sabiendo que en el momento que quisieran podían acabar con todos los tukés presentes y que estos no podían hacer nada, ni huir tampoco. Los dos combatientes iban recorriendo todo el ancho del patio, Fretsa atacando pero sin intentar un golpe mortal, Grenio sólo podía esquivar. Ella era más rápida y estaba armada. Al final lo iba a acorralar si no hacía algo pronto.
Viendo una apertura, luego de que ella intentara apuñalarlo, Grenio se lanzó de costado contra ella y le dio un codazo, apartándola del camino. Luego corrió al otro lado del patio, donde los otros troga y los tukés miraban expectantes. Fretsa se volvió, enojada; un enemigo que simplemente huía no era divertido. Grenio saltó la fuente y siguió corriendo. ¿Pretendía atravesar a todos sus hombres? ¿Creía que sus guerreros lo dejarían pasar? No, en el último momento Grenio le dio tremendo puñetazo al troga que estaba más cerca, robó su lanza y dando vuelta, volvió sobre sus pasos.
Fretsa lo esperó.
–¿Qué quieres conmigo? –preguntó Grenio, apuntándole con la lanza.
–¿Acaso no conoces el nombre de mi clan? –se asombró ella, envainando una espada–. Así me recordarás...
Fretsa usó la mano libre para desatarse la capa, que lanzó a un costado. Sus amplios pliegues habían ocultado hasta ahora un par de alas negras, membranosas. La mujer las extendió y abiertas eran tan amplias que dejaron en sombras toda su silueta. Viéndola así, con las alas extendidas a contraluz, Grenio pensó que le recordaba algo. Tenía una vaga imagen de algo similar que había visto, tal vez unos cincuenta años antes. Sin embargo, no tenía idea de por qué esta troga tenía algo contra él. Grenio nunca se había dedicado a hacer enemigos de otros clanes.
Irritada por su incomprensión, Fretsa cerró las alas de golpe y blandió la espada, animándolo a atacarla. Grenio no se hizo rogar e intentó un pase con la lanza que ella esquivó. Cuerpo a cuerpo, evitando que usara esa arma larga sobre ella mientras podía intentar cortarlo con la suya, ambos pelearon por un buen rato, forcejeando, intercambiando golpes de brazo y puño. Ninguno parecía retroceder pero a él le costaba más respirar.
En el instante que Fretsa parecía ganar terreno luego de hacerle un par de cortes en el brazo, llegaron los dos troga con las gemas.
El Gran Tuké reconoció lo que traían en las manos y dejó escapar una exclamación.
–Las tenemos, Sonie... –interrumpió uno.
Fretsa se alejó de su enemigo unos pasos y se detuvo a contemplarlo con intensa satisfacción. Respiraba agitado, lleno de cortes. Adolorido, Grenio miró la figura que lo observaba con complacencia y de pronto recordó donde la había visto antes. Cuando era muy joven, en una tierra lejana, había tenido un accidente en el que terminó destrozando una estatua de un troga con alas desplegadas. El símbolo de su clan, los Fretsa, lo que constituía una gran ofensa. En ese momento se había librado y ahora, en estas circunstancias tan extrañas tenía que encontrarse con una persona del linaje que todavía buscaba reparación...
–Veo que has recordado –comentó Fretsa, notando decaer el brillo en sus ojos. Se dirigió a sus guerreros–. Trevla, Vlojo, buen trabajo. Pero, ¿dónde está la mujer, la descendiente del legendario guerrero humano?
Grenio se enderezó, sorprendido. El Gran Tuké intentó adelantarse, inquieto –¿cómo iban a saber que se trataba de una mujer? ¿por qué estos troga tenían tanta información y para qué iban a usar las piedras?– pero los otros monjes lo detuvieron. En el mismo instante en que Trevla iba a contestar, Tobía y Amelia llegaron corriendo y se detuvieron en frente de todo el grupo.
Fretsa miró a Grenio.
–¡Detenlos! –gritó Tobía al troga–. ¡Tienen las gemas para viajar a la Tierra!
¿Detenerlos? Este tuké todavía pretendía que él lo ayudara, después de que le había dicho que no tenía nada que ver con sus asuntos.
Amelia iba asustada hacia el grupo de tukés mientras Tobía seguía detenido más lejos. Notó que Grenio estaba herido nuevamente pero no confiaba en que él los ayudara. Los dos trogas que parecían reptiles estaban parados detrás de otro aún más terrorífico, con esa piel roja y alas negras, le faltaban cuernos para parecerse más al diablo.
–¡Mátenla! –ordenó Fretsa, y aunque no había entendido el grito, Amelia quedó paralizada de miedo en cuanto los dos troga se despegaron de su jefa en su dirección.
–¡Fla! –gritó Grenio mientras de un salto se interponía en su camino.
Trevla lo atacó sin dudar. Grenio le dio un puñetazo y lo arrojó al suelo. Vlojo aprovechó para poner en marcha su mimetismo y pasar por su lado.
–¡Amelia! –exclamó Tobía, corriendo hacia ella.
Fretsa observó con alivio cómo Vlojo aparecía junto a la joven con un arma en la mano, pronto a atravesarle el corazón. Mientras los tukés eran atacados por el resto de los guerreros y Grenio se volvía hacia ellos confundido, Vlojo le clavó la espada en el pecho.
Sólo que en el último instante, Amelia había sido movida a un lado por el Gran Tuké, quien ahora yacía agonizante en el piso mientras ella caía de rodillas junto a él, incrédula, y gritaba como loca al ver la hoja hundida en su pecho y la sangre que cubría sus manos al tratar de ayudarlo.
Los ojos de Grenio ardieron al creer que esta troga se había atrevido a quitarle su presa casi de las manos, y que luego de tantos años le dejaban sin su venganza, sin poder revivir el nombre de su clan. Aunque fuera justa retribución, honor por honor, no lo aceptaba.
Tobía observó horrorizado cómo sus compañeros caían uno a uno, sin poder defenderse, bajo la mano cruel de los trogas. Sus cuerpos pequeños, doblados, partidos, atravesados, yacían en el piso. El tuké dudó entre acercarse a la joven o escapar.
Vlojo, al darse cuenta de su equivocación pensaba terminar con la joven que, arrodillada junto al tuké, los ojos llenos de lágrimas, hacía caso omiso a su presencia amenazante. Pero se vio tomado por el cuello por unas garras implacables y arrastrado contra su voluntad. Grenio, haciendo gala de una fuerza mayor de lo normal, lanzó al troga contra su compañero, que alzándose del suelo intentaba atacarlo por la espalda. Vlojo y Trevla se estrellaron contra el piso y Grenio los apartó con un pie.
Quedaba Fretsa, que ahora pensaba encargarse ella misma del asunto.
Amelia levantó la vista y vio que entre ella y la diabla roja se interponía sólo Grenio.
–No... –murmuró el Gran Tuké, abriendo débilmente los ojos.
Amelia se volvió sorprendida. Pensaba que ya había muerto.
Fretsa tomó sus tridentes y extendió sus alas. El troga ya no trataba de eludirla, ahora sería una buena batalla... Fretsa se detuvo, mirando hacia abajo. Algo brillaba en su pecho. El colgante que llevaba bajo su ropa, había pensado que era un simple cristal pero ahora entendía que de esa forma la vigilaban y controlaban sus pasos. Enojada, arrojó uno de sus tridentes contra Grenio, sin prestarle mucha atención a la puntería, sólo para distraerlo. Él lo esquivó y terminó clavado en el piso.
–Ah... –exclamó Fretsa mientras retrocedía haciendo un gesto a sus hombres, para que la siguieran–. Ta pogasa re kijo arrotla –le dijo a Grenio que intentó seguirla pero se vio sobrepasado en número cuando los guerreros troga rodearon a su jefa–. Nos veremos, Grenio.
Los troga salieron por la puerta y saltando el muro, tan rápido como si nunca hubieran estado allí, dejando el patio en un silencio sepulcral.
Tobía emergió de una galería cercana y corrió junto a Amelia, sorteando impresionado todos los cuerpos y la sangre.
–Resista, señor –murmuró, agachándose al otro lado del Gran Tuké.
–Tarde... –susurró el anciano, que había aguantado hasta ese momento sólo por voluntad, porque no quería dejar a estos muchachos sin una guía para el futuro.
Apretó levemente la mano que Amelia sostenía entre las suyas:
–Per-dón... no esperaba que al-guien a-sí quisiera evitar que te... vayas –el monje clavó los ojos en el troga, que todavía miraba a lo lejos, dándoles la espalda–. Grenio...
El troga se volvió y lo miró desde arriba con curiosidad. El Gran Tuké le dijo en su propia lengua algo que sorprendió a Grenio:
–Estás en deuda conmigo, Grenio, yo salvé a tu... enemiga. Me debes... recuperar las... defenderla de quien quiera evitar la profecía... Luego harás lo que deseas, pero... me debes gratitud.
El Gran Tuké dijo sus últimas palabras y cerró los ojos. Tobía lo acomodó en el suelo. Grenio estaba contrariado por las palabras de ese hombre. Amelia se levantó y se apartó, desolada, viendo a través de lágrimas el lugar lleno de muerte. Estaba varada en ese mundo, algo extraño sucedía a su alrededor, tenía una gran angustia y miedo por lo que iba a suceder después. Todo giraba en su cabeza y, siendo la naturaleza compasiva, la joven dio un paso y se desmayó.
Tobía y Grenio contemplaron sin expresión a Amelia, que se había desplomado en el suelo.
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