Las manifestaciones de violencia aumentaban día a día en esa pequeña ciudad de provincia. Cotidianamente, el juez debía imponer sentencias cada vez más duras. Ya había dictado diez condenas a prisión perpetua y dos a muerte en lo que llevaba del mes último, cuando sucedió lo de los esposos Pérez Vespillo quienes, a raíz de una discusión doméstica, tomaron sendos revólveres para dispararlos hasta darse muerte mutuamente. Y tres noches más tarde, dos chicas eran violadas por un grupo de muchachos, que regresaban de un baile completamente borrachos.
Parecía que nada ni nadie podría detener la ola de crímenes. Alarmado, el juez convocó al Consejo de Vecinos, que reunía a lo más selecto de la comunidad. Discutieron la cuestión largas horas, hasta que finalmente llegaron a un acuerdo unánime, optando por la solución arcana y extrema. Al día siguiente el juez, secundado por los tres miembros más antiguos del Consejo, lo seleccionaría. Después tornarían a reunirse a la hora necesaria, en el sitio preestablecido.
El atardecer los sorprendió debajo de un árbol, enorme y solitario, que se elevaba en lo alto de una de las colinas que rodeaban al pueblo. Estaban congregados alrededor de un niño; algunos en cuclillas, otros de pie. El sol, casi horizontal, iluminaba y enrojecía sus tensos rostros. En el centro, el niño comenzó a moverse. Hacía una suerte de baile, con los brazos elevados por sobre su cabeza, mientras recorría con lentos movimientos el espacio delimitado por los espectadores. Cuando la luz del sol se apagó detrás de unos montes lejanos, el niño se detuvo. Sólo se percibía el rumor de las respiraciones que, poco a poco, se transformó en un violento jadeo. De súbito, un grito rasgó el silencio de la tarde. Después restalló otro, ya más abierto, más sincero, más horrible. Los que permanecían en cuclillas se pusieron de pie, para gritar y gesticular todos juntos. El brillo de sus ojos delataba la pasión desbordada que los poseía. El niño, que los contemplaba con insólita serenidad, cerró los ojos a ese cuadro grotesco; comprendía e inclinaba la cabeza con aparente resignación, mientras sus labios temblaban al murmurar alguna inocente plegaria. De pronto, el juez se desprendió del grupo, se acercó al niño y elevando los brazos, reclamó:
-¡Silencio! ¡Silencio!-. Y el eco repitió a lo lejos: -S i l e n c i o.
Al apagarse las voces, extrajo un cuchillo de la cintura y, con un suave, preciso y rápido movimiento, lo introdujo en la boca entreabierta del niño. Éste cayó fulminado al suelo, y emitió un sordo quejido que se transformó en un gorgoteo cuando la sangre, roja y brillante, comenzó a bañar la tierra. Los espectadores rompieron nuevamente el silencio, para gritar y bailar alrededor de aquél que, luego de unas breves convulsiones, se extendió sobre el suelo enrojecido y quedó completamente quieto. Entonces, ya al borde del paroxismo, el grupo se lanzó sobre el cadáver para devorarlo.
Las primeras luces del alba sorprendieron a los miembros del Consejo en actitud de profunda meditación. En sus manos, como blanquísimas reliquias, descansaban los huesos del niño, que intercambiaban con dolor y devoción. De pronto, el juez dio una orden y empezaron a caminar, lentamente, mientras cantaban formando un coro de extrañas y hermosas voces. Iniciaban el regreso.
Al mes siguiente, el índice de criminalidad había descendido sensiblemente, y al finalizar el otoño, la comunidad volvía a su habitual estado de pacífica convivencia.
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