Era una tarde cualquiera en el Bar del murcho, el sol se estaba poniendo y el calor del verano hacía todo pegajoso, todo un poco lento, todo un poco más difícil que de costumbre. El sopor sumía a los presentes en un estado de semi inconsciencia, salvados de irse a cualquier parte por la tele que transmitía el clásico (0 a 0, 20 minutos de juego, estadio Centenario repleto, jugadores de palo).
Gracias a ese clásico, a la clientela habitual se le habían sumado unos cuantos más, conformando un bar casi repleto (como en los buenos tiempos, pensaba Cáceres desde detrás del mostrador) que estaba mirando la pantalla, calentándose cada tanto y pidiendo algo más para la mesa también cada tanto. Los hinchas en el bar no estaban separados, sino más bien mezclados, que es siempre la mejor manera de que no se armen líos.
En el medio tiempo (0 a 0 todavía) en el medio del murmullo general sobre lo mal que estaban los dos equipos y de cómo harían para mejorar con miras a los campeonatos internacionales, esos que son cada vez más cuesta arriba, se para un hombre que estaba en una mesa sentado al fondo, camina lentamente hacia las mesas con más gente, y les propone apostar.
Ese hombre estaba siendo vigilado por Cáceres hace rato: más bien mal vestido, con ropas que parecían ajenas, una barba rala y desprolija, una boina gris puesta de costado y media achatada, con demasiado tiempo sin ser lavada, se había mantenido callado durante el partido, absorto, como esperando. Y ahora Cáceres veía porqué estaba esperando. Sin dejar de servir un par de tragos para los que se lo habían pedido, le dice al hombre:
-En este bar no se permiten apuestas, acá se miran deportes, no se lucra con ellos.
-Muy bien hombre, le hago caso, pero lo que yo propongo no se refiere en absoluto al partido, es más, no se refiere a ningún deporte.
-Bueno, proceda entonces, pero apúrese porque el partido arranca en cualquier momento.
-Gracias por darme este tiempito.
Entonces el hombre sube la voz, a modo de feriante viejo que sabe como llegar a todos los rincones con su voz, dice: Le pago cien pesos a quien me logre dejar inconsciente con un botellazo. Sepan pagarme si no lo logran.
Todos se miraron asombrados, este tipo estaba claramente loco, estaba pidiendo que lo maltrataran, y pagaba por ello. Nadie hizo nada por un rato, todos quietos. Cuando estaban por volver a sus conversaciones sobre el partido, el hombre repite la apuesta, esta vez prometiendo el doble de dinero. Risas nerviosas en todo el bar. Nadie sabe que hacer. El hombre repite su apuesta y en eso se para un pelirrojo, alto y robusto, y le toma la palabra al hombre.
-Bueno hombre, no me vendrían mal esos doscientos pesos –dijo el pelirrojo.
-Bien, entonces venga con esa botella de cerveza y golpéeme con ganas en la cabeza pues.
El pelirrojo se acerca, todos los de su mesa lo alientan “flaco, flaco, flaco”, tiene un aire altanero que intimidaría al más bravo, pero el hombre se mantiene impasible, mirando al pelirrojo como quien mira a los que uno se cruza en la calle, y espera el golpe.
El pelirrojo toma la botella, la da vuelta y le avienta la botella con fuerza hacia la cabeza, a la que llega violentamente, seguida por un ruido seco, de dolor ajeno que se siente tan propio, se siente en las muelas, pero el hombre ni se inmuta, sino que se ríe con fuerza, con una mirada altanera al pelirrojo, que siente que le han tocado el ego, es él ahora el chiquito en esta pelea, acaba de perder.
-Bueno, pague –dice el hombre-
-Me parece más bien que se merece otro golpe en la cabeza usted –dice el pelirrojo claramente irritado, empezando a sudar y buscando miradas cómplices entre los sentados, que lo miraban sin reírse, haciendo que el pelirrojo se sintiera más inseguro, más desprotegido ante este hombre. Se ríe, intentando que alguien le siguiera la jugada, pero nadie lo hace, solo aquellos de su mesa, casi obligados a acompañarlo por ser sus compañeros esa tarde.
-Bueno, pero esta vez me paga cuatrocientos.
-Como quiera, pero mire que esta vez no me retengo.
-No faltaba más, pegue con ganas.
El pelirrojo ahora mira con desprecio, y su golpe es absolutamente sanguinario, buscando la muerte del pasivo contrincante que se había encontrado. La botella se rompe en la cabeza del hombre, saltan pedazos hacia todas las mesas. Pero el hombre ni se mueve, se ríe de vuelta, a carcajadas abiertas y contagiosas, y pide su pago.
El pelirrojo está histérico, exacerbado, ya empieza a pedirle a ese hombre que lo ha humillado completamente que salgan afuera a ver qué pasaba ahí, a ver si era tan malo, que debía de tener algo en la cabeza que a ver que pasaba si le pegaba en el estómago que no le iba a ir tan bien, esto último diciéndolo a los gritos ya. Pero el hombre se acomodó el saco deshecho, se sacó los pedazos de botella de los hombros con la mano y con un gesto de hastío tendió su mano esperando el dinero.
El pelirrojo tenía la cara toda roja, tomado por la rabia, estaba a punto de propinarle una buena piña en la cara al hombre pero desde su mesa se apresuraron a contenerlo. Había perdido la apuesta, en buena ley, no era necesario que pasara a mayores. Demoraron un rato en calmarlo, en lograr que se sentara (de espaldas al hombre, lo cual era lo mejor considerando que este mantenía su mano extendida con una pose que parecía buscar que el pelirrojo siguiera enojado) y que sacara de su billetera los seiscientos pesos que un amigo del pelirrojo le entregó a la mano extendida.
El viejo se guardó la plata en un bolsillo y se comienza a ir del bar, ante las miradas atónitas de todos los presentes, que no creen haber entendido que había pasado del todo, fue rápido pero también fue lento. El viejo, al llegar a la puerta, antes de perderse en la vereda, se da vuelta y dice:
-Soy un viejo irrompible, ya tuve todo y perdí todo, ustedes no me pueden afectar porque el mundo no me puede afectar. Un placer hacer negocios con ustedes, buenas tardes.
El viejo hace un ademán desde la puerta, como una reverencia a sus espectadores en el improbable teatro que era el bar, y se va despacio, chiflando algún viejo tango. El silencio estaba instaurado, pero de a poco el clásico fue ganando terreno de vuelta en la atención de los presentes, que se dispusieron a mirarlo, y el pelirrojo comía maníes apurado, con la mirada un poco desajustada todavía.
|