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EL CATRE DE LA FRANCISCA
CUENTO
Cuando nació Francisca, sus padrinos decidieron regalarle algo duradero: un catre de bronce. Era la época de principios del siglo XX, las niñeras, las faldas largas, los tabúes, las empleadas puertas adentro, las comidas copiosas, las niñitas con chaperonas.
Cuando tuvo la edad para ocupar su pieza sola, su madre, de quien no recordamos el nombre, le preparó un dormitorio de lo más acogedor y femenino: las cortinas llenas de vuelos, alfombras con flores, empapelado alegre, y el catre ¡una maravilla! Había mandado a hacer una cubrecama a crochet, lleno de pelotillas y dibujos, rodeado de largos flecos trenzados. Esto iba cubierto de hermosos almohadones rellenos de pluma y los había forrado en distintos colores y texturas. Siempre había alguna florecilla en más de un tiesto apropiado y convenientemente dispuesto. El resultado fue más que acogedor. En invierno la habitación se llenaba con el sol del norte y en el verano se conseguía un frescor muy agradable que llamaba a permanecer allí.

El hecho es que Francisca fue creciendo en esta habitación cuyo personaje principal era, precisamente, su catre de bronce. Era tan mullido, tan tibio en invierno y tan fresco en verano. Además, y como es lógico cuando las niñas están creciendo, era la envidia de sus amigas. Y el catre se sentía tan bien y tan orgulloso de poder acoger a su dueña. Y hacía todo lo posible por comprenderla, por acunarla, por abrigarla, por consolarla.
Fue confidente de sus desvelos cuando le iba mal en algún ramo en el colegio. En esas ocasiones parecía que la llamaba a compartir sus dudas y la acomodaba para que pudiera pensar y concentrarse. Los resultados fueron buenos: la nota mejoraba. Cuando, ya más grande, en esa edad en que parece que descubrimos que el corazón tiene vida propia y se duele y se alegra y se enoja, fue cuando el catre mostró su sabiduría con más pasión. Siempre iba como a la par con las emociones de la muchacha. Si el corazón tenía pena, el artefacto poseía algún tipo mágico de sensor que lo hacía más mullido, más acogedor, más tierno. Y Francisca le confiaba sus penas y se
reconfortaba. Si era alegría (o esperanza, como sucede cuando el corazón se enamora), el catre parecía compartir y comprender ese estado, y se veía fresco y alegre, y sus perillas y sus adornos relucían.
Hasta que Francisca llegó a la edad en que se casó. Habían pasado 20 años juntos, el catre y Francisca, y el pobre catre sufría pensando que iba a ir a parar al cuarto de los trastos viejos.
Pero no. Francisca, al montar su hogar de señora casada, decidió llevarse su catre para lo cual lo mandó a dorar, le estiró el somier, le mandó a hacer nuevos colchones de lana, nuevas tapas y se lo llevó a su nuevo hogar donde pasó a formar parte del cuarto de estar de la dueña, para muy pronto convertirse en el cobijo de su primera hija.
Sin embargo, la relación que había existido entre ambos, perduró. Francisca seguía desahogando sus penas y alegrías en el catre cada vez que había alguna razón para ello.

Pero no todas las historias de los catres son felices: al pasar el tiempo y como todo en algún momento tiene que cambiar, la familia de Francisca fue a vivir al extranjero. La casa de deshizo y todo se vendió, pero Francisca no quiso deshacerse de su viejo amigo y lo dejó guardado en el desván de una amiga.

Muchos años pasaron. Francisca fue abuela y luego bisabuela. Entretanto enviudó y decidió regresar a su país. Nuevamente a montar casa; pero ya no tenía el ímpetu de la juventud ni las ganas de casa grande. Quería estar más sola, descansar, pensar, recordar... Entonces se decidió por un departamento chico con una gran habitación en donde pudiera tener a su amado y viejo catre de bronce.
Así lo hizo. Rescató a su amigo que ya estaba muy viejo, oxidado y, sobre todo, desvencijado. Igual que ella. El catre, al verla, hizo lo posible por no llorar de alegría, pero no pudo contenerse y chirriaba con cada contacto, con cada roce de su dueña (parece que es la forma de llorar de los catres de bronce) y Francisca lo tocaba, lo acariciaba, lo mimaba, le hablaba diciéndole que volverían a estar juntos, que volvería a ser hermoso; en fin, volverían a soñar.
Todo se cumplió. Como ambos ya estaban bien viejos, se acomodaron como pudieron, pero siempre se veían hermosos y felices hasta que llegó el día en que doña Francisca partió a vivir con Dios.
Llegaron los parientes, los nietos, los amigos, todos. ¡Qué pena! No faltó quien dijera ¡Qué lata! ¡Tanto cachureo, miren este catre que no sirve para nada!
Pero a nadie le falta Dios. Doña Francisca tenía una biznieta llamada igual en su honor. Y habían sido muy cercanas la una de la otra. Por lo que la nueva Francisca le tenía verdadera reverencia al catre. Calladita, se lo llevó, lo arregló y lo convirtió en su propia cama en su propio cuarto. Ya estábamos en el mundo en que las mujeres decidían y se ganaban la vida por su cuenta.

Y el catre sobrevivió y hoy acoge a su nueva dueña con el mismo calor y amor con que había vivido antes.


Texto agregado el 27-01-2007, y leído por 200 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-12-2009 Que lindo como cuentas ese pasar del tiempo, lo llevas de la mano y lo adornas para que uno no se fije en las triztezas. Un abrazo negrate
02-02-2007 Bueno; las circunstancias de la vida cambian pero el amor es eterno. ¿Por qué será que uno se enamora de las cosas viejas cuando es pequeño? Debo confesarte que tengo ansias insaciables de poseer las cosas viejas que tuvieron mis padres y mis abuelos. Por allí una radio de bakelita, un cenicero de aluminio y mi antigüedad más preciada; un libro llamado Los Piratas de Guayacan del historiador Ricardo Latchman que describe un supuesto tesoro escondido por Francis Drake por allí, por la península de la Pampilla. Lo guardo como hueso santo. Comprendo vivamente esa pasión de la Francisca y de su enamoramiento cuando su bisabuela alguna vez la sentó sobre se catre de bronce a contarle historias que la hicieron soñar. Es que uno trata de tratar los tiempos bellos….***** BenHUr
31-01-2007 Bien, Paka, por tu catre, por los recuerdos, por los viejos y buenos tiempos, por el amor a las cosas y a las personas, a todo aquello que aún no es desechable. kucho
 
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