Me invadían emociones encontradas. Había pasado la noche inquieta, discreta, ensoñada, enamorada, perdida, temerosa. Todo se fundía en un único instante, aquel en el que, por fin, dos meses más tarde, íbamos a encontrarnos pupila contra pupila o labio contra labio o palabras contra palabras. Eran las seis de la tarde. Estaba cansada y vestía un simple conjunto negro, botas altas (paraguas por si acaso), poco maquillaje, casi sin pintalabios, un cigarrillo en un espacio prohibido. Y todo hacia ti, buscándote, imaginándote, desesperándome. Un segundo, quizás dos, y te vería entero, completo, te olería, te tocaría. Y se me estaba haciendo eterno, mientras los demás que no conocía empujaban maletas a rastras y yo seguía perdida buscando mi norte, en aquel inmenso aeropuerto, hacía frío fuera, y no se veía el sol a través de los grandes ventanales y no te veía, no te veía a ti, y me estaba muriendo ya por atravesarte y saber, sólo verte y ya saber.
Entonces volví a escudriñar la sala de llegadas, como una veleta que gira y gira al ritmo del viento y todo desapareció de pronto. No había gente, no había ruido, no había espacio, no había tiempo. Se paró el reloj, el tuyo y el mío, y se paró el reloj de todos los demás. La sala se hizo pequeña, el sol entró con fuerza por los ventanales e iluminaron tu rostro. O no. No fue el sol. Fue tu sonrisa al verme. Y me salió del alma lanzarme a tus brazos, besarte, lamerte la punta de las orejas, y los párpados, y tomar tu rostro entre mis manos y besar tus labios y luego tirarme en tu pecho, hundirme en tu cuerpo de metro noventa, coger tus brazos y atraparme en ellos y pedirle al mundo que jamás me sacaran de allí. Pero no hice eso. Me acerqué lenta, cauta, deseé que no dejaras de sonreír ni un solo instante, y no lo hiciste, seguiste sonriendo hasta que me acerqué a ti, dejé la maleta en el suelo y alcé mis brazos y con ellos rodeé tu cuello. Y en ese abrazo tus labios finos y a veces fríos, besaron mi cuello. Y nos quedamos unos segundos en ese momento, sintiendo tus labios en mi cuello y abrazada yo al tuyo. Hubiera estado toda una vida así. Nada me importaba más que ese instante. Y luego empezamos a hablar.
No dejamos de hablar durante tres días. Hablamos paseando. Hablamos cenando. Hablamos desayunando. Hablamos haciendo el amor. Hablamos bebiendo vodka. Hablamos abrazados sin decir nada. Hablamos en cada silencio. Hablamos tanto, que nos parecía imposible poder decir tantas cosas en tan poco tiempo.
Dijiste: "nadie me ha querido como tanto como tú".
Y yo te dije: "no se me ocurre persona más hermosa a la que querer".
Y también dijiste: "eres un soplo de aire fresco en mi vida. Eres la felicidad de mi vida".
Y yo te dije: "Creo en esto con más fuerza que nunca".
Me amaste de todas las maneras y a todas horas. A veces me reía divertida entre tus besos y tus caricias. A veces me llevabas hasta el cielo. A veces me hacías llorar al decirme "te amo, mi vida" mirándome a los ojos. Fuimos exquisitos y sensuales. No dejaste de quererme ni una sola mañana, ni una sola tarde, ni una sola noche.
Y todo lo hicimos con París como telón de fondo. Hablando francés y comiendo francés. Bebiendo vino y paseando bajo la lluvia. Nada nos molestaba. Nada nos parecía mal. Me sentía tranquila y princesa, me sentía amada y deseada, me sentía enamorada y me sentía feliz.
Entonces, no sé en que momento de ese maravilloso reencuentro de amor, pasión, complicidad y compañía tú preguntaste:
- Dime, cariño, ¿qué es lo que más feliz te hace de este mundo?
Y contesté:
- Volverte a ver.
Nos despedimos emocionados después de habernos reído durante una hora acerca de la posibilidad de amarnos otra vez más y perder el avión. Y entonces, ya que lo habría perdido, me quedaría contigo todos los días del mundo y nos querríamos cada uno de ellos y sería perfecto. Y tú me tomaste las manos y sonreíste (Dios, cómo iluminas todo con tu sonrisa, mi amor) y me besaste fuerte, casi se nos acaba el aliento y dijiste sereno:
- Tienes que irte. O perderás el avión. Y perderás la oportunidad de hacerlo de nuevo.
- ¿El qué, mi vida?
- Alimentar mi alma con la posibilidad de volverte a ver.
Y después de tres días contigo en París, después de volverte a ver y volverte a amar, y volver a entender porqué te amo tanto y porque sé que me amas tanto, sólo pude pensar, regresando, que me siento orgullosa de, por primera vez en mi vida, amar a un hombre que sonríe y lo ilumina todo.
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