“En medio de la brisa fecunda, cuya humedad recuerda la respiración de ciertos animales del trópico, tibios y desorbitados en la calurosa boca de su muerte, aguardo en esta celda que no taladran los gritos ni la nervadura de otros puños encerrados, que en otros años se estrellaron como granadas maduras contra la piedra, y de cuya furia dan cuenta en medio de esta oscuridad impenetrable la sangre seca de indios y piratas en la porosidad de la mínima caverna, como manchones o intraducibles mapas con forma de manos empuñando la muerte, la hora en que vendrán a buscarme para reflejar en mis ojos las brumas del alba, rígido sobre mi horca.
“Quisiera en esta hora de sombras, en que la púrpura de la madrugada me niega toda indulgencia –ningún sacerdote se ha dignado confesarme—y cierto de morir en pecado, únicamente dejar constancia del verdadero crimen por el que habrán de colgarme, para poner en regla la memoria de mi paso sobre el mundo, con la esperanza de que alguien, tú, quien quiera que seas, puedas revertir el vilipendio que pesa sobre mi y sobre mi cercano fantasma, por parte de los hijos del fino señor Tancredo Monsegur, y cuyos nombres me son tan odiosos que no he de dar cuenta suya ni en esta hora aciaga ni más tarde, cuando me halle en presencia del Divino.
“La carta que da razón de mis crímenes se lee en tres idiomas diferentes, y ha sido redactada con la presteza que sólo permite la saña en una sola tarde. Entre ellos se cuentan: robo de caballos del establo mismo del virrey; el rapto de la hija del duque de Villafuerte, acaecida en el verano que me hallaba, con pruebas irrebatibles pero insuficientes para la Inquisición, en la corte del rey de Francia fungiendo como negociador; hurto en propiedad de la iglesia (donde se cuentan varias reliquias sagradas, tales como una gota de la leche de la virgen María, clavos de la santa Cruz, el martillo del señor San José…), brujería y otras barbaridades para los que faltarían los años de cien criminales en el mundo para fraguar, además de otras cosas.
“Mi verdadero crimen, que tramposamente no figura entre mis acusaciones, ha ocurrido cuando, en la semana que por encargo del rey pasé en la villa del finísimo señor Tancredo Monsegur, en ocasión del esclarecimiento en la entrega de cierto cargamento de caña, pagado por su Alteza y no recibido en puerto galo alguno, he sostenido un fugaz amorío con doña Carmela, la hermosa hija del ilustre señor Tancredo, prometida en matrimonio a cierto almirante de poca monta, cuyo nombre odioso para mí no ha de figurar en esta confesión, y que…”
Se presume que amanecía o que la rata se secó.
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