Luego que él dejó la puerta atrás, y sus vestiduras de blanco volaban entre la corriente de aire que daba desde la ventana, corrí hacia tí.

Con todas mis fuerzas te abracé. Te quité la poca ropa y te volví a abrazar, aún más fuerte. Besé todo tu cuerpo, muy rápido, nadie nos podía ver.

Tiernamente pude sentir, en las más recónditas palpitaciones, en los más ahogados suspiros, en las más suaves tocaciones, cómo me correspondías.

Insistía en abrazarte antes de irme. Una vez más. Tenía que hacerlo antes de que llegaran los otros.

Tomé tu ropa favorita. Jugueteamos con tu camisa, esa que te ponías para ir al estadio a ver fútbol. Besé nuevamente tus labios y tu pecho. Luego vienieron los calzoncillos y, ups, por Dios, que me costó ponerte tus jeans. Es que no ofreciste cooperación alguna.

Bueno. Nos faltan las zapatillas mi amor. Nunca te las pones con calcetines así que será fácil. Qué costumbre la tuya. Pareces un bebé mimado.

Y ya estás listo. Impecable. ¿Pero no me vas a invitar a salir? ¿tan sólo me quedas mirando y sonriendo?. Sabes, mejor salgo un rato al jardín y vuelvo más tarde. No mucho sí, dame unos veinte minutos para fumar un par de cigarrillos que ya tengo atragantados.

Y entonces camino por el infinito y helado pasillo y, de golpe, me topo con los otros. Nos miramos friamente sin intercambiar palabra alguna. Mis pernas se debilitan y entre el desmayo inminente logro salir corriendo a tientas hasta el portal que da frente al parque que ya no tiene casi árboles.

Frente a la nada sacó mi cajetilla y busco nerviosamente la nicotina. Mi cara está petrificada y miro en completo silencio el invierno hostil. Solo ahora, solamente entonces puedo soltar el llanto más amargo de mi vida en la plena soledad.