Los edificios parecen cristales de diferentes tamaños y colores. El aire es azul hielo. El parque tiene una capa de escarcha. Invierno. Llevo tantos días, meses, quizás años, viendo pasar el tiempo a través de la ventana, que ya no podría salir a la calle, cruzarla y llegar hasta el puesto de castañas que adivino al otro lado, donde no me alcanza la vista, y pedirle un cucurucho a la vieja que atiza las ascuas en ese fogón improvisado en mitad de la calle. Lo siento. Al principio me rebeló esta muerte a tiempo cierto. No quería saber cómo ni cuándo, pero en esto la medicina ha avanzado mucho y ahora te dicen: “Le quedan seis meses de vida. Como mucho, un año”, y el paciente se muere en los aledaños del tiempo que le han marcado. Yo no. Estiro mi consciencia más allá de lo permitido. Y así pasa, que todo el mundo me ha retirado la compasión. Hasta mi hijo ha dejado de venir a sentarse en la cama para leerme un cuento. Entra, me pregunta qué tal estoy, y no vuelve a visitarme en todo el día. Clara hace lo que puede por disimular su irritación. Me dice que está contenta de encontrarme aquí todos los días cuando vuelve del trabajo, pero suena a dos por una dos, dos por dos cuatro... Una cantinela cansina. Ni Luci, mi perra, quiere darles calor a mis pies tumbándose en la cama. Tengo aparcado sobre la mesilla un libro: “La metamorfosis”. Me lo regaló mi cuñado hace poco y el detalle me llenó los ojos de lágrimas. Porque mi cuñado y yo hacemos pocas migas. Pero conforme iba leyendo, entendí la indirecta. Mi madre decía que se cruza solo al otro lado, que nadie te acompaña ni te puede quitar la angustia. Tenía razón a medias. Es verdad que eres tú el que se va, pero pides que no te suelten la mano hasta que definitivamente seas ese cascarón vacío que no sirve para nada. Yo también quería que todo terminara. Sentí la agonía de mi madre como un pozo profundo de dolor del que deseaba salir cuanto antes, aunque esperaba que ella no lo notara. Ahora pienso que tal vez sí y por eso hablaba de soledad. Cojo las cosas del revés y las observo de otra manera. Los vivos tenemos esa condición de muertos futuros, pero vivimos como si fuera para siempre. Nos fastidian los que están a punto de pasar al otro lado y no se deciden. Así que comprendo que mi familia esté harta de mi prolongación de vida. Bueno qué, ¿te decides?, me interrogan todos los días. Sin embargo yo sé que en cuanto el sol derrita el hielo de esta ciudad paralizada de frío, el calor me dará un nuevo plazo y entonces será indefinido y ellos no volverán a hacerme la pregunta. Simplemente me aceptarán como un vivo sin final conocido, igual que ellos, y todo volverá a ser como antes.
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