HERR MEYER Y LA PARCA
(NEGRAS JUEGAN Y GANAN)
Esta es una historia que ocurrió no hace mucho en Sant Joan des Port, un tranquilo pueblecito enclavado en la costa sur de Mallorca. Se trata de uno de los últimos lugares del archipiélago balear que se mantiene alejado de la omnipresente colonización teutónica. La explicación es simple, la causa principal es un camino mal asfaltado, por no decir casi inexistente. Un sendero que, visto desde la carretera principal, frena cualquier impulso de seguir por él para comprobar adonde lleva. Gracias a eso, y no por otras razones, el turismo es inexistente en Sant Joan des Port.
Bueno, quizás he exagerado un poco, mejor rectificar (y ya es triste tener que rectificar tan pronto): El turismo es casi inexistente en Sant Joan des Port, pues allí vivía durante muchos años el señor Meyer, de hecho el único habitante foráneo de la localidad.
Bien, ¿quién era el tal Meyer? Su apellido denotaba un origen alemán y así lo creían la mayoría de los lugareños, pero una mayoría jamás es una totalidad; No había unanimidad entre los opinantes, y muchos le buscaban orígenes distintos. El señor Serra, el farmacéutico, era de los que creían que no era alemán, y no aceptaba que nadie le llevara la contraria. Como había residido en Palma durante más de diez años, ante los demás vecinos ostentaba una especie de prestigio que le ayudaba a que, cuando afirmaba algo (por simple, absurdo o extraño que fuera) todos callaran y nadie osara contradecirle. Además ayudaba el modo con que levantaba el dedo índice, apuntando al cielo, y como se le enrojecía el rostro, le temblaba la barbilla y meneaba la cabeza.
El farmacéutico, boticario como le llamaban en el pueblo, decía a quien quisiera escucharle, que Meyer era austriaco, pues una vez, comprando un analgésico, le había oído referirse a unos amores de juventud en Salzburgo y comentó, como quien no quiere la cosa, que añoraba la maravillosa cerveza que suelen servir en una vieja cervecería que se encuentra escondida en una de aquellas callejuelas que se adormecen retorcidas y oscuras cerca del edificio del ayuntamiento viejo de la ciudad.
Otra voz discordante era la de la señora María (de Casa María, famosa por sus cocas de cerezas y por haber estado varios años liada con un sargento de la Guardia Civil de Santanyí, relación que terminó como el celebre Rosario de la Aurora debido a la intervención de una gaviota, un saco de harina rancia y un corte de luz inoportuno... pero esa es otra historia que contaré en otra ocasión). La señora Maria afirmaba con vehemencia que el origen del señor Meyer había que buscarlo en Suiza, y se basaba en su extremado sentido de la puntualidad y en su, aparente al menos, ordenada y anodina existencia.
En fin, no importa mucho la nacionalidad para comprender esta historia. Sea alemán, suizo, austriaco o incluso luxemburgués, como apuntaba con timidez Sisco, el de Cal Moro, mordiendo nervioso su gastada y amarillenta pipa hecha con un trozo de cuerno de narval. A esta pipa. Sisco le tenía mucho cariño, incluso llegaba a proclamar que quería ser enterrado con ella (entonces su mujer meneaba la cabeza y decía que sí con los labios, y “¡lo tienes claro!” con los ojos). Hacía años que la poseía, y la consiguió a cambio de tres mantas y una botella de ginebra, hacía más de veinte años, de un marinero lituano que llegó al puerto una noche de tormenta y necesitaba urgentemente emborracharse y dormir al raso, pues estaba ligado con una promesa a uno de los innumerables dioses marinos que protegen las vidas de los hombres de la mar.
Volviendo a lo que nos interesa, diremos que la única verdad es que el señor Meyer era un hombre mayor y solitario, que aparentaba unos setenta años pero podía tener algunos más. Su pelo era blanco y rizado (su barba cana y abrupta) y tenía un fugaz parecido con alguno de esos estrafalarios personajes rojos y blancos que inundan las calles de nuestras ciudades cuando se acerca la Navidad. Era callado, amable y poco amante de los tumultos. Le gustaba pasear por la playa y observar el ir y venir de las barcas de pesca. Le gustaban las noches sin luna, y le gustaba sentarse en silencio a contemplar las estrellas e inventar nuevas constelaciones combinando los puntitos de luz de mil y una maneras.
Retomaré la historia donde la he iniciado: En Sant Joan des Port, un pequeño pueblecito de la costa sur de Mallorca, nunca pasaba nada, si exceptuamos la carta que cada cuatro o cinco meses recibía el señor Meyer. No fallaba nunca: Un día llegaba el correo habitual compuesto de facturas, publicidad y alguna que otra carta personal, y al día siguiente llegaba un misterioso sobre de color salmón dirigido a él. La dirección estaba escrita siempre en delicados caracteres femeninos y cada vez llegaba de un lugar distinto: Copenhague, Kiev o Salónica; Taipei, Islamabad o Ulan-Bator; Jartum, Harare o Nairobi; Denver, Porto Alegre o Kingston.... incluso una vez llegó una carta de Pollença, población situada al otro extremo de la isla.
Todos los habitantes de Sant Joan des Port estaban obsesionados por conocer el contenido de esos sobres y aprovechaban cualquier oportunidad para sonsacar a Pedro, el cartero, sobretodo cuando este se paraba por las tardes, después de comer, en el café del pueblo: El Café Nou.
El Café Nou era toda una institución, aunque era conocido habitualmente como Can Pepo, pues así se llama el actual propietario; un antiguo pescador que había cambiado hacía ya varios años las redes de pescar por la botella de Frigola, popular licor de tomillo muy apreciado por los gourmets locales.
Cuando Pedro el cartero entraba en Can Pepo, todas las miradas se dirigían a él. Se detenían entonces las partidas de cartas, no sonaban las fichas del dominó, Pepo salía de su ensimismamiento habitual e incluso el viejo Antonio, que mataba el tiempo ante un vaso de anís estrellado, se incorporaba de su vieja silla de mimbre para intentar escuchar algo, olvidando por un momento su sordera, que le venía de muchos años atrás, cuando se cayó de un algarrobo desde el que intentaba espiar a Dolores, la del Molino, que se bañaba en una alberca con sus despreocupados y florecientes quince años... pero esa es otra historia y no es el momento de contarla.
Pedro, el cartero, siempre contestaba con un gesto de negación las miradas interrogativas de los parroquianos. Bueno, casi siempre, porque una vez cada cuatro o cinco meses, con una sonrisa de oreja a oreja, mostraba como quien muestra un trofeo un sobre de color salmón. Un murmullo se alzaba entonces en todo el pueblo y diríase que incluso el mar callaba sobrecogido y el cosmos latía más lentamente, apaciguando todas las rotaciones celestes que mueven nuestros destinos y nos engañan con sus azarosos planes.
Todos discutían, se esforzaban, ideaban entonces historias secretas, misterios sin resolver, conspiraciones internacionales, amoríos prohibidos, juegos de espías... En fin, elucubraciones sin sentido, pues al final siempre ocurría lo mismo: quince días después, ni uno más ni uno menos, el Señor Meyer enviaba lo que parecía ser la respuesta, pero siempre a una dirección distinta a la reflejada en el sobre inicial.
Pero todo llega a su fin, y un día, gracias al viejo Antonio, cesaron todas las especulaciones. Una mañana de septiembre, Antonio seguía sentado en su vieja silla de mimbre, como si no se hubiera movido de allí desde el inicio de los tiempos. De repente, sorprendiendo a todos, soltó un chillido y se levantó agitando el periódico furiosamente. Se subió a la silla y causó un antológico desconcierto en el café, pues todos habían llegado a olvidar su existencia y lo habían reducido a un mero mueble del local; como la gastada barra, la colección de botellas polvorientas, las mesas de mármol blanco, los ceniceros de Cinzano o el ancla que había pertenecido al abuelo de Pepo.
Un inciso: El abuelo de Pepo fue un viejo contrabandista de licor que murió ahogado allá por el 1900. Del naufragio solo se recuperó el ancla y algunos tablones de la embarcación. El ancla no estaba entera, pues el duro hierro mostraba la terrible mordedura de un animal que solo podía calificarse de “monstruo marino desconocido”. Todos estuvieron de acuerdo que una terrible serpiente de mar había decidido llevarse con ella la barca y todo lo que contenía, pues, tal como afirman los viejos marineros cuando el ron y la luna se les suben a la cabeza, solo un monstruo podía haber acabado con el viejo pirata... pero esa es otra historia, y quizás más tarde termine de contarla.
Volvamos a los instantes de desconcierto que siguieron al redescubrimiento de Antonio,. En unos instantes los ánimos se serenaron y todos a la vez intentaron ver lo que quería mostrarles con tanta agitación. En el periódico había de un articulo dedicado a viejas glorias deportivas desaparecidas en extrañas circunstancias. El articulo explicaba la historia del conocido boxeador Patxi Indaurretetxea, desaparecido en 1954 durante la final de los pesos pesados, tras un apagón de luz que duró exactamente 20 segundos, transcurridos los cuales su adversario seguía con los puños alzados, la nariz destrozada y el miedo en la mirada, pero ante él solo quedó una pequeña voluta de humo.
Contaba como el ciclista Jean-Luc Dismoi se esfumó en un banco de niebla rosada, en 1973, mientras ascendía al Puy d’Alô. Explicaba como el celebre futbolista argentino Osvaldo Noriega marcó siete goles en un memorable partido contra el Recreativo Montevideo, entró en una ducha de los vestuarios del estadio y no salió nunca más de ella, y solo un anillo de oro con las iniciales “F. V. H. 12/05/1982” quedó como constancia de su paso por este mundo. Y para terminar nombraba a Otto Meyer, campeón de ajedrez desaparecido en 1927, a la edad de 43 años.
El tal Meyer perdió una disputada partida contra el ruso Ivan Ulionov, que se hizo famoso años más tarde como actriz de teatro. ¿Actriz? ¡Si! Recordemos sus memorables interpretaciones de Ofelia y como engañó a la opinión pública de tal manera que aun se recuerda su boda con el diplomático inglés Edward Delacroix, que hasta tres años después de casados no descubrió el verdadero sexo de su cariñosa, complaciente y deslumbrante esposa. “Ahora entiendo por que siempre quería hacer el amor a oscuras”, cuentan que dijo Delacroix al salir del hospital donde pasó tres meses de reposo... pero me estoy yendo por las ramas, pues esa es otra historia y ha sido contada tantas veces que no es necesario repetirla de nuevo.
En definitiva, y volviendo a lo que nos interesa, ante la magnitud de la derrota, Meyer juró que vendería su alma al diablo si este le aseguraba que no perdería nunca más. Las crónicas cuentan que entonces se oyó una explosión y todo se llenó de humo. Cuando este se disipó, Herr Meyer había desaparecido y solo quedó como recuerdo suyo un tenue olor a azufre. El periódico seguía contando que varios mediums, entre ellos el Gran Kappel, famoso por haber inventado la predicción gracias a las arrugas que forman los nabos al cocerse y la conocidísima (y menospreciada en según que círculos brujeriles) Alanís Ferrer, afirmaban que Meyer seguía vivo en alguna parte, disputando una partida de ajedrez con la muerte: Si ganaba la partida tendría lo que había deseado, pero si perdía, también perdería su alma.
La lectura encendió los ánimos de los allí reunidos: Si se trataba del mismo Meyer ¡actualmente tendría más de 127 años!
En la foto del periódico la barba estaba menos rizada, pero sin duda se trataba del mismo hombre. Las discusiones se prolongaron durante un rato hasta que el señor Amadeu, que había estudiado en un seminario en sus años mozos, afirmó que Meyer no moriría hasta que terminara la partida y que solo tenia la opción de perderla, pues nadie ha ganado jamás al diablo, que sabe tanto por viejo como por diablo.
Un silencio se apoderó del local y todos miraron atemorizados el sobre de color salmón que destacaba en el montoncito de cartas sobre la mesa. Pedro, obligado por las miradas de los presentes, recogió el sobre y se dirigió a toda velocidad a casa de Meyer.
Llegó en unos minutos y se acercó temeroso a la puerta principal. Tras comprobar que las sombras no revestían ninguna amenaza, se agachó cautelosamente, dispuesto a tirar la carta por debajo del dintel. Se apoyó en la puerta y notó que estaba abierta. Tragó saliva y entró llamando al señor Meyer con un hilo de voz. Nadie respondió.
Lo primero que vio fue, marfil y ébano, un tablero de ajedrez que descansaba sobre la mesa. Pocas fichas seguían sobre él y la mayoría estaba en una cajita de madera de sauce. A su lado, apiladas, estaban las tres ultimas cartas que había recibo el señor Meyer. En la primera ponía “Jaque con caballo en rey 2”, y Meyer había garabateado debajo: “Rey hasta alfil 2”. La segunda carta decía “Jaque con Reina en Rey 6”, y Meyer había añadido “Rey a Caballo 2”. La tercera carta proclamaba: “Reina a Caballo 6”, y Meyer había escrito con letra cada vez más temblorosa, “Rey en Torre 1”. No había mas cartas.
Pedro dejó el sobre salmón en la mesa y retrocedió unos pasos. No dio más que dos, pues sus pies tropezaron con algo en el suelo. Se giró y vio allí tirado, con los ojos muy abiertos, al Señor Meyer. Creedme si os digo que Pedro salió de la casa mas rápido de lo que se tarda en leer esta frase. Salió y no regresó, dejando sobre la mesa una carta que nadie llegó a abrir jamás, una carta que decía: “Reina en Torre 6. Jaque Mate”. |