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Escuchaba hablar a mi amigo y sentía que todo cuanto decía era verdad. Iba a decirle algo, algo que también era verdad, la mía, pero decidí callar, era mejor callar, ocultar cuanto sentía pues dudaba de mi propia convicción. Cuando terminó de hablar le pedí que me diera un consejo. Me miró de soslayo y se fue sin decir una palabra.

Iba a salir a la calle pero decidí quedarme encerrado. Recordaba sus palabras que opacaban mis verdades. El sabe más que yo, sentía. Aquella tarde, no pude descansar. Y cuando llegó la noche, tampoco. Ya en la mañana, me dije que algo tenía que hacer. Me vestí y salí a la calle. Empecé a caminar sin rumbo.

Llegué a un mercado lleno de personas, entre comerciantes, clientes, etc. Entré al mercadillo y me puse a mirar a los pollos, a los cuyes, encerrados, listos para matarlos. Fui donde el matarife y le dije si podía venderme un pollo. Me dijo que sí. Lo quiero vivo, le dije. Cogió al pollo, le dobló las alas, le ató las patas y me lo dio como un paquete emplumado. Miré al plumífero y sentí que miraba al infinito, que estaba mirando la verdad... Lo llevé a un bosque y lo solté. Lo vi alejarse y es seguro que algún gato, perro, persona, lo haya cogido y comido. Pero esa mirada me hizo pensar muchas cosas.

Una de ellas era si ese pollo conocía la verdad. Otra era la de mi amigo de si sus palabras eran verdaderas... Aunque casi nada podía recordar de él. Seguí caminando hasta llegar a mi casa. Entré y me eché a descansar. Había faltado al trabajo, pero qué importaba si yo era un buscador de la verdad... Por supuesto que esto no le importaba a nadie excepto a los buscadores, y a mí...


San isidro, enero del 2007

Texto agregado el 25-01-2007, y leído por 219 visitantes. (0 votos)


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