Aquel verano, la niña de mirada angelical cosechó fanáticos por doquier. Su andar bañaba de gloria el mar de pupilas que cada día le rendían tributo. El malecón fue escenario de una multitudinaria procesión de besos silenciosos, que cada fiel ofrendaba a su sonrisa. Su larga cabellera danzaba alegre al ritmo de una música lejana mientras todos observaban cada paso, cada disimulada mueca que hacía al andar.

Por las noches se aparecía envuelta en telas sagradas y cada palabra suya era un divino suspiro, un vaticinio al que todos hacían reverencias. Cada movimiento suyo parecía sacado de una escena de la Revelación, cada paso suyo hacía del instante una eternidad.

Así transcurrieron los días ese verano, ella viviendo despreocupada y todos devotamente interesados en su vida. Sin embargo, había algo de misterio tras sus ojos, algo que nadie había logrado descifrar y que algunos juraron osar descubrir.

Una noche dicen se apareció como tantas otras, esta vez arropada de un aura diferente. Ya no irradiaba esa luminosidad característica sino que un opaco brillo parecía conquistar todo a su alrededor. Algo parecía haber cambiado súbitamente y sus ojos reflejaban fielmente una noche de excesos.

De pronto llegó un sujeto con el pecaminoso rumor. La habían visto mal acompañada de un ángel negro, sucumbiendo moribunda en sus brazos, alucinando, totalmente fuera de sí. La noticia hirió de muerte a todos y en una fracción de segundo, aquellos labios y aquella risa no volvieron a ser más, divinas muestras de la otrora inmortal mujer.

Con la facilidad con la que logró hacer soñar a todos, la niña de mirada angelical reflejó aquel oscuro ángel el resto de los días, aquella maliciosa presencia que la volvió más mortal que nunca, un endeble ciervo de Dios. Aquel verano, de la niña de mirada angelical no se quiso saber más.