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Inicio / Cuenteros Locales / mariog / EL COMPROMISO DEL ESCRITOR (II)

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La nota anterior de este modesto ensayo se cierra con una conclusión que, admitimos, resulta un poco inquietante. Cuando menos, curiosa. Que anima a ver cómo progresa este itinerario hacia lo profundo de la vocación del escritor. Por más que proclamemos que no hemos querido “enganchar” a nuestros lectores, no contaremos con su acuerdo. En virtud de ello, seamos honestos: buscamos seducirlos, atraerlos. Tal como lo hacemos con nuestra obra, procuramos inducirlos a continuar la lectura, a empinar cada página, a beberse hasta el último acento, a dejarles en el paladar todas las sensaciones posibles para comprobar más tarde si ha quedado o no, tendido un puente.
Desde esta perspectiva y retomando todo lo no resuelto de la nota precedente, será oportuno que nos preguntemos seriamente por qué escribimos. Admitamos que hay una considerable cantidad de personas que lo hacen porque buscan fama, porque un poco de dinero como consecuencia de esa fama no vendría mal, porque les resulta fácil, porque les sirve como distracción, porque no resisten la vanidad de ser leídos, aplaudidos o felicitados por ello, porque resuelven bloqueos o conflictos íntimos, porque les divierte...
Cuando no encuadramos en ninguna de estas posibilidades, no nos queda más remedio que empezar a considerar que escribimos por necesidad. Por una oscura, inexplicable y hasta a veces obsesiva necesidad de testimoniar lo propio, de expresar incertidumbres, temores, circunstancias, hechos vividos o presenciados, memorias, sueños. Ese equipaje que se lleva en la espalda y que día a día aumenta en volumen y en trabajo por acarrearlo.
Y es indudable que hacemos del escribir una ocupación constante. Entonces no será para nada extraño que nos preocupemos por dar a nuestra palabra toda la efectividad indispensable que aquella necesidad, requiere. Para ello ponemos en juego todas las herramientas disponibles, llegando a extremos incalificables para mejorarlas, calibrarlas, multiplicarlas. La lectura y la adquisición de técnica tienen un lugar de privilegio en el menú de instrumentos a la mano. Es así como nos convertimos en intelectuales.
Empezamos a deshacernos de prejuicios. Las palabras tienen significados; recién en un segundo lugar vienen las acepciones y después los usos posibles. Al contrario de la mayoría de la gente, los escritores tenemos la obligación de saber de significados para después poder especular con todo lo demás que hace al campo semántico. Simultáneamente, nos vemos forzados a pilotear las combinaciones lógicas de las palabras que sostienen la edificación de las frases.
De ese modo nos internamos en los campos de la sintaxis: su conocimiento es precisamente lo que nos habilita para romper los órdenes. Con las palabras ocurre casi lo mismo que con la técnica de la pintura: si no experimentamos los rudimentos de lo convencional, jamás podremos llegar a la esencia del surrealismo. El camino inverso es la mejor garantía de productos defectuosos, vacíos de significado, inútiles para lo que debemos expresar.
Otro buen ejemplo de esta afirmación lo ha aportado Pablo Picasso: si muchos de los defensores a ultranza de la abstracción supieran de los centenares de bocetos claramente naturalistas (algunos rayanos en lo fotográfico), que realizó del cuerpo del toro antes de abstraer las líneas principales y producir la serie “Taurimaquia”, tal vez acabarían replanteando su posición y dejaran de agobiarnos con sus clisés.
Los escritores no tenemos tiempo que perder en estas nimiedades. Nos urge demasiado lo perentorio de esta empresa que no podemos abandonar. Es la misma necesidad lo que nos obliga a buscar la perfección conceptual y la perfección formal. No podemos dar por terminada una obra si su construcción no nos deja satisfechos. Porque además de todo lo señalado, somos irrenunciables críticos. De lo propio y de lo ajeno. Aunque omitamos decirlo, no podemos evitar el análisis. Que por el uso frecuente se transforma en una tercera herramienta de utilización indispensable.
Lectores críticos que de cada página leída extraemos nutrientes. Eso somos los escritores. Lectores especializados. Que por ese constante ejercicio y por aquella necesidad ya acusada, acabamos por metamorfosearnos en “individuos a contramano, terroristas o fuera de la ley”, como Ernesto Sábato se encarga de proclamar.
Lo extraño de esta calificación desaparece si nos hacemos cargo de que la manera de leer que nos caracteriza, en algún punto de nuestra existencia excede los límites de los libros. Los escritores, más que nadie, somos perfectamente conscientes de que todo (el arte, los medios de comunicación, la publicidad, las costumbres sociales, los procesos psicológicos colectivos y singulares, las creencias, la historia, la política) deviene en objeto de lectura. Y como lectores ávidos que somos, leemos todo.
En virtud de ello es que coincidimos con Sábato cuando dice que es absolutamente equivocado el pedirle a la literatura que sea testimonio social o político: si los escritores somos profundos, trabajamos en serio, respondemos a la urgencia que nos moviliza y a las obsesiones que encarnamos, nuestra obra inevitablemente ofrecerá testimonio de lo que somos, del mundo en el cual vivimos y de la condición humana del tiempo y de la circunstancia a la que pertenecemos.
Nuestra obra –definida por nuestro propio actuar crítico-, responderá a nuestra esencia de animales políticos, económicos, sociales y metafísicos y no será sino lo que debe ser: un documento de las condiciones de la existencia de nuestro tiempo y lugar.

Mario G. Linares.-

Texto agregado el 14-02-2004, y leído por 355 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-02-2004 Gracias Mario. Logras centrar , aterrizar muchas aparentemente vanas discusiones y formalizas tus tesis ya expuestas de manera sobria. como bien dices un escritor (un buen escritor) es fundamentalmente un lector. quien busque tomar atajos se perderá en mediocridad. En cuanto a los motivos... de todo hay, como en la viña del señor. enhorabuena vato
 
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