Me encanta ir con los chicos a ver los espectáculos callejeros. Esos que son a la gorra. Lo payasos sin pintura que te hacen morir de risa. Se ponen tan cerquita que casi podés sentirles el olor a miedo, nervios y diversión. (Y a veces el olorcito dulzón a "eucaliptos" que suelen traer en las funciones de madrugada.)
Este último fin de semana estuvimos en un balneario y nos dimos una panzada de gorreros. A mis hijos les encanta ir en el momento de la "mangueada" a llevarles la moneda o el billete de pago por la diversión.
Empezamos livianito: Nando y Betina, canciones para chicos, guitarras, diversión, complicidad. Los chicos cantaban a los gritos las canciones que se sabían de memoria y bailaban como locos las que no conocían. Después vinieron unos muchachos que hacían ritmo con unos cajones y una panderetas, mientras dos adolescentes bailaban con pañuelos. Muy divertido y original. Más tarde llegaron los payasos y ahí sí, todos nos liberamos y nos transformamos en chicos de 7 años otra vez. Fue genial. Hacía rato que no me sentía tan bien.
Muchas veces me pregunté como se vería la gente desde donde están parados los payasos. El sábado me di vuelta y miré a las personas que estaban sentadas en el suelo mirando como unos jóvenes caraduras hacían morisquetas y malabarismo. Y ví hombres y mujeres que volvieron el hilo del tiempo atrás. Chicos y chicas metidos en cuerpos obesos o hipermaquillados, que sonreían transfigurados, felices por el mero hecho de la diversión. Yo miraba la gente, reflejándome en ese espejo colectivo y sonreía para mis adentros. La mayoría se notaba agotada de una tarde fabulosa de playa, pero así y todo aplaudían y cantaban a la par de los más chiquitos. La risa por la risa misma.
La gente brilla cuando se los mira con atención.


Febrero 2003