Castigo a la Sangre.
Haciendo un gran esfuerzo giró el cuello hasta por encima de sus hombros donde ciertos olores se adormecían en la oscuridad del aire con total naturalidad.
Corrigió aquella mala postura lentamente.
Y esperó a que las sombras dejaran de confundirse con otras presencias.
Se obligo al silencio, hasta que perdiera su espesura la humedad en el piso de madera. Cerró sus ojos. Dio unos pasos para atrás. Retorció el picaporte. Y remontó pesadamente la avenida a través de la espesa cortina de lluvia por la vereda opuesta al del supermercado chino. Observó que uno de ellos falsificaba billetes detrás de un mostrador. Sonriéndose uno al otro se hicieron socios intrínsecos de aquella felonía.
Se dispuso a esperar su parte del botín debajo de un pequeño alero en la puerta de entrada de un viejo edificio.
En la espera, la lluvia y su apática estridencia lo arrastraron hasta los domingos de su infancia donde aprendió el significado de los gestos observando detenidamente y por horas una vieja serie de televisión llamada Bonanza. Aquellos hombres de pantalones con flecos sabían que él los observaba. Por esta misma razón ocultaban sus miradas debajo de un sombrero de ala ancha. Pero el secreto no estaba en sus ojos sino en sus labios y en la fuerza con la que mordían una espiga de mala hierba. De igual modo observaba a su padre los días domingo. Quien, luego de apretujarse repetidas veces las manos entre si, apuraba sus pasos en dirección al armario diciendo
-Desde que se inventó la pólvora...- Para descerrajarse un tiro en la sien. Unos segundos después todo volvía a la misma y tensa calma de los gestos en el televisor en blanco y negro. Con las vecinas yendo y viniendo de a dos en vez y en completo silencio; alguna de las dos tomaría asiento sobre lo que alguna vez fue un hermoso y mullido sofá de cuero marrón. Algunas pocas veces lograban acariciarle el lomo a Blanky, su perra, que piadosamente se relamía las tetillas rojas. Sus patas rozaban la botella de vino con la boca rota que rodaba de un lado a otro debajo del sofá. Y el padre, ahí. Como el vino. Sobre el vino. Sobre el parqué desdentado. Recostado en un rincón. Con la camisa abierta hasta el ombligo y por sobre todo los silencios, el ronquido continuo, los interminables ronquidos de cada domingo.
Con el tiempo supo que aquello con lo que el padre jugaba no era mas que una vieja replica de balines de goma. -Puto!- Pensó. Y espero a que el chino terminara de armar el fajo de billetes falsos para el proveedor. Necesitaba parte del botín, sino en efectivo, en esencias. Así le habían enseñado. Así cobraban sus deudas en la familia. Y una buena botella de vino al natural seria una buena manera de contrarrestar los espasmos que lo envolvían. Recordó a la madre, a la hermana. Aunque a estas las vio la ultima noche, en un sueño. Raro y doloroso don. Sentenció.
En el sueño caminaba hacia el interior de un cuarto de color celeste con una especie de cama en el centro. Sobre ésta, y debajo de otra sabana de color celeste yacía un cuerpo. Una voz, lejana y cercana a la vez, le susurraba repetidas veces un nombre. Y poco a poco se acercaba al cuerpo cubierto en la cama en el centro del cuarto. Las baldosas se intercalaban yendo y viniendo en diferentes direcciones. Una de color blanco, otra de negro. Y la cama soportaba el cuerpo en su camino. Al descubrir el cuerpo, también descubría a la madre con la cabeza partida exactamente en la mitad. La cama no era sino un mesa de mármol.
El chino bajó las persianas. Las gotas de agua seguían en picada, algunas gotas de sudor sal aguado se resbalaron hasta sus labios. El peso de su cuerpo empujo la puerta de madera tallada con enredaderas. Termino de empujarla con las manos. Subió los primeros escalones de manera inconsciente. Arrastró sus manos contra el mármol de las paredes buscando en ella una guía segura, la oscuridad jugaba con las luces que se escapaban de los marcos mal escuadrados, oyó voces de niños que golpeaban sus crayones contra la pared. De nuevo la imagen del televisor en blanco y negro, las bolsas de basura, el sonido de los crayones. Las vecinas. Recordó que su mascota se comía las crías deformes. Como su madre y su hermana.
Siete pisos más arriba, se apostó en silencio frente a una puerta desde donde surgirían toda una serie de imágenes. La empujo levemente. Pasó. Se detuvo un segundo para oír si unos pasos que parecían subir, en vez de girar sobre si, se dirigían para algún otro lado. Estos, rápidamente giraron sobre si para desvanecerse a lo lejos entre las últimas gotas de lluvia. Aspiró hondo e hinchó sus pulmones con mucho del aire fétido atrapado en todo el piso. Al respirar, sus pies se afirmaban en el umbral. Volvió a salir. Y bajó hasta la puerta de calle. Dio un paso fuera del edificio.
Para volver a subir al mismo piso, al mismo espacio extrañamente familiar y desconocido. Pasó y confirmó el movimiento dentro de unas bolsas de basura de color negro sujetadas por la boca con alambre liviano pero resistente. Las ventanas estaban cerradas. Sobre un velador oscuro se derramaba una tela suave de colores. A un lado chirriaban las poleas de un ascensor para sostenerse luego unos pisos sobre la suciedad. De los hombres, en su forma y estado habitual, ni las sombras.
El hedor asqueroso poseía cierta característica única, que a pesar de lo agudo al ensartársele a uno en la nariz, parte de su esencia era dulce, suave, envolvente. Pero solo en parte. El resto eran pequeños granos de mierda y orina desenfrascados y esparcidos por todo el lugar. Para recorrer todo el salón bastaba con empujarse suavemente sobre la sangre en partes coagulada, en partes no.
Recorrió el ambiente envuelto en un aura de silencio y resignación. Su perra se relamía las tetas.
Algunas piezas de uña pintadas de rojo que la hermana acostumbraba masticar frente al televisor se encontraban esparcidas o incrustadas en la pared.
El padre, desparramado debajo del sofá, borracho o no, usaba de cobija una de las bolsas negras. Sintió pena por su sangre. Caminó hasta la cocina donde aún retumbaban algunos alaridos. Tomo algunos enseres de cocina y se dirigió al baño para armar la mesa, extender el mantel, posar vaso, plato, cuchillos, cuchara.
Del otro lado, y no gratamente, lo conocido, todo el mundo. Ahí, uno nuevo donde la mesa una vez servida era toda suya. Profunda y blanca, elegante.
De plata ante el vacío. Con él, caracterizado maestro de ceremonia sin frac, cabecera de mesa - La botella ahí!- Donde a él le gusta. A sus espaldas, la estela sanguinolenta y resbaladiza abandonada a los caprichos del espacio y los elementos.
Fruto, verdugo y hombre.
El objeto sublime del disfraz y el silencio conjugados, como el de la sangre escapándose de los cuerpos es en principio el goce de la agonía, la mirada perdida del ahogo para finalmente cerrar sus puños la muerte como evento único; magnífico en toda su significancia.
La mugre en el piso gimoteó una vez más. - Sin decir nada- . Pensó. La sangre había llegado al límite de su caudal. Aunque con él, sentado a la cabeza, tomaría un nuevo rumbo. Una vez satisfecho, con la copa a media asta, elevó la mirada esquivando al mismo tiempo el penetrante humo del cigarrillo; recordó la competencia absurda de ver cual de todos los comensales tendría el valor de levantarse primero. Aquel que lo hiciera estaba condenado. Aplastó la colilla de cigarrillo en el plato para luego rezar por lo bajo su frase predilecta ¨ La hipocresía es un bien común ¨
La mesa se llamó a silencio. La misma frase quiso agregarle algo de culpa. Desde su lugar en la mesa, observo que desde el inodoro surgían algunas pequeñas formas óseas muy semejantes entre si. Cartílagos frágiles sostenidos nada más que por el deseo de recorrer la sala, mirar por fuera de las ventanas. Los cartílagos se trepaban por los muebles desatando sus habituales piruetas. Mientras uno vomitaba todo lo que pudo ser, el tercero, oculto detrás de unas botellas de vino vacías junto con un tenedor de mango fino, acariciaba tibiamente estos envases; el segundo revolvía en sus manos un mechón de pelos recién teñidos de color negro azulado a punto de ir a bailar. La sangre cuarteada sobre el mosaico pardo opacó a gusto el entorno. La tela suave del velador se deslizó sobre las grietas. Los niños se apropiaron de todo. Fingió pena por su sangre. Cortó un trozo masticándolo hasta dejarlo seco.
-Todos los hombres pagamos nuestras culpas. - susurró. Mientras apretaba entre si las varas de una persiana. - Toda mugre merece un final.- Pensó.
Nada de lo que hiciera después de tamaña empresa le brindaría tal satisfacción, detrás de la puerta se iniciaba un mundo nuevo que no podría de ningún modo ser contaminado por una gota de su sangre. Los granos de mierda desenfrascados y esparcidos por todo el lugar se convirtieron en pequeñas moscas ciegas, de las bolsas de mugre, como de la carne escupida en el plato surgían pequeños y mágicos gusanos de color blanco como granos de arroz que se multiplicaban dolorosamente por todo el ambiente. Una vara de luz se introducía por una rendija de la persiana, los gusanos humedecían sus labios. Su alimento se deslizaba desordenada o voluntariamente hacia el. Ya no era necesario que saliera a cazar, ya no necesitaba moverse, sus piernas se adhirieron entre si en una membrana rugosa convirtiéndolo en otra especie de reptil aplastado en una cueva bajo una piedra. Respiraba por la boca. No lograba cerrar los ojos. Sus encías se contraían sobre si, esta seria para el una buena señal.
Señal de que por fin estaría envejeciendo. Que pronto podría atravesar la vara de luz sin necesidad de reptar hasta ella, simplemente seria arrastrado por el mismo vaho que se encontraba a punto de estallar. -La hipocresía es un bien común - susurraba. Acurrucado en un rincón.
FIN
Castigo a la Sangre / de Nery Quintana
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