Camino por debajo de mi piel y contemplo mi interior, vacío, inerte, muerto.

Comienzo a gritar en la obscuridad pero tan solo me responde el eco que generan unas paredes que no puedo ver.

Corro desesperadamente para tratar de encontrarme, pero únicamente me debilito cada vez más hasta caer de bruces sobre mí mismo.

Sorprendido por la inmensidad de mi interior, comienzo a derramar lágrimas que se apilan una tras otra sobre las enormes montañas de nada que he acumulado en veinte años de existencia.

Justo en el momento en que abandono la búsqueda de mi esencia, observo a una pequeña flor que valientemente sobresale en el vacío, tambaleante e indefensa, pero increíblemente bella.

Lentamente abro los ojos y veo la luz que se cuela a través de las cortinas. Con un salto me separo de la cama y abro la ventana. Allí, a lo lejos, el mundo me recibe una vez más, pero ahora más hermoso y majestuoso que nunca.

Extasiado, el tiempo escurre por mi cuerpo y sólamente puedo pensar que algo cambió en mi interior.