El niño, no aparentaba más de siete u ocho años, deambulaba por la noche de la ciudad. Vestía un pantaloncito muy manchado, demasiado grande para él, atado a la cintura con un hilo, una remera veraniega, bastante agujereada, bajo la cual se había colocado papel de diario para atemperar el frío. Su calzado estaba descosido y permitía ver los sucios deditos de sus pies.
Era invierno y la gente ataviada con ropa de abrigo apuraba el paso para llegar a destino. El niño, físicamente muy pequeño, todo lo miraba hacia arriba y se preguntaba si sería invisible porque nadie parecía reparar en él. Sentía hambre, pero eso era normal, siempre sentía hambre. Lo que le preocupaba era el dolor en el pecho y la tos, además, de tanto en tanto, sentía gusto a sangre en la boca.
Recordaba vagamente a su madre porque hacía mucho tiempo que había dejado de verla y la buscaba en cada cara de mujer que cruzaba. La extrañaba, estaba seguro que ella le quitaría el dolor y la tos solamente con el calor de su abrazo. Pero nadie más. Para el resto del mundo, él era invisible.
Instintivamente caminó hacia el bajo, donde estaban los basurales. Allí siempre algún vagabundo viejo le dejaba un poco de su comida y de día los cirujas le daban alguna moneda por buscarles vidrio y cartón. Además nunca faltaba una caja grande en la cual guarecerse para dormir.
El dolor en el pecho, se había intensificado y la tos también, se sentía muy débil. La vida lo había endurecido pero estalló en llanto y se dejó caer boca arriba sobre la hierba. Sabía que clamar por su madre no lo iba a ayudar. Con la vocecita entrecortada por los sollozos solo atinó a decir: ¡Dios ayúdame!
Las lágrimas dieron paso a la visión clara y contempló extasiado el universo poblado de estrellas resplandecientes. Ya no sentía frío ni dolor, la tos había cesado. Su alma se inundó de luz y comprendió. El pertenecía a esa maravilla que tenía ante sus ojos y a ella se estaba integrando nuevamente.
Sonrió y dejó de respirar.
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