Recién había terminado de escribir lo que sería su último poema, el cual decía lo siguiente:
“Quisiera…
Nunca haberte conocido, pues entonces hoy no te diría adiós
Solamente me hubiese conformado con admirar tu silueta perfecta
Entre las nubes del firmamento casi vacío.
Quisiera…
Que las cosas fueran tan fáciles, para así no lamentar el que ya no estés
Olvidar tus besos, silenciarlos con la ausencia de tu partida
Hoy, hace ya tiempo de tus últimas palabras
Pero todavía escucho tu voz en los callejones desolados de mi corazón
Aunque no hay nadie
Solamente la soledad que me acompaña desde que te marchaste
Por eso, quisiera que solamente fueses una ilusión
Un sueño imposible, pero en cambio te convertiste…
En lo que nunca esperé…”
Luego, con la estoicidad que últimamente le había caracterizado, tomó un sobre algo manchado por el tiempo y lo abrió descuidadamente, dejando caer lo que había estado en su interior desde tiempo atrás. Dirigió su vista al suelo, como buscando desinteresadamente lo que por dentro le preocupaba muchísimo. De pronto, sus ojos se toparon con el objeto que momentáneamente se había extraviado: una carta bastante vieja, quizás tanto como él. La tomó cuidadosamente y se dispuso a leerla nuevamente, como acostumbraba cuando la lluvia hacía su entrada y los libros de su estudio parecían suplicarle que les diera un descanso. Justo como esa tarde de noviembre.
Comenzó a leerla, y sin darse cuenta las lágrimas encontraron su camino a través de las mejillas, algo marchitas por el paso imparable de las décadas y lastimadas por los golpes de la vida, pero en realidad, las lágrimas eran tan sólo una parte de lo que el destino le tenía guardado para esa fría tarde, gris y opaca, como una analogía de lo que había sido su vida durante largo tiempo.
Una vez más, sin proponérselo, había escrito algo pensando en ella. Sintió entonces la imperiosa necesidad de un trago de coñac, para apaciguar un poco el certero remordimiento y pesar que le carcomían el alma.
Echó un vistazo a su estudio, el único lugar donde verdaderamente se sentía a gusto, para cerciorarse de que todo estaba en orden, que las cosas estuvieran en su sitio. Deslizó su vista, escudriñando con ella cada rincón de la habitación, buscando algo. De pronto, sus ojos se toparon con un calendario, mustio y con una fecha remarcada en el mes de noviembre. Lo levantó con cuidado y lo puso en el lugar donde siempre había estado: en su mesa de cedro, frente a la chimenea, junto al sillón de terciopelo. Con la copa en su mano derecha caminó el pequeño trecho que le separaba del fogón y se sentó en su sillón. Como esa vez, habían pasado tantas tardes meditabundas, y otras, simplemente en silencio, oyendo a la lluvia cantar en la lejanía, las nubes de tempestad en las cuales imaginaba un lamento del cielo, derramando su llanto sobre los vivos y los muertos.
Brindó entonces por sí mismo, y por todos los que como él, habían vivido en la soledad, porque fueron desterrados, de un mundo extraño, despiadado y cruel, capaz de despojarlos de todo, incluso de lo que más amaban. Se recostó en el mullido sillón y entonces poco a poco se fue quedando profundamente dormido. Oyó entonces el trinar inconfundible de los ruiseñores, que anunciaban el amanecer, y poco después el cantar de los gallos, heraldos del mañana, confirmando que, en efecto un nuevo día había comenzado.
Vistióse entonces con marcada indiferencia, observando como la luz del sol se negaba a aparecer través de su ventana, como si las horas se hubiesen detenido. Y volvió la lluvia, anunciando los truenos en la distancia su llegada. Al cabo de una aparente eternidad, acabo por fin de vestirse, para tomar poco después su abrigo y su sombrilla y emprender marcha hacia el parque. Allá, en medio de tantos árboles mojados, en medio de tanto susurro de las ánimas en pena, cerró su paraguas y dejó que las gotas de rocío acariciaran su ya envejecido rostro, por las ausencias, por las noches vacías, por las heridas del alma…
Comenzó a caminar sin rumbo fijo, solamente para tratar de despejar su mente, que en realidad estaba más clara que la mañana que hacía poco había muerto frente a sus impávidas pupilas. A dejarse llevar por el viento triste que la madrugada había dado a luz, a llorar con las nubes, en silencio, porque era una fecha cualquiera, pero sin embargo, se le arrasaban los ojos, mientras llevaba en sus manos un sobre amarillento
Y la gente que le miraba, decía en baja voz:
—Ha perdido la razón. Ya hace de eso varios años, pero es precisamente en estos días de invierno cuando parece alcanzar su cenit.
—Realmente era un buen hombre, peculiar sin duda, pero bueno al final.
Asentían con la cabeza, mientras le miraban pasar, como levitando, perdido entre los planos de la realidad incierta y la desgraciada fantasía. Seguían de lejos sus movimientos, cuchicheaban otro poco, para después seguir con sus miserables asuntos
También él seguía con el suyo, la locura, algo incierta, pero definitivamente presente, notoria en cada mirada llena de ansiedad, en cada entrecortada respiración que sus pulmones ordenaban. No notó cuando un apuesto adolescente siguió sus pasos, a distancia prudente, por la curiosidad que ciertamente despertaba aquel triste cuadro digno de compasión humana. Le habían comentado que todos los años, para esa fecha siempre salía por las calles, hablando solo. Quería verlo con sus propios ojos Era bastante alto, de piel clara y de ojos color miel, expresivos y soñadores, que por algún motivo evocaban paz a aquel que los miraba. Iba detrás suyo, aguzando el oído para tratar de comprender el motivo de tanta desesperación. Fue grande su sorpresa cuando en medio de sollozos escuchó el nombre de su madre, la misma que había muerto hacía ya 18 años, dejándole huérfano, pues según le contó su abuela, su progenitor fue una basura de la peor calaña, una escoria, un parásito de la sociedad que solamente arruinó la vida de su hija. De él solamente guardaba una foto a blanco y negro, descolorida y con el rostro cubierto por moho, de manera que era prácticamente imposible reconocerlo. Pero había algo en este pobre diablo al cual seguía. Su abuela había referido en una ocasión a la preferencia de su madre por los hombres mayores, en los cuales miraba una figura paternal que le brindaba cariño, amor, y sobre todo, estabilidad, pero nunca quiso aclarar si en realidad había sucedido algo que quizás le estuviera ocultando…
A escondidas de la abuela, había encontrado un cajón con pertenencias de su difunta madre, quien gustaba redactar cartas y siempre guardaba una copia de sus escritos, entre las cuales figuraban un manojo de correspondencia anónima, solamente identificada por el seudónimo de A.R.F, una sortija de oro blanco, y también, cartas suyas dirigidas al susodicho, en una de las cuales le comunicaba de su embarazo y de la oposición de su familia al compromiso con él, por considerarlo un holgazán que nunca sería tomado en cuenta, pero también en ella dejaba entrever su profundo amor , a pesar de ser 20 años menor. La carta concluía con la frase “El alba será la guía que me lleve hasta tus brazos”
Sin darse cuenta, al seguirle, se internaron en el bosque, hasta llegar a un despeñadero, cuya altura le había dado el terrible sobrenombre de “Ventana al infierno”. Observó, entre matorrales, como aquel hombre porfiaba consigo mismo, aparentemente, mientras decía el nombre de su madre. Lloró amargamente un rato, y luego, se acerco al borde del precipicio. Miró hacia el cielo, y movió sus labios en silencio, luego se despojó de una sortija, única posesión que realmente atesoraba, y la introdujo dentro del sobre que llevaba consigo. Posteriormente, la lluvia abrió paso para que el sol despuntara nuevamente, mostrando la luz que hacía pocos minutos atrás parecía haber muerto. Era un amanecer muy hermoso. Entonces, el hombre habló:
—Sal de ahí, sé que me sigues— Dijo secamente el viejo.
—Discúlpeme señor, no era mi intención molestarle— Contesto el muchacho.
Miró el viejo a su alrededor, luego al joven, luego al sol naciente que irrumpía en el horizonte desierto. Le pidió al chico un favor.
—Quiero que conserves esta carta, y por favor, hazla llegar a su destinatario— Suplicó el viejo.
—Señor… yo…— Musitó en una voz quebrada aquel crío, pero no pudo seguir.
El viejo se dio la vuelta y susurró en una voz apenas audible:
—Gracias… hijo. — y entonces saltó al vacío.
El chico solamente vio su silueta perderse en la espesura del bosque allá abajo, mientras gritaba “el alba será la guía que me lleve hasta tus brazos”
Consternado y visiblemente nervioso, abrió el sobre, y dentro del mismo había una nota, escrita hacía ya 17 años, que rezaba así:
“Quizás nunca te conozca, pero aquí, junto a este fragmento de papel, dejo lo más importante en mi vida, hijo. El recuerdo de tu madre, la única mujer que amé, la luna en mis noches tristes, el arrullo de mis lamentos.”
Sacó la sortija y miró el grabado en su interior. Las letras A.R.F todavía se notaban en él. Solamente un lamento de dolor se perdió en la distancia, mientras el eco de su amargura se diluía entre las gotas de lluvia que caían nuevamente.
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