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LAS CINCO JOTAS

Los pequeñuelos daban toda su potencia para alcanzarla. “¡Allá, allá está!” clamaban entre ellos. Los cinco eran de pelo lacio y nunca habían ido por esos lugares. Un día Don Hipólito les advirtió que la vertiente del camino era muy peligrosa. Ellos lo sabían y Matilde también se los recordó, sin embargo la emoción de su cercanía y el saber de su cojera fueron alicientes mayores para violar la ley de los hombres viejos. Treinta años antes Anselmo el hijo de Don Hipólito fue testigo de que allá, por la zona donde las pistas se convierten en piedras, los CDs en long play y los miles en decenas, sucedió un acontecimiento digno de las historias de trasnoche de Don Edgar, el más anciano de la comarca.
El mar los refrescaba falsamente con su brisa y ellos no cejaban en su esfuerzo “La rata los engaña, ¡maldita sea!”, farfulló Anselmo al conocer la infausta noticia. Lo peor era que sus polos eran de algodón y el ente buscaba ese tipo de cosas. Matilde lo sabía por que los vio. Ella lamentó haberles regalado esas camisetas en la navidad del noventaiocho, y lloraba. “¿Quieren saber lo que les pasará, si es que ya no les pasó?” Gruño Don Edgar: “No es tiempo de llorar sino de escuchar”. Todos minimizaron sus otros sentidos y sentimientos. “Ellos sabían, que la vertiente seca traía consigo peligros que por su corta edad no podrían enfrentar. Peor aún en la segunda hora celeste, la opuesta. Hasta para un viejo como mi hijo sería difícil controlarse ante los encantos del una rata herida. Los tontos, luego de cruzar el puente de pino y recorrer la pradera de hortalizas enanas la habrán perdido de vista. “¿Dónde se fue?... No sé” Pobres, la tramposa los dejará así por una o dos horas y se quedará observando acechante con la ceja inexistente levantada hacia un lado. Contando los minutos con placer. Sintiendo la cercanía de su extinción temprana. John, Johan, Juan, Jean y Joan eran, o son para ser optimistas, de la misma edad. Seis años que por cinco no son ni la tercera parte de mi”… el anciano no resistió y por única vez dejó de narrar una historia, para retirarse cabizbajo ante un no sé qué de impotencia que lo obligó a instalarse en sus aposentos. Todo esto ante un público que quería respuestas, aunque sea ficticias, de esta vieja, actual y futura leyenda.
Las cinco jotas siguieron caminando y entraron al terreno de guacamoles aterciopelados con durazno que tanto gustaban a los entes y sus ancestros. “Ya nos perdimos, creo” dijo uno. “Yiiiik, Yiiik” grito la rata, y los tontos se emocionaron ante el engaño. El frío húmedo aumentó y sus piecesitos se les encogieron. Sus cabellos ya no eran lacios sino ondulados y próximos a ser crespos. Las flores de los narcisos los escupían con su néctar de vanidad, y ellos se creyeron invencibles, por eso corrían. Aunque sea a oscuras. La envidia empezó a apoderarse de sus idiotas cabezas y cada uno quiso matar a la rata por su cuenta y riesgo, pero les era imposible ya que su cobardía era mayor, y no les permitía separarse por más de dos metros. Sólo avanzaron sin decirse nada. Les había llegado la globalización.
A todos les gustaba la rata. Tanto a los que la buscaban como a los otros. La diferencia consistía en que los “otros” eran menos, muchísimo menos, y únicamente les placía observarla a la distancia, como ver un cuadro en el museo, un mojón en la letrina o un muerto en el ataúd. La comarca era grande y redonda. Tenía más agua que tierra y más políticos que poetas. La superintendencia organizó una comisión para la incursión en las diferentes vertientes. Sabían que los iban a ubicar como sea. Últimamente habían sucedido hechos similares en las comarcas vecinas y siempre de noche, por eso la mayoría empezó a cercar sus haciendas con el fin de evitar a las ratas y sus respectivas patrañas.
De las cinco jotas sólo uno tenía la razón y sabía el camino verdadero, pero este no estaba enterado de la habilidad que poseía. Sólo seguían instintivamente el camino, y ese “uno” los llevaba a la perdición. Ahora era el ente quien los seguía a ellos, y detrás de sus nucas y hombros se burlaba con mutismo de su próximo menú.
Asomándose por la puerta carachosa de su habitación. Mostrando la mitad del rostro, don Edgar susurró: “la rata los llevará hasta el centro de su esencia, y recién allí les mostrará el verdadero color de su jugo gástrico. Tratarán de huir… tratarán…” “Pero que sabrá ese viejo” murmuraron los optimistas. Ellos creían que los cuentos del vejete eran sólo eso, puros cuentos inspirados en mañanas con resaca de caña. Lo cierto es que cuentos no eran, sino leyendas, narradas de una a otra generación. Pero todas basadas en situaciones demasiado reales. Como la del carpintero que hizo una mesita con los huesos de su esposa y banquitos con sus hijos, o la del negro que cantó en la medianoche al oído de sus amos hasta matarlos con puñaladas de cuartetas y décimas vindicatorias. También está la del hombre que caminaba como maricón y asesinaba a todos los que le preguntaban si tenía pie de atleta. Todos casos insólitos, como sacados del libro viejo de apuntes de Buñuel, sin embargo reales en algún momento de la historia de la gastada comarca. Y la de la rata era una de las menos crueles por cierto, aunque a todos ellos les cueste creer.
“¿Dónde está John?”… Uno de ellos ya había desaparecido, y fue entonces cuando no desearon buscar más. Olieron de cerca el aroma insoportable de las setas hidropónicas; entonces retrocedieron. “Yiiiik, Yiiik” grito la rata sosteniendo entre sus fauces a lo que quedaba de una de las jotas perdidas. Los otros cuatro corrieron como lo que eran, unas criaturas medrosas irresponsables e imbéciles. Siempre por el mismo rumbo, haciéndoselo a la rataza más fácil que de costumbre. La bestia ya no era un ser minúsculo y rengo. El alimento de los dioses y de las mentes la transformó a tales dimensiones que ya era imposible aniquilarla. Sólo se podía convivir con ella y con su desproporcionado hambre, tan acorde con su salvajismo. Una jota más, perdón, menos. Los pantaloncitos de los tres que quedaban comenzaron a tornarse de un color algo barroso. El olor excitaba al animal, y las jotitas lloraban sin remedio ni esperanza. Al fondo, muy lejos, en el límite de la vertiente, la comisión que vigilaba un posible regreso divisó con esfuerzo la persecución. Anselmo, entre emocionado y asustado gritó: “¡Allá, allá está!”. La rata, como sabiendo que todos la veían, se alzó con cierta apariencia ambigua, mitad encorvada mitad despectiva, y dando un salto alcanzó a los tres pequeñuelos que quedaban. Abrió el hocico de non en non y de un gran bocado se los tragó, deshaciéndose las jotitas como algodón de azúcar entre su lengua escamosa y su paladar esquelético. El ente, de pronto, se irguió en dos patas mostrando un gesto entre triunfante y burlón. Entonces diose media vuelta para desaparecer entre las legumbres ermitañas, achicándose en el tamaño y en la distancia.

Texto agregado el 06-03-2003, y leído por 350 visitantes. (0 votos)


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