"...No se en que momento nos dimos por vencido..."
El autobús entero rememoraba una tragedia griega. Si bien Caracas era una ciudad embelesada de belleza, no merecía tan horrible jornada. Pero como siempre en nuestros países latinoamericanos, ir a la capital era estrictamente necesario. Ambicioso por instinto y por naturaleza, siempre quise terminar mis estudios de literatura moderna en los Estados Unidos. Lamentablemente, mis escasos recursos económicos nunca me permitieron salir de mi ciudad natal, Maracaibo, tierra que a pesar de lo que narrara su gentilicio, estuvo maldita desde el mismísimo momento en que Colón arribó a la Península de Paria. Sin embargo, un escenario más placentero se describía para mí. Una beca para estudiar en el exterior me esperaba en Caracas. Razón por la cual, con un morral deshilachado sobre mi espalda y mil sueños en el bolsillo, compré un boleto en el autobús más barato y emprendí mi camino, a concretar la beca, y finalmente, hacer mi vida en el país yankee.
El autobús estaba mas oxidado que nuevo, mas mugriento que aseado y mas vacío que lleno. Desde mi asiento podía ver las escápulas del amargado conductor moverse de un lado a otro, al compás del vaivén de la grietada carretera. Detrás de mí, y conformando un grupo ecléctico en la parte trasera del autobús, yacían sobre sus pobres nalgas una monja, un guitarrista y un militar. Tan particulares personajes, que seguramente recordaría toda mi vida, parecían sacados de una historia de Rómulo Gallegos. Eran un reflejo, sin duda alguna, de la decadencia social en Venezuela. Tres ciudadanos de la patria en un asqueroso autobús, que además de transportar, entonaba una orquesta de metales descuartizados, repuestos usados desde la época de la dictadura y un motor que no tenía la fuerza ni de un perro aristocrático de esos que tenían los ricos. A mi lado estaba sentado un señor anciano, quizás de unos setenta y tantos, de piel arrugada, y tersa solo en la calva, donde seguramente no le amenazó el sol en sus años mozos; su barba larga podrida hasta la médula, tenía la pulcritud de una hoja en otoño, es decir, ninguna. Tenía un rosario de madera pulida en su mano izquierda, y rezaba por ser domingo, un misterio glorioso. Aunque era católico más por compromiso con mi madre que por vocación, sentía profundo respeto por cualquier ritual divino. Los pocos rayos del atardecer que lograban escurrirse entre los vidrios gastados, cubrían al hombre en su intento de pedir ayuda al cielo. En una de esas miradas, el anciano descubriendo mi indiscreción, apartó el rosario y se dirigió hacia mí.
- Rece joven, por si acaso esa vaina de que Dios existe es verdad -.
Con mis dos décadas y media a cuestas y cincuenta mil bolívares en la cartera, las cosas se tornaban un tanto complicadas. Si no me daban la primera plata de la beca, no tenía ni con que devolverme a Maracaibo -- ¿Quién iba a decirlo? -- El estudiante más destacado de la carrera de Letras viajando en cuarta clase, porque al menos donde estaban la monja, el guitarrista y el militar, parecía tercera. Pero mi queja era absurda. Hubiera ido a Caracas de igual gana en helicóptero o en mula.
El paisaje que rodeaba las rutas venezolanas se me hacía ya redundante. Y preferí, con esfuerzo, imaginar lo que sería mi nueva vida. En Tallahasse, al norte del estado de la Florida, de seguro el sol brillaría sin descanso. Despertaría cada día con la voz chillona de los gringos peleando por el índice dow, que si subió, que si bajó; que si no hay suficientes hot dogs en el almuerzo o que si hay que construir un nuevo rascacielos porque simplemente, millones de edificios, ya no son suficientes. Me regodearía en las páginas del Miami Herald y luego del amanecer, me abriría paso a la universidad que tanto anhelé, St. Peter, instituto que desde principios del siglo XX se consolidó como la mejor escuela de literatura de los Estados Unidos, y donde sin ningún remordimiento, una vida de sacrificios al fin me daría algo a cambio.
Había concursado entre cientos de estudiantes, genios de todo el país que en su mayoría, ya poseían al menos dos publicaciones en algún periódico regional. Yo por el contrario, debía conformarme con unos cuantos poemas modernos, que aunque no eran famosos, contaban con la aprobación de mis colegas y profesores. Mi abuela casi se derrama el cafecito de todas las mañanas cuando se enteró, que aquel maracucho que había nacido de hombros y era del tamaño de un tenedor, se iba de aquella ciudad conquistada por la soledad. Siempre seca por sus raíces europeas, me dijo aguantándose el orgullo:
- Nunca olvides quien te ayudó, porque sino estas fregado -.
Cuando mi abuela, hace más de cincuenta años, desembarcó en el puerto de La Guaira, supo que nunca más volvería a Europa. Desde su infancia se imaginó que, además de crecer en un eterno campo de batalla, debían existir otros paisajes que adornaran su vida sin tanta complejidad. Doce días, siete horas y dos minutos le tomó al Barco “La Valleta” aproximarse a las aguas del mar caribe, que inquietas, le dieron la bienvenida a la muchacha de cabellos rojizos que conquistaría el corazón de todo el litoral. Cautelosa, como todas las mujeres de sus generaciones pasadas, se mostró magnánima a la silueta que dibujaba el nuevo continente. Entre una infinidad de aventuras, contrajo nupcias con un zapatero caraqueño, y por razones de la vida que mi abuela siempre considero confidenciales, se vieron en la necesidad de trazarse un rumbo hacia Maracaibo. En algún momento, antes de morir, le pregunté cual había sido el día de su vida que mas atesoraba, a lo cual respondió tranquila, acomodando sus canas para conservar el glamour del cual siempre hacía alarde:
- Aquel día que madrugué a comprar zapatos - .
De niño nunca tuve un talento especial, por lo que en vez de ser un participante, crecí siendo un observador. Sentado en algún banco o metido entre los libros de Julio Verne de mi abuela, transcurrió mi infancia en Maracaibo. Con el pasar de los años entendí que no era como los demás; cada palabra, imagen y circunstancia que rodeara mi vida, se convertía en un detallado análisis que solo yo podía deducir. Todo formaba parte de un gran rompecabezas, al que un buen día, le encontré solución. En la Maracaibo de casas antañonas, mientras que los obreros del puerto marítimo cumplían su horario diurno de trabajo, era una costumbre abarrotar la plaza Bolívar del centro de la ciudad. Una mañana en una de las esquinas de la plaza, faltando diez minutos para la llegada del mediodía, una mujer de baja estatura, piel trigueña y por lo que podía suponerse de sus enormes lentes bifocales, cegata, me sorprendió escribiéndole una carta a mi madre. La mujer me halagó, por lo que ella decía, parecía escrito por un autor español que ella admiraba, y que hasta el día de hoy, nunca descifré a quien pudo haberse referido. Quizás no debí haberle prestado mucha atención, pero ese episodio de mi vida fue crucial. Sentir que tenía un talento escondido para la escritura me dio la fuerza para seguir haciéndolo, por lo que escribir, se convirtió en una tarea que siempre realicé con gusto, en la cual me destaqué hasta mi vida universitaria, y la que ahora me daba la oportunidad de darle un vuelco a mi futuro. Aún pienso que pude haberme destacado en cualquier otra actividad, si hubiera crecido con la idea de que era bueno para la música, ahora estaría viajando por alguna pieza lírica que de seguro también hubiera deleitado a mi madre, y aunque ese parecía ser el objetivo de todos mis esfuerzos, el verdadero siempre me lo reservé, exclamar a gritos silentes mi necesidad de ser reconocido.
Producto de dos hemisferios enamorados y una infancia escueta, mis acciones se resumían en una sola obligación, triunfar en todo lo que me propusiera. Dejarlo todo atrás para perseguir un sueño era el primer paso: mi hogar, mi familia y mis amigos. Si representaban mi presente, ahora tendrían que ser protagonistas de mis recuerdos. Era curioso ver como la mayoría de las personas crecían con una idea preestablecida de la vida; convertirnos en un banquero o un ingeniero era la única opción que parecía lógica. -- ¿Qué diferencia podía hacer en el mundo un tipo que quería ser escritor? – Esta y muchas preguntas tuve que escucharlas una y otra vez mientras me hacía un hombre. Pero aquí permanecía latente el mas grande de los obstáculos, desprenderse de la aburrida rutina que nos enseñaban desde niños. Mandar todo al carajo sin vacilar, no era valido en nuestra sociedad tercer mundista. Y si nos casábamos de blanco para que el vecino no hablara mal, o lo invitábamos a un suculento banquete para esconder que nos moríamos de hambre, todos éramos felices.
Mientras nos acercábamos a las colinas de San Felipe, trayecto obligado en la vía hacia Caracas, el autobús hizo una parada en un pequeño pueblo, de unos cinco mil habitantes, y donde la gente aún veía como brujería cualquier invento de la edad contemporánea. Cuando hubo de detenerse en su totalidad, un niño de aspecto desahuciado, descalzo y mas negro por el sol que por genética, entró al autobús vendiendo unos dulcitos de guayaba y plátano, estaban envueltos en papel de palma y venían en paqueticos de cinco y de diez. Nunca tuve claro de que había muerto mi padre, pero definitivamente tenía algo que ver con el azúcar y los riñones. Alguna vez un médico de cabecera, los tipitos que andan por doquier con un botiquín y curan a todo el mundo con una paleta y un estetoscopio, le dijó a mi madre: - Cuide al carajito, porque sino va a terminar como el padre -. No se que efecto tuvo en mi escuchar aquel comentario, pero desde ese instante nunca llegué a probar el dulce de nuevo. Cuando uno es niño todo parece una verdad irrevocable, y aún creciendo, esos recuerdos del pasado aparecen de la nada sin avisar. Como el día de escuela en el que un Maverick dorado se detuvo a mi lado, averiado y con la capota abierta, a la vez que el humo disipaba el escaso viento que lo atravesaba; no existía razón para conservar aquella imagen en mi mente, pero por idiosincrasias del pensamiento, mi inconsciente se encargaba de traerla al presente cada vez que podía. O aquella vez en una misa de jueves santo, en la que un hombre epiléptico camino al altar para comulgar, asustó a toda la feligresía cuando cayó y empezó a retorcerse sobre el sagrado suelo de granito. Mientras las viejas copetudas de la iglesia trataban de ayudar al pobre hombre, mi abuela con esa seriedad que la caracterizaba, replicó mirando al techo: – Dios nos ampare…que al demonio le gusta salir en semana santa –. Inmensa fue mi sorpresa, cuando hace unos meses, mi madre me confesó que aquel acontecimiento había ocurrido cuando solo tenía un año de edad, y sin embargo, estaba más impregnado en mis recuerdos que mi entera adolescencia.
Sin darme cuenta, el autobús ya se encontraba en marcha hacia San Felipe. Y a la vez que la nostalgia se apoderaba de mí, me olvidaba de cada sonido que emergía entre aquellas latas pulverizadas. Totalmente desapercibidos, un padre y su hijo se habían embarcado en el viejo transporte, la expresión de miseria en sus rostros era innegable, y sus ropas descoloridas no le hacían justicia al mal olor que desplegaban. El anciano, como si fuera una plegaria de gracia, susurró en voz muy baja: – Menos mal que los pobres se bajan en Caucare –. Aquella región, a pocos kilómetros, era refugio del hospital más importante de todo el centro-occidente del país; los niños y sus gripes mal curadas, las ulceras necrosadas de los viejos, y una epidemia de mujeres preñadas que no habían finalizado ni el noveno grado, caracterizaban el quehacer diario en el colapsado establecimiento de salud. En varias ocasiones, cuando la debilidad física de mi padre ameritó su hospitalización, fui testigo de los descaros del sistema médico venezolano; todo paciente sabía algo por certero, no existía entre los galenos un grano de compasión por el desvalido. Y como si ser pobre no fuera suficiente castigo, el mal trato era una constante matemática que siempre tenía el mismo resultado: la indiferencia. Ya bien entrada la noche, los tenebrosos pasillos eran colmados por los comentarios de los médicos; en vez de resguardar la vida como lo exigía el juramento hipocrático, para ellos, la muerte parecía ser la única solución al problema de la falta de camas. Sus diagnósticos errados y procedimientos quirúrgicos mal ejecutados, eran una excusa para elaborar la frase que por siglos y siglos repetirían hasta el fin de los tiempos:
- Tenemos que enviarlo para Caracas -.
De la misma manera, con hambre, sed, cansancio y más ganas de tirar que cualquiera de las anteriores, mi odisea hacia Caracas solo podía empeorar. El calor sofocante de abril se apoderaba lentamente de mi cuerpo; las gotitas de sudor que humedecían mi entrecejo y pómulos se deslizaban hasta mi ombligo, y sin embargo, solo podía pensar en mí decisión inexorable de obtener tan preciada beca. ¿Valía la pena sufrir las penurias de lo irremediable? ¿Era tan importante marcharme de este país abandonado por Dios? En esta tierra de nadie solo quedaban dos verdades: un clima envuelto entre los misterios del trópico, la lluvia y la sequía; y millones de personas adiestradas en la mediocridad, cuya única función en el mapa seguiría siendo, sin duda alguna, repetir el ciclo de la pobreza. Contrastando siempre con el pensamiento de fábula de nuestros próceres, fuimos condenados a vivir en la oscuridad. No se en que momento nos dimos por vencido. Los aires de derrota, poco a poco, fueron cubriendo al país en toda su geografía, desde la Sierra de Perijá hasta el Delta del Orinoco. Y nuestros sueños y esperanzas, eran siempre arrebatados por el verdugo de paso que estuviera en el poder. Aunque no lo quisiéramos, estábamos destinados a permanecer en el abismo de la ignorancia.
A medida que la rabia me invadía, el autobús seguía su beligerante curso. Era ya evidente mi profunda decepción, y al estar listo para perder todos los estribos, nos detuvimos en una alcabala en el medio de la nada. La brisa cesó su cálido soplo; dirigí mi mirada a la parte trasera, y como si el tiempo se hubiera detenido, la monja, el guitarrista y el militar, serenos como un árbol sin ramas, parecían no tener idea de la maldición que recaía sobre nuestra nación. A través de la ventanilla pude ver unas cuantas putas de carretera, que por unas pocas monedas, se tiraban al que se atravesase por en frente; algunas no tenían más de veinte años pero sus conocimientos de la vida traspasaban fronteras. El procedimiento era el mismo desde los tiempos de la colonia: un guiño, unas piernas que subían hasta la gloria, y unos minutos de éxtasis que finalizaban en un denominador común: prestigio social echado a la basura. En su elegante uniforme de flequillos bordados, un soldado se perdió entre los matorrales con una de las mujeres. Quizás mis argumentos eran anticuados ¿Que placer podía brindar el revolcarse con los insectos y las hojas deshidratadas? Llegar al orgasmo entre gritos y alaridos, era interrumpido por el atiborrado suelo de rocas que servía de cama; no importaba que tan excitados estuvieran, sus cuerpos terminaban aguantando solo unos minutos. No pude evitar pensar en voz alta:
- Que incomodo debe ser tirar de esa manera -
El anciano a mi lado, casi ofendido, liberó un suspiro.
- Es mejor que no hacerlo -.
En este país la moral y los valores estaban invertidos. Aquí no vencía el que hacía el bien, tampoco vencía el que hacía el mal, pero si vencía el que se aprovechaba de ambos. Ser astuto y arrasar con lo que se nos cruzara, eran las aptitudes que debíamos poseer para no ser un don nadie; y pobre de aquel que se atreviera a dar mérito al que en verdad se lo merecía, porque después de todo, mientras más personas pisoteáramos, más valían nuestros logros. Pero yo no tendría que aferrarme a aquella mentalidad, con mi beca en mano me olvidaría de las porquerías patrióticas que me creí por años, y me encargaría, con suficientes bases, de forjar mis propios ideales. Y nunca me llegaría a sentir culpable de abandonar a mi gente, porque desde el comienzo, no dependió de mí el seguir luchando en estas latitudes, sino de nuestros gobernantes. Nunca me dieron razones para al menos considerarlo, nunca me demostraron que en verdad podían cambiarlo todo, y mi humilde queja reflejaba el clamor de todo un país, que unido, se resignaba a que el futuro estaba perdido. Proclamarían por años sus desgracias y las de sus hijos, y suplicarían a gemidos inútiles devolver el tiempo e intentarlo una vez más.
El manto gris del cielo nos arropaba. En cada rincón del autobús podía respirarse el aroma de la tragedia, el presentimiento de que pronto no quedaría mucho por salvar. Pero si algo se podía hacer, yo no sería el encargado. Mis pensamientos cobraban motivo en esa premisa; porque definitivamente, este país no estaba hecho para mí, o mejor dicho, no estaba hecho para nadie. Y si a alguien le quedaba alguna duda, que observara el horizonte que tanto nos habían prometido, ennegrecido, no solo por la inflación, o por los impuestos que ya nos hicieron pasar el mal rato. También la culpa era de nosotros mismos y de nuestro conformismo. De algún profesor llegué a escuchar una frase que me persiguió por siempre: – “Son suficientes para vivir las letras, la música y el ser sincero con uno mismo” –. Aún pienso que es una de las verdades mas grandes que he escuchado.
Para dar prueba de ello, y fiel a las metas que me tracé desde niño, solo podía entonces hacer una cosa: empezar mi vida lejos de esta sociedad en ruinas. Igual ya nada importaba, todo se había ido a la mierda: los pobres, los ricos, el gobierno, la sociedad, y por supuesto, Caracas, la última ciudad del planeta donde terminarían de devastarse los pueblos.
No se en que instante ocurrió lo inevitable. Pero sentí, sin pausa, la fuerza de diez mil revoluciones que actuaban sobre cada célula de mi cuerpo; como una montaña rusa, el autobús perdió el control, y entre ráfagas de aire que parecían torbellinos, nos deslizamos fuera del pavimento quedando a merced de la inercia. El destino nos tenía preparada una mala jugada, y de eso nunca hubiéramos podido escapar…Abrí mis ojos. Mi cuerpo entumecido, lleno de dolor, no me permitió realizar ningún movimiento; quizás unas costillas fracturadas, unas pocas contusiones en mi pecho y abdomen, y una anécdota que sería mía por siempre, eran el resultado de aquel accidente, que por tratarse de venezolanos pobres, nadie recordaría el día de mañana.
Nunca se trató de ser grandes. Nunca se trató de rechazar las vicisitudes que dirigen nuestras vidas. Y es que creemos en la ciencia, creemos en la física, creemos que existe un principio de reacción. ¿Por qué no reaccionar? Algunas veces lo hacemos. Otras veces no. Sabemos que discernir de nuestro futuro es razón suficiente para irnos errantes en busca de una patria nueva. A pesar de todo, el cambio nunca fue una opción. El país se hundiría en lágrimas de derrota y la herrumbre del tiempo se encargaría de darle muerte a las añoranzas de mí tricolor.
– Debemos llevar a los sobrevivientes a Caracas – pude escuchar de una de tantas voces que rodeaban el lugar.
Y es que pasara lo que pasara, todo tenía que terminar en Caracas. No pensé en el cadáver del anciano a mi lado, tampoco pensé en la monja, ni en el guitarrista, ni en el militar; pensé en mí. Me regocijé en la idea de que no estaba listo para morir. Porque algo si tenía claro, el día que muriera, no solo me llevaría a mi país, sino al mundo entero conmigo.
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