Acurrucada contra el cemento, cubriendo con brazos y manos su desnudez, Magdalena lloraba profusamente sin emitir más que débiles gemidos. Su mente era una revolución de imágenes, de interrogantes. “Por qué, mamita, por qué”, exclamó entre sollozos, como reclamando a la artífice de su génesis por el abandono, la desgracia, su martirio, su pasión. Fue juzgada y sentenciada por un juez que también ofició de verdugo, implacable filisteo que determinó la crucifixión. Implorando respuestas a seres etéreos, mascullando preguntas, o imaginándolas, Magdalena trataba de entender su destino, mientras su verdugo se alejaba de ella, dejándole una llaga en el alma, amén de la que quedaba en el lugar donde un único clavo penetró en su carne, cantando desentonadamente, con voz ronca de borracho, esa canción que tanto le gustaba, ...te tienes que acostumbrar a tu propia soledad, a la raíz de tu piel, que te envuelve en bruma...
Después de diez años de matrimonio, con la esperanza de poder concebir casi extinguida, doña Teresa, que hace once años había visitado esta misma iglesia –sólo que en esa ocasión se postró en el altar de enfrente, el de San Antonio– rezaba fervorosamente, debidamente arrodillada sobre unas veinte pepas de durazno. Una figura de yeso, lujosamente ataviada, con túnica marrón y cetro dorado, acomodada sobre un altar en cuya parte superior se podía leer: “San Judas Tadeo, santo de los casos imposibles”, era la destinataria de sus plegarias. Salió del pequeño templo con las rodillas maltrechas, malcaminando hacia la parada de buses para embarcarse en el que la regresaría a la ciudad. El viaje y los dolores fueron prontamente recompensados, pues tres meses después, doña Teresa, que ya contaba con treinta y dos años, quedó embarazada del primero de sus seis hijos.
Don Gerardo, que, sintiéndose frustrado por no poder tener una prole que lo enorgulleciera, había torcido su vida, volvió al recto camino al enterarse de que sus ansias de paternidad pronto serían satisfechas. Y como para demostrar a parientes, amigos y circunstanciales deslenguados que era un verdadero semental, inmediatamente después de tener su primer varón, encargó a la cigüeña, tal como solía decir, otro hijo más; encargo que repitió durante nueve años y hubiera seguido repitiendo si el cuerpo de Doña Teresa, frágil por tanto trajín partero, no hubiera requerido el más extremo de los descansos. Así, quedó viudo y con seis hijos, el último con apenas tres meses de vida. Con el luto en el alma, incapaz de soportar tremenda pérdida, o talvez incapaz de soportar tremenda carga, don Gerardo decidió su destino con una sola bala que atravesó su cabeza de sien a sien.
Los seis niños, merced a las gestiones de una vecina con ciertas influencias, pasaron a ser parte de una institución estatal; pero no fue mucho el tiempo que pasaron ahí, por lo menos los cinco mayores, pues en cosa de un año, uno a uno, fueron adoptados por distintas familias. Ese hecho, por sí mismo excepcional, podría ser atribuido a la casualidad, y las personas que así lo creyeron, obviamente desconocían el origen de los pequeños, además, y principalmente, de desconocer el esmero que había tenido doña Teresa a la hora de elegir sus nombres. Cada uno había sido bautizado con el nombre de algún santo, encargándosele a éste, previa ronda de novenas matutinas y una que otra penitencia y promesa, la protección del pequeño que sería homónimo del canonizado elegido. Al parecer, los santos hicieron bien su trabajo, dada la prontitud con que los niños emprendieron nuevas vidas, amén que en el resto de las mismas, la felicidad fue el común denominador. Sólo el bebé –que por llamarlo de alguna manera los encargados del orfanato, al observar que en los papeles figuraba como “NN”, creyeron adecuado nombrarlo Nené–, ya sea porque no tuvo la suerte de ser encargado a un santo por su madre, o, para regirnos a un pensamiento más frío, porque la casualidad así lo quiso, quedó confinado en la casa de huérfanos. Nunca más habría de cruzarse con alguno de sus hermanos y mucho menos llegar saber que –cosa de santos, casualidad o destino– Vito se hizo un gran bailarín de flamenco; Ana, una eficiente ama de casa; Cristóbal, un destacado corredor de autos; Cecilia, una eximia pianista; y Lucía, una prestigiosa diseñadora de modas.
Nené, que ajeno a su infortunio bautismal vivió una vida tranquila en el orfanato, con algunos problemas, talvez atípicos, pero nada que no fuera posible en un lugar como ese, al cumplir los dieciocho años se enfrentó a dos dilemas capitales. Para empezar, tenía que abandonar el orfanato, pues la beneficencia estatal daba por cumplida su labor con todo aquél que alcanzara dicha edad, cosa que él sabía muy bien, por lo que ya tenía algunos planes al respecto. Lo que más le quitaba el sueño era saber que no podría seguir empachando su mirada con la atlética figura de Goliat –que en realidad se llamaba David, pero debido a su enorme corpulencia, singular fortaleza y por ser, además, el perfecto prototipo del abusivo y pendenciero, se había ganado el mote antónimo–, distracción que no le desagradaba en lo más mínimo.
A la edad en la que las primeras erecciones indican el paso de la infancia a la pubertad, Nené ya sabía que las mujeres no eran parte de su destino, aunque tenía la secreta ambición de convertirse en una algún día. Los muchachos mayores, aquellos que no tenían ninguna enamorada –e incluso algunos de ellos–, ya habían notado los movimientos afeminados del benjamín de doña Teresa, por lo cual creyeron que no sería difícil disfrutar de su cuerpo; pero Nené, a pesar de tener ganas de sentir dentro suyo eso que a él le sobraba, era muy dado al coqueteo, además que su ego se inflaba al percatarse de que más de media docena de chicos lo deseaban y que hasta incluso había habido ciertos amagues de trifulca a consecuencia de sus vaivenes. Uno de los muchachos, que ya estaba pronto a abandonar el orfanato y que por nada del mundo tenía la intención de enfrentarse a la vida sin haber depositado sus fluidos seminales en una piel distinta a la de su mano, lo emboscó en el baño y, apelando a unos cuantos cinturonazos, le obligó a desvestirse. Todo habría culminado en el debut de ambos, pero la aparición de Goliat frustró las intenciones del violador –y quién sabe si también las de la víctima–, originándose una pelea furiosa y disputada, de la que salió airoso el homónimo del gigante bíblico. En ese mismo instante, Nené quedó enamorado de Goliat, y esa misma noche, en la intimidad de la cocina, ambos quinceañeros, cada uno a su modo, conocieron el placer.
Noche tras noche, con contadas excepciones, durante dos años, Goliat gozó de Nené, hasta que éste tuvo la inoportuna idea de confesarle a su amante que estaba completa y profundamente enamorado de él. Lejos de sentirse halagado, Goliat sintió un asco irreprimible que, después de provocarle nauseas, le provocó ira. Sus manos, momentos antes abiertas para las caricias ardientes, se apretaron en puños, y el frágil enamorado recibió el “no” en todo el cuerpo. La paliza dejó por sentado el fin de los encuentros nocturnos, además de unas heridas que tardaron mucho en sanar, sobre todo las del corazón. Después de eso, Nené tenía miedo de acercarse a Goliat, pero no privaba a su vista del cuerpo que tanto tiempo lo había poseído, y pasaba las noches entre llantos e ilusiones, entre sueños y certidumbres. Resignado y con el sentimiento intacto, Nené había construido un mundo de fantasías en el que la sola visión del amado servía para expandirlo, recrearlo, vivirlo, disfrutarlo. Pero pronto tenía que salir al mundo real, al igual que Goliat, y su felicidad inventada terminaría al atravesar la puerta del orfanato. No había nada que hacer, el día determinado llegó y Goliat pasó a ser el recuerdo rosa del primer amor adolescente.
Con suerte inesperada, Nené consiguió trabajo el día después de hacerse independiente. Probablemente algo de solidaridad, mezclada con identificación, hizo que un peluquero travesti lo contratara como ayudante en su salón, además de darle vivienda en un pequeño cuarto que le servía como almacén para los productos de belleza. Con esfuerzo y dedicación, poco a poco Nené aprendió el oficio, de tal forma que a los dos años ya era un cotizado estilista, muy requerido por las damas de alta sociedad. Poco a poco, igualmente, su secreta ambición, que debido al ambiente en el que se desenvolvía dejó de ser secreta, fue cobrando forma: no sólo se dejó crecer el cabello, sino que también se depilaba puntualmente cada semana, tomaba hormonas femeninas y hacía ejercicios todas las noches para redondear sus curvas. Así, a los veinte años, Nené dejó de ser Nené y se autobautizó Magdalena. Y en honor a la verdad, es necesario decir que el cambio le sentó muy bien, pues como hombre parecía un afeminado ridículo, mas con sus atuendos y formas femeninas poseía cierta belleza exótica que alborotaba los deseos masculinos y despertaba envidia en las mujeres.
Al poco tiempo, su jefe, aunque es más propio decir jefa, tuvo que abandonar la ciudad por algunos pleitos judiciales que cargaba de antaño, vendiéndole la peluquería a crédito, deuda que ella pudo cancelar, siendo muy austera y trabajando el doble, en cosa de tres años. Su habilidad innata, unida a su afable carácter, hicieron prosperar el negocio; sin embargo, lo que generaba distaba mucho de lo que ella requería para ser completa y definitivamente Magdalena. Pero como la buena estrella –si así se le puede llamar– parecía alumbrarla, el marido de una de sus clientas le ofreció muchos billetes por pasar una noche con ella. En un principio se sintió ofendida, pero luego pensó que el dinero la acercaba a lo que tanto ambicionaba, razón por la cual terminó aceptando la propuesta. Como ocurre en estos casos, de alguna misteriosa manera, la noticia de que Magdalena alquilaba sus encantos se esparció prontamente y muchos hombres que tenían ganas de cumplir ciertas fantasías, además del dinero necesario para hacerlo, comenzaron a contactarla insistentemente, tanto, que al cabo de unos meses Magdalena tuvo que dejar la atención de su salón a cargo de sus ayudantes para dedicarse a su nuevo y más lucrativo negocio.
En el pequeño departamento en que vivía recibía la visita de unos ocho a doce caballeros por día, los cuales eran muy generosos al momento de cancelar por los servicios, no sólo por el placer obtenido, sino también por la discreción que prometía Magdalena. Si bien la mayoría se complacía poseyéndola, no faltaban algunos que buscaban algo más, por lo que ella, no sin asco y ayudada por algunas cremas y pastillas, tenía que hacer uso de “su estorbo”, tal como denominaba a su miembro, claro que ese servicio adicional implicaba mayores ganancias, mismas que iban a engrosar una ya considerable cuenta bancaria destinada íntegramente a conseguir su objetivo. Tras siete años de ser puta clandestina, Magdalena reunió el dinero suficiente para someterse a la operación que enterraría definitivamente a Nené. El procedimiento no era peligroso, pero sí había algunas trabas legales que eran más fácilmente sorteables en un país vecino. Arregló todo para emprender viaje, pero pensó que antes era necesario cerrar completamente su pasado, debía hacer algo que siempre postergó por falta de valor o por un resentimiento con la vida: visitar la tumba de su madre. Con un par de incentivos monetarios de por medio, consiguió que se desempolvaran archivos en el orfanato y así pudo averiguar dónde descansaban los restos de doña Teresa. No fue poca la sorpresa que se llevó cuando, al estar parada frente al sepulcro de su madre, leyó las palabras de la lápida: “Teresa Magdalena Lozano de Treviño”. “Me llamo como mi madre –pensó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas–, seguro ella me bautizó desde el cielo”. Pero de haber vivido, es muy posible que doña Teresa nunca hubiera elegido tal nombre para su hijo, aun si hubiera sido hembrita, y menos todavía si hubiera sospechado lo premonitorio de sus beatos caprichos bautismales.
La operación fue todo un éxito y la recuperación no demandó más de dos meses, claro que debía seguir un tratamiento a fin de evitar complicaciones. El caso es que Magdalena, sin el estorbo de por medio, se sentía renacida. Su vida había cambiado irreversiblemente, pero no tenía ningún signo de arrepentimiento, estaba feliz y plena. Por consejos médicos evitó realizar esfuerzos durantes seis meses, casi no salía de su departamento y cuando lo hacía era para visitar su salón y contar a las clientas, sin ninguna vergüenza y con mucho orgullo, su nuevo estado. Cuando retomó las riendas de su negocio, había algo en su carácter que la hacía más agradable que de costumbre, lo cual repercutía en su imagen externa acrecentando su belleza. Y es que no sólo había dejado atrás el estorbo, sino que con él, también se fueron todos los años de puterío. Había decidido comenzar una nueva vida, y por qué no, si era realmente una nueva persona. En su situación pasada había tenido que complacer las más diversas fantasías, pero como mujer, era virgen. Eso era algo que la llenaba de satisfacción, pues la distinguía de casi todas sus nuevas congéneres coetáneas. Tenía treinta y un años de vida y la firme intención de entregarse solamente al hombre con quien decidiera formar un hogar. No tenía ninguna prisa, además que, tal como veía la vida entonces, todos sus sueños le parecían al alcance de la mano. Muchos de sus antiguos clientes, al saber lo de su operación, la llamaron insistentemente para contratar sus servicios, pero ella, con toda la dignidad y educación que una dama puede tener, los rechazó tantas veces como la buscaron, y con el paso de los meses, al notar su determinación, dejaron de importunarla con las jugosas propuestas.
Un par de años después, Magdalena había sentado los pies en la tierra. La ciudad era pequeña, todos sabían su pasado, y si bien había varios hombres que la pretendían, ninguno se hubiera arriesgado a las habladurías y desprestigio que acarrearía casarse con un transexual. Sus deseos carnales eran grandes, pero más grande aún era su determinación de entregar su virginidad a un hombre que la amase y que ella amara, a un hombre que la admitiese con todo su pasado y aceptara hacer una vida con ella. Ya había cumplido treinta y tres años y no quería que el tiempo la tomara de concubina, por lo que pensó que lo mejor era emigrar a algún lugar donde no hubiera tantos prejuicios y así poder realizar sus sueños. Con esas ideas en mente, llegó al estacionamiento del edificio en el que vivía. Novata en el volante, demoró unos cuantos minutos realizando algunas maniobras para dejar parqueado su coche. Maquinalmente se bajó y cerró las puertas para dirigirse hacia el elevador. En medio camino, un hombre encapuchado, conocedor de su rutina, que la había estado aguardando agazapado detrás de un pilar, la tomó por la cintura y le tapó la boca, arrastrándola hacia la parte más oscura del lugar. Por su natural debilidad, sumada al paralizante miedo que sentía, Magdalena no pudo hacer nada para defenderse. El sujeto comenzó a manosear su escultural cuerpo, le rompió la blusa y le arrancó el sostén, dejando desnuda la opulencia de sus senos, mil dólares de silicona al descubierto. Magdalena, aterrorizada, apenas pudo articular unas cuantas palabras de súplica: “Por favor, no me haga nada, llévese mi auto, mis joyas. Tengo dinero en mi cartera, por favor”. Como única respuesta obtuvo una bofetada que la dejó de bruces en el cemento, con la falda levantada por encima de las rodillas, dejando a la lasciva vista del atacante un par de muslos soberbios, formados tras largas sesiones de gimnasio. Magdalena se llevó las manos al rostro, como ocultándose por una vergüenza injusta, ahogando los débiles sollozos que salían de sus labios. El encapuchado le quitó la ropa interior con torpeza y se detuvo por un instante, como sorprendido por lo que veía, pero rápidamente se bajó el pantalón y tomó con firmeza su miembro, duro y grueso, cual si lo presumiera con su víctima. Se tendió encima de ella, quien en un arranque de desesperación intentó tardíamente agredir al encapuchado. Éste la agarró de las muñecas, y en esa posición, con los brazos extendidos contra el cemento, Magdalena fue inmediatamente crucificada. Él clavó, lo hizo con furia, clavó frenéticamente no más de tres minutos, que para ella fueron tres siglos. Saciado ya, se paró y arregló su ropa tranquilamente, mientras Magdalena, acurrucada en posición fetal lloraba su vergüenza. “Por qué lloras –le dijo– antes te encantaba”. Y ella reconoció la voz, un tanto ronca por el paso de los años, de Goliat, su primer amor, su único amor. Él le dio la espalda y comenzó a caminar hacia la puerta del parqueo, cantando en voz baja una canción pegajosa, cuya letra se le había incrustado en el inconsciente, Magdalena del mar, tu vida como provoca...
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