Eran más de las tres de la noche cuando el hombre marchaba solo y borracho hacia la pensión y había comenzado a refusilar. La jornada había sido de un calor sofocante y habían anunciado tormentas eléctricas. El cielo se hizo una pompa espesa y gris, y tras un golpe acometedor de viento fresco comenzó a diluviar.
Faltaban diez, acaso once cuadras, pudo elaborar con gracia ese pensamiento, tampoco era tan malo un buen remojón, llegaría a la pensión y se acostaría. El agua viajaba con fuerza empujada por el aire que además llevaba hojas y papeles y objetos. La ciudad parecía muerta; sólo los semáforos le estaban con vida y la tempestad.
El hombre no podía asimilar la cantidad que había bebido siquiera en la mente como apagada y dedicada únicamente a avanzar, aunque sí experimentaba una creciente aprensión al clima que lo hostigaba. Tampoco era capaz de saber su velocidad ni de calcular cuánto tiempo le insumirían las calles que le restaban y cuando intentó meditar acerca de ello lanzó un rictus breve. Andaba pegado a las fachadas a los tumbos, de vez en cuando se daba contra las paredes o rejas, y la noche le golpeaba la cabeza con sonoras gotas y le aturdía con el silbido del viento y los truenos. Cómo llueve, pensó, y se detuvo bajo un toldo a ver la situación. Pudo apreciar el agua que corría por la calzada que comenzaba a inundarse, sintió un espasmo de fumar y buscó los cigarrillos que halló en el bolsillo del pantalón combados y aplastados, y cuando intentó sacar el encendedor, éste cayo al piso encharcado y quedó inútil y al agacharse para recogerlo sintió una punzada en las sienes y un mareo rotundo. Maldijo al universo y pudo incorporarse con torpeza. Ahora el viento era indudablemente frío, tuvo un pensamiento acerca del calor de aquel atardecer cuando había empezado a beber, y quién habría dicho que más tarde tendría frío y estaría empapado y andando a los bamboleos en medio de semejante chaparrón a unas pocas horas de aquel sol que abrasara la ciudad.
Pero no podía retener una situación por más de un minuto, enseguida recordó al Loco Vargas expulsándolo del bar, ¿o no? No, a él nadie lo echaba del bar; él debió irse por su decisión. Entonces cayó en la cuenta de que estaba parado y así no llegaría a ninguna parte. Intentó encender el cigarrillo que colgaba de la boca mas le fue imposible una y otra vez, como todo, absolutamente todo estaba mojado en él y en la confusión. El agua recorría el espacio en todas direcciones, si bien se hallaba a reparo el furioso viento lo bañaba, no había manera de estarse sin lluvia en esa calle. Decidió hacer una cuadra más a pesar de las puntadas en las sienes y el mareo.
Había recorrido dos veredas cuando acusó un torrente cálido por las piernas, se orinaba y le resultó curioso no haberse dado cuenta antes, y acto seguido fue presa de una repentina depresión sórdida que lo estremeció. Ay la puta, me estoy meando, masculló, y ese hecho de decirse casi lo hizo llorar. Repentinamente se sintió terriblemente desamparado y solo. El cigarrillo que todavía colgaba de los labios se deshacía con la violencia del enjambre que hacían las saetas de agua, con todo dio una pitada falsa que lo hizo verse ridículo y triste, decididamente desamparado y solo. Quizás sí el Loco Vargas lo había echado a patadas esa noche, tal vez se lo tenía merecido por ser tan pequeño y papanatas.
Y parecía que el cielo jamás terminaría de desbarrancársele pesado y líquido, y que el viento lo seguiría por siempre adonde fuera. Y estaba meado como un chiquillo. Luego se puso a meditar acerca de que su vista no era buena, ¡pero cómo va a ser buena con este aguacero!, conque intentó enfocar alguna cosa, las letras de un cartel luminoso que estaba sobre el techo de un local. En la razón del hombre no había muchas palabras, tampoco decía gran cosa el cartel, no había esa noche en ese cerebro una pizca de fantasía que tranquilizara una realidad peligrosamente distorsionada y castigada por el mal tiempo. No veía bien, pero ese escueto fenómeno le significaba muy poco, solamente algo incómodo para andar, igual que el aire frío y las cargadas gotas de lluvia.
Llegó a la esquina y no logró divisar el fin de la vereda que estaba inundada, lo distrajo un fardo considerable que iba a la deriva, posiblemente una bolsa con basura y tuvo que mirar para comprender que los pies estaban sumergidos; no podía observar dónde terminaban las piernas y quedó parado unos minutos.
Decidió que la tormenta era muy fuerte como para andar en ella pero que debía apurarse porque comenzaba a tiritar y eso no era bueno. El líquido exterior que lo amargaba era una molestia creciente; arreciaba, por dentro la sangre alcohólica también arreciaba la ineptitud de los músculos y se lanzó a cruzar el arroyo que configuraba la calzada. Y al quinto paso pisó algo blanduzco y contundente y móvil que lo hizo dar de bruces contra el asfalto a unos veinte centímetros bajo el agua y los brazos no estuvieron para impedir que la nariz y la boca absorbieran de lleno el golpe. Así fue que respiró agua y atinó a volver los ojos al cielo gris escarlata que hacía estallar las nubes que desmenuzadas caían irremisibles.
En la orilla de destino una alcantarilla obstruida por cajas y bolsas generaba un forzado remolino y hasta allí llegó el hombre a gatas, no había pensamientos en sus ojos, sólo un impulso en esa dirección. Tampoco había cognición acerca de la sangre que rebosaba de la nariz rasgada, ni de los labios. Quedó sentado abatido.
El abrirse de la puerta de la pensión le prodigó el aliento cálido del interior como una boca que lo tragaba. Era que la tormenta agonizaba y quedaba sola afuera. Pero él no era el mismo.
Le restaban una escalera y otra puerta pero el tiempo de los relojes no funcionaba. En la penumbra del vaho pesado de la pieza volvió a pisar algo blanduzco y contundente pero esta vez no llegó a caer: esta vez sintió un ruido como un quejido: esta vez lo que pisó fue algo conocido: esta vez algo más estaba mal. Pero el tiempo era exánime y afuera como el bramido del temporal, y la cama quedaba a dos pasos y hasta allí llegó el cuerpo hecho un manojo de torpezas.
En alguna parte de la mente del hombre había quedado el suceso de pisar algo blando: ¡Sonia!, susurró, seguro que había equivocado la puerta y estaba donde Sonia que era la prostituta del cuarto contiguo ya que en su vivienda no había cosas blandas. Pero no temblaba y si bien estaba empapado, el calor del tugurio le sentaba bien y el mareo era una cosa normal, y aunque seguramente el Loco Vargas lo habría arrojado del boliche podría volver otro día con la ropa limpia.
Pero él mismo había descargado el peso entero de su cuerpo sobre un bulto blando en el suelo y su pie (cual si fuese de otro) se había hundido en ese bulto como una fatalidad para la escindida memoria que lo hacía estremecerse a las puertas de la inconsciencia con aquella sensación que lo acorralaba. Entonces asediado por una consecuente rimbombancia de espanto caviló con vaguedad en el hijo de la vecina.
El pibito tendría apenas tres o cuatro años. Lo había visto tendido en el suelo por las noches en que la madre salía a buscárselas y era que el fresco del piso estaba bien para dormir sin otra cosa que una almohada. Ella le había pedido echar un vistazo en ciertas ocasiones y él había cumplido. Sonia era una pobre mujer, le habría gustado que no tuviera que trabajar de prostituta: Joaquín durmiendo en el piso con una almohada, solo (y desamparado). Una parte del cerebro le hacía escuchar el corazón como un barreno que bombeaba sangre espesa y hosca: Pisé al pibe de Sonia, eso fue.
En aquel tiempo (paralizado) él no estaba allí, andaba en la lluvia o en algún sitio lejano e intentaba dejar atrás el suceso de haber aplastado al niño dormido. En alguna región del pasado había percibido la misma acusación recurrente pero había salido airoso: el Loco Vargas no debió sacarlo por la fuerza del boliche. Rosita tampoco era una mujer feliz y sin embargo lo había denunciado a la policía y le habían prohibido acercársele aun siendo ella su señora: su propia mujer lo había abandonado.
El cadáver del diluvio escurría por las canaletas de desagüe y su retumbo apacible apenas llegaba al hombre y era que todo apenas si le llegaba como cierta inquietud de abrir los ojos y constatar el daño causado a Joaquín o a Rosita cuando afirmaba que él la había golpeado porque tenía mala bebida. Y un cúmulo de imágenes difusas de una mujer cuyo grito había que callar por cruel y mentiroso y se hacía torbellino y más cruel, como algunos hombres de la vida que había visto cuando él era como Joaquín semidormido en un futón y su madre como Sonia yéndose dejándose y dejándolo desamparado y solo.
Y estaba con su Rosita en aquella casa pequeña cuando cierta fracción de la historia se había deshecho y en el barrio rumoreaban que él la golpeaba pero era que ella le gritaba muy fuerte como los truenos. Él no pudo hacerle daño si transitaba por esa tormenta maligna y tronadora todo mojado y solo mientras ella lastimaba en una evocación obtusa e irascible y por eso la memoria se hubo esfumado desde que entró a la casa una noche desde que salió de la casa esa noche.
Lo había visto suceder hacía muchos años; un individuo de farfullar quebrajoso golpeaba a una mujer casi desnuda y no había salido del escondite por el pánico mientras el olor de la pieza dilatado pero tan familiar y necesario se hacía un dolor que nadaba lento como una medusa pero en el aire. Ella nunca lloraba pero él sí: decían que era una putita barata. Y los magullones en la cara encarnada hasta que por fin hubo suficiente de aquello y las imágenes comenzaban a desvanecerse en el bodegón con las primeras botellas de lo que fuera porque los borrachos no caminan por el tiempo porque la desesperación es inmune al paso del tiempo porque va como fantasmas como los borrachos la desesperación: un hilo de terror constante enredado en el cuello hasta la asfixia y la violencia: no.
No había ningún tipo de explicación en el espectro etílico del hombre cuyo mareo impedía un sueño pleno porque ahora la mente ahogada en sangre sucia no podía detener su marcha atemporal avasalladora: tenía que saber qué había pasado aquella noche, la de siempre: Rosita miraba la televisión y cuando él llegó había una mujer que gritaba y aturdía y algo había pasado pero eso fue hace mucho: alguien la había golpeado y cuando despertó la encontró lastimada y temblorosa y él sabía que no quería verlo más: el estremecimiento y la angustia de no saberlo: no podía ser cierto porque él había visto cómo se golpeaba a una mujer: Sonia era también una puta que dejaba a Joaquín abandonado: una triste mujer que acabaría muy mal como todas las putas pero peor estaría el pibe que qué culpa tenía: nada podía ser real y el frío de la noche que se iba y los golpes. Los golpes: tenía que despertar porque no pudo dañar a nadie y la constricción del hilo de terror en el cuello lo sobresaltó y se aflojó de súbito en un vómito largo y allí estaba: al quedar abatido el aliento cálido de la alcantarilla había salido de repente cuando el cadáver del diluvio terminaba de escurrirse como en una boca que lo tragaba pero él no estaba allí: salía del bar a empellones y algo había pasado con el Loco Vargas: el estremecimiento y la angustia de no saberlo. Entonces se incorporó y la tormenta ya no existía. Trató de enfocar los ojos a alguna referencia y encontró las letras de un cartel luminoso sobre el techo de un local a unos sesenta metros: el bar de siempre. Supo así dónde se hallaba: faltaban diez, acaso once cuadras, pudo elaborar con gracia ese pensamiento, llegaría a la pensión y se acostaría. La ciudad parecía muerta; sólo los semáforos le estaban con vida y a unos veinte metros, desparramado de cara al limbo, el Loco Vargas con varias costillas rotas apenas si respiraba. Pero el hombre no pudo verlo.
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