Me di cuenta tarde, ya no hacía falta mirar hacía atrás,
Quien pudo diferenciar la anécdota del infierno,
La verdad de la mentira, la vida de la mierda.
Arrodillado y con los ojos cerrados, dejando que la lluvia recorriera mi cuerpo desnudo, grité y maldije a toda la creación.
No recuerdo el tiempo que había pasado, el callejón estaba repleto de bidones y cajas de cerveza, y mi rabia se desató justo en el momento que desperté.
Solo tenía ganas de que mis tímpanos estallaran por mis propios gritos, que mis manos arrancaran mis ojos y así hacer desaparecer el mundo que habitaba a mí alrededor.
Unas ganas de morir desenfrenaban mi mente, ajena al exterior, solo la lluvia sofocaba mi instinto más primario, el que solo sentimos una vez y nunca más recordamos, como un esperma que no quiere llegar al óvulo y fecundarlo, quedar libremente surcando el espacio.
Como soportar el mundo pestilente, como diferenciar la vida de la mierda, volví a berrear.
Mil hojas en blanco me esperaban, pero la impaciencia las hizo huir de mis manos, no surgía nada digno de ser leído por nadie y en el callejón seguía lloviendo y mis pulmones ahogándose en el propio vómito de mis actos.
El cielo comenzó a desvelar los secretos de la irrealidad, los efectos de la vida se reflejaban en el continuo paso a la muerte.
Un segundo, dos segundos, tres, cuatro, ¡mil!
No entendía más ahora que cuando contemplé con los ojos cerrados el sufrir de mi madre pariéndome,
El Callejón, otra vez apareció delante de mí, sin salida, sin final.

Sin darme cuenta que solo tenía que girar la cabeza y mirar hacía atrás.