Hacía meses que el implacable frío venía venciendo a varios de nosotros. Los que habíamos conseguido sobrevivir, buscamos cobijo en la parte alta del valle, en las pequeñas cuevas de la montaña, para simplemente esperar nuestra hora. Ni un tímido rayo solar osó asomarse por entre las nubes cargadas de melancolía y desolación, lo que hacía aún más difícil saber si era de noche o de día.

Entonces un golpe seco sacudió el lugar. En la boca del escondrijo yacía un enorme dinosaurio que rugía agonizante, rindiendo sus esperanzas ante el inclemente clima. La imponente bestia sollozaba como un niño y sus ojos se despedían lentamente de la tenue luz por última vez. Poco después, el escamado animal dejó de luchar y reposó la cola sobre la nieve. Así habían caído tantos otros en los últimos días, lo que vaticinaba el temible fin.

Más tarde, entre sueños, regresó a mí la imagen del dinosaurio, solitario en su lecho de muerte. Pensar que en vida reinó por sobre todas las especies, que fue implacable hasta con los más débiles y hoy pierde, helado e impotente, la lucha más importante de todas. Hubiera esperado una muerte justa, despedido por todos, con la opulencia que lo caracterizó en vida. Sin embargo, es claro que de justicia no sabe el destino y menos cuando uno nunca supo reconocerla.

¿Y qué si existe un dinosaurio en cada uno de nosotros? ¿Si el deseo imperioso de sobresalir y liderar nos persigue hasta el final de nuestros días? ¿Somos, acaso, capaces de hacer lo imposible y hasta eliminar a los demás por conseguir lo que queremos? De lo único que puedo estar seguro es que la muerte nos trata a todos por igual, sin importar qué hicimos ni qué dijimos. Hoy no me queda más que verme reflejado en esa inmensa masa inerte y saber que la grandeza es un instante de nuestra eterna existencia. Y que, quizás mañana, la muerte pase sin tocar la puerta y ni se moleste en preguntarnos nuestro nombre.

***

Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba ahí.