Su alma latía a través de las fragancias, del tiempo fugando entre sus manos como un murmullo pasajero de miradas estampadas en la ausencia. Julio fluía entre las voces mientras regresaba a casa desde el baldío de la cuadra aún intacto hasta el almacén antiguo de sus padres. Como una foto reflejada en sus entrañas volvía a sentir el sonido de los platos a la hora de almorzar, el grito de los niños jugando a la pelota en el potrero junto al aroma de la siesta arropado entre sus pliegues. Y el largometraje de su vida se extendía en un cuerpo lento que flotaba paralelo sobre los estambres, en un recreo del colegio corriendo por el patio, solemne arriando la bandera o ante la clase esgrimiendo una lección. Dentro su cuerpo enmudecía de pavor en un suspiro eterno que no dejaba de emigrar. La calesita de la esquina apresuró una vuelta de su mundo quieto entre caballitos de colores que subían y bajaban mientras la brisa seguía abrigando los recuerdos. Después el tiempo como un remolino indescifrable lamió su piel en eternas pinceladas que se perdieron con la oscuridad. No hubo retorno sino una leve ternura que rondaba sus mejillas mientras la misma voz le repetía: - Ahora cuando cuente tres usted despertará tranquilo y apacible; uno, dos, tres...

Y aunque él nunca despertó, desde allí su mundo de siluetas quedó anclado a los recuerdos en un espejismo de temores imposible de cambiar.


Ana Cecilia.