Había una vez. No. No había una vez. Hubo muchas veces. Todos los martes Rosario llegaba atrasada a mis clases. Irrumpía con su estilo inconfundible, con ese aire desenfadado, ordenando su revuelta cabellera azabache y bajando la mirada que escondían unos deslumbrantes ojos color miel. Se dirigía a su asiento, al fondo de la sala, ignorando los desaires de sus compañeras. Todo el curso expectante, para oír y ver cómo yo sancionaba a esa caprichosa, que tenía la manía de interrumpir la clase con el único propósito de llamar la atención.
Ella era especial. Su silueta, errática y flexible, en perfecta armonía con sus ensoñaciones propias. Siempre supo lo que quería, y no necesitó que nadie se lo confirmara.
En varias oportunidades le señalé que sus atrasos me ponían en situación incómoda frente al resto del curso. Si continuaba con esa actitud tendría que tomar alguna medida correctiva, a lo que ella muy suelta de cuerpo me respondía: “Me despierto con el aromo de los jazmines, y estos a veces se divierten negándome su fragancia, por eso me atraso”.
Siempre tenía algún pretexto para ubicarme, incluso estando en la sala de profesores era común que algún colega me digiera, ahí afuera está la Cha-ri-to, quiere hablar contigo.
Durante las clases no me miraba. Me incrustaba sus suaves ojos claros, dejándome esa extraña sensación de culpa, de estar perpetrando un resbaladizo desliz.
En una ocasión, nos encontramos solos en la escala del colegio. Me interrogó fijamente con su mirada escrutadora Entendí perfectamente el mensaje. Los segundos se hicieron eternos. Esperó impaciente que yo digiera o hiciera algo. Guardé un silencio equidistante. En un sutil roce se acortaron las distancias y solo atiné a responderle... quizás.....si yo tuviera veinte años menos...tal vez.. ...quizás...pero, ..ya ves..
Recuerdo un viernes, en un partido de voleibol, Charito se fracturó una pierna y me pidieron que la llevara en mi viejo Renault – 5 a la posta. La enyesaron, y de ahí a la casa. Lo primero que hizo al llegar, fue ir cojeando al jardín a mostrarme sus jazmines. Ahí, la acomodaron en un sillón. Me quedé hasta muy tarde, conversando, escuchándole el secreto que me iba a regalar.
Muchos años después. Muchos años después la encontré en Concepción a la salida de un banco, convertida ya en una formidable mujer. La acompañaba un señor de barba, con unas incipientes canas recién emplazadas. Presumí que era su padre. “Le presento a mi marido,” me dijo. Estuvimos mucho rato charlando, haciendo recuerdos. Se sorprendió que aún continuara soltero. Al despedirnos con un beso, alcanzó a decirme muy bajito al oído: “Para qué te cortaste la barba”. Me alejé pensando en el tango:“Pero, si veinte años no es nada”.
Hoy existe la suficiente distancia, para apreciar sin prejuicios lo que significó ese espacio. Desde entonces recordarlo me resulta un ejercicio provechoso para el espíritu.
De lo que pasó esa noche en el jardín, los únicos testigos fueron los jazmines, cuyo perfume..... aún nadie se atreve a descifrar.
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