Éramos grandes amigos. Amigos del alma, cómplices y caudillos, en esta relación de amor y odio, que siempre se produce y tanto asombra, como si fuese alguna situación extraordinaria. De tanto conocernos, un día cualquiera, nos transformamos en un par de extraños, los puntos de vista, tan equidistantes, se bifurcaron de manera perturbadora, cavamos trincheras y asomando nuestras testas en esos socavones desesperados, juramos, a quien quisiera escucharnos, que el odio se había entronizado en nuestras almas, convirtiendo en harapos ese cariño, que ahora parecía una banderola sanguinolenta, mecida por los aires turbios del desprecio.
Transcurrieron largos años que nos encanecieron el alma y enturbiaron nuestro recuerdo. Yo lo avizoraba, desde el fondo de los tiempos, como un baldón, como algo que nunca debió suceder. Pero, a veces, algo parecido a la melancolía, se mezclaba con algunas lágrimas indolentes –la mente nos juega a menudo esas bromas- y yo remecía mi desgreñada testa con desagrado. Ni soñaba con rememorar esos viejos tiempos, pero, no podía borrarlos de mi mente. –Caramba- me decía y sacaba un cigarrillo arrugado de mi camisa y me dedicaba a dibujar volutas en ese cielo impío. No niego que, de vez en cuando, añoraba aquellos tiempos de cerveza, risas y bromas sin sentido. Pero, evitaba caer en esas invocaciones decoloradas a propósito, más por orgullo que por alguna otra razón, orgullo de animal que defiende su territorio, aún a costa de esa soledad tan rotunda y concreta, como si fuese una cárcel construida a punta de pala y rencores.
-Si llego a toparme con él, de seguro que le retorceré el pescuezo hasta que, tras sus últimos estertores, pueda deshacerme yo de este pasado aciago- me decía, mientras apuraba un vaso de deslavado ron, tan deslavado como esa irracional inquina que se me había alojado en el alma, si es que realmente me quedaba un poco de esa materia difusa y discutible.
Supe de él por un amigo común. Ahora era un empresario de renombre, aunque, como yo jamás me informo de lo que pasa en este descocado universo, ese asunto pasó desapercibido para mí, durante años. Si él era una lumbrera, yo, en cambio, era un mueblista de estirpe modesta, nunca fui bueno para las medidas y me bastaban los dedos, y los brazos para establecer mi propio sistema métrico. A pesar de mi nula formación académica, nunca se me desguazaron los muebles y gracias a eso, mis clientes eran más fieles que yo conmigo mismo.
Sucedió lo inevitable. Hasta las líneas divergentes tenderán siempre a reunirse alguna vez en un punto; el odio, por más despiadado y encarnizado, siempre busca las huellas de su origen, tal como el asesino regresa al lugar de su mácula, la sangre llama a la sangre así como la alimaña se reconoce entre las de su especie. Un día de poca lumbre –el sol había evitado entrometerse en este asunto- una sombra larga y voluntariosa oscureció mis espaldas.
-¿Diga?- pregunté mientras me quitaba los clavos que sostenía entre mis agrietados labios.
-Necesito arreglar un asuntito- escuché decir y la voz no me pareció reconocible…aunque, ciertos tintineos me retrotrajeron a un pasado milenario, por así decirlo. Una certeza repentina fue el motor para que me volteara y casi me tragué el último clavo, que aún sostenía voluntarioso. Allí estaba él, de pie delante mío, con su mismo rostro de muchacho, aunque con las grietas de los años surcándolo, como ríos de nostalgia.
-¡Tú!- dije y me puse de pie con una agilidad inusitada. Me superaba en estatura, se veía mucho más joven que yo, lo que delataba, de algún modo, su buen pasar. Remolinos de pensamientos surcaron entonces mi mente, se mezclaron allí los recuerdos de nuestros primeros años, las correrías y las complicidades, retazos de situaciones grabadas a fuego y momentos de gran significación, como cuando fallecieron mis padres y él me prestó su hombro y compartió mis lágrimas. En esa nutrida argamasa de remembranzas, aparecieron las espinas de los desencuentros, las aristas del odio en bruto, la imbecilidad y testarudez, la separación y el juramento tácito de rompernos la cara en cuanto la vida nos pusiera frente a frente.
Con mis manos crispadas, avancé un paso, aunque, no, no lo hice, fue mi mente la que me jugó esa mala pasada, fruncí el ceño, no sabía como reconstruir el momento preciso en que fabriqué ese odio tan visceral e insensato. Apreté mis puños, mi alma titubeó, antes de descargar el golpe o abrir el afluente contenido por años en mi pecho. El pareció sufrir los mismos embates y antes que aquel remolino de pasiones se disolviera del todo, acometimos con furia y estrépito y nuestros cuerpos chocaron para quedar suspendidos en un segundo de desconcierto. Luego, dos arroyos caudalosos bañaron nuestros rostros, mientras nos maldecíamos y nos besábamos como los viejos amigos que siempre fuimos, rompiendo, por fin, los diques del reencuentro.
Más tarde, desclavé con mis manos toscas el ataúd que, con saña, había preparado para él. Por su parte, él despegó de su pecho el retrato mío en sepia, en el que se leía, con letras de fuego: “Se busca vivo o muerto”…
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