Uno
Era fin de mes y los pasillos del supermercado estaban repletos de gente. La mayoría hacía sus compras paseando unos bulliciosos carros llenos de mercadería. Por los altoparlantes una impecable voz en off anunciaba cada una de las ofertas del día. El recinto era verdaderamente fastuoso y se encontraba emplazado junto a un mall en plena gran avenida.
Antes de entrar tuvo que esperar un largo rato para conseguir un carro. Cuando finalmente estuvo en el interior enfiló por el pasillo de los artefactos de ferretería hasta el fondo donde se encontraba la pastelería, de ahí en más tenía la fiambrería, la carnicería y las cocinerías donde se expende la comida para llevar en potes de papel metálico.
Antes de echar nada al carro se cercioró de llevar consigo las tarjetas de crédito y su carnet, quería evitarse la plancha de devolver todo por no llevar un peso. Su vida completa la giraba a crédito y dedicaba todo su tiempo a trabajar para pagar sus deudas; en materia de finanzas domésticas su vida en el último tiempo se había transformado en el diario de Ana Frank; era fin de mes y debía más que un país en guerra. Tras constatar que llevaba consigo todo lo necesario su cara se tornó compulsiva y sin más se lanzó al consumo frenético de todo cuanto se cruzara por sus narices. En tal situación su postura era la de un ricachón, la misión era que en su carro no se notara pobreza. Para completar llevaba consigo el celular que cada dos minutos lanzaba su musiquita. Le gustaba ir solo porque podía observar sin control alguno a las estupendas dueñas de casa que tiraban del carrito llevando adentro a los niños que luchaban por zafarse de las enormes cajas de cereal y detergente.
Le encantaba además llevar todo importado; la cerveza de México; la pasta de Italia; el queso de Holanda; la carne de Uruguay; y así hasta completar el status de todo un vecino de Mónaco. Lo único nacional en su carro era el vino; chardoné para las ostras y merlot para las pastas; tinto para la parrilla y blanco para el caldillo de congrio. Precisamente fue cuando echaba las finas botellas en el carro que recordó que debía llevar un destapador o saca corchos nuevo debido a que el anterior terminó con su rulo de acero, quebrado e incrustado en el corcho de una botella. Aquella vez tuvo que usar una cuchilla que le lastimó las manos, por lo tanto era imperioso para él hacerse de uno nuevo.
Dos.
En el pasillo de las bebidas las bellas promotoras captaron su interés. Sin que ellas se dieran cuenta se acomodó los lentes oscuros y avanzó todo fruncido hacia donde se encontraban. Por su porte y color de pelo las muchachas parecían verdaderas muñecas danesas que con sus leves faldas tableadas y escotadas blusas al ombligo captaban el interés de cuanto sin vergüenza se hallaba a esa hora en el supermercado. De verdad que el alboroto que se armaba alrededor de ellas era gigante. Él por su parte, procuraba fingir estar cerrando importantes y convenientes negocios por su celular cada vez que se paseaba por el frente de alguna de ella.
Al enfilar por el pasillo de los lácteos y detenerse frente a los yogures, con meticuloso cuidado revisó la fecha de cada envase antes de meterlos en el canasto con ruedas. Su manía era llevar productos a los cuales les faltara a lo menos dos semanas para su vencimiento; en ello era casi tan prolijo como en el cumplimiento de todas las normas del tránsito y así lo avalaba su impecable hoja de vida de conductor. Por eso es que se desconoció cuando estuvo frente a frente con el sacacorchos envuelto al vació en plástico que colgaba de una repisa al igual que los cucharones, las espumaderas y los ralladores de acero inoxidable.
En efecto cuando estuvo dentro del pasillo de los utensilios de cocina buscó y buscó hasta dar con los sacacorchos. De las pulcras e iluminadas repisas colgaban las decenas de paquetes que contenían una gran variedad de estilos, formas y colores; unos muy baratos y otros que costaban un ojo de la cara. Con paciencia hurgó en busca de uno que llenara su gusto; para él era importante lucir el vino con un sacacorchos que destacara y luciera ante las visitas que frecuentaban su hogar. Cuando finalmente culminó su elección tomó el fino destapador y con cuidado lo puso en el carro. Mientras avanzaba por los pasillos en dirección a la verdulería del supermercado, no cesó de contemplar la belleza de su nuevo utensilio. Al hacerlo poco a poco una oscura idea comenzó a llenar su conciencia. El compacto envoltorio daba justo como para introducirlo en la pierna metido en el calcetín y tapado por el pantalón que usaba para trabajar. Con ese oscuro e indigno propósito avanzó sigilosamente hasta el pasillo de las legumbres ubicado al fondo del enorme galpón, allí terminó de acomodarlo, y no sin antes complicarse la vida con torpes movimientos mientras lo ocultaba entre su ropa. Cuando ya lo tenía bien acomodado sintió un intenso cosquilleo en la tripa que le puso los pelos de punta y le motivó una nerviosa sonrisa amoral. A fin de cuentas todos en la oficina lo habían hecho alguna vez y al parecer él era el único cobarde que hasta ese momento no había osado hacerlo.
Cuando salió del pasillo de las legumbres en dirección a las cajas pagadoras su cojera era evidente y también su nerviosismo.
Tres.
De pronto sintió que el lente de la cámara lo perseguía a cada paso y despiste que intentaba hacer con su carro. Desde hacía minutos que se sentía seguido de cerca por los guardias del recinto. Por más que intentaba darse ánimos para acercarse a alguna de las sesenta cajas pagadoras que flanqueaban de punta a punta la entrada al supermercado, no lograba dar más de tres pasos sin antes echar cinco atrás. Por un largo rato permaneció inmovilizado por el pánico a ser descubierto y puesto en evidencia delante del centenar de personas que hacían fila para pagar lo que llevaban. Su paranoia era tal que se imaginó apareciendo en uno de esos programas de denuncia que daban por la televisión. Tampoco tenía el coraje para deshacerse del artefacto oculto entre sus ropas, pensaba que podría ser su condena final. Sobre su ropa la humedad se hacía patente y su origen radicaba en la profusa transpiración que bajaba por su piel; su respiración era a continuas compulsiones. Estaba seguro que las cámaras lo enfocaban y que era observado desde los vidrios espejados del segundo piso. Tanto guardia cerca y tanta mirada de reproche lo hacían sentir un criminal acorralado contra el muro.
Sus intestinos se contrajeron cuando en un acto delirante imaginó a la voz en off llamándolo por su nombre e imputándole el robo delante de todos los parroquianos que repletaban a esa hora el supermercado. No hallaba que hacer con el sacacorchos, sentía la angustia drenar por sus venas.
Más tarde en un acto de desesperación se largó a correr por el pasillo de los jabones y artefactos de baño hasta el fondo otra vez. Oculto entre las sombras con frenesí metió su mano en el pantalón y de un nervioso tirón sacó el paquete que contenía el brillante artefacto. Con toda la fuerza del mundo se apresuró en rajar el envoltorio hasta quedar con destapador en sus manos. Antes de dar el siguiente suspiro ya se encontraba con los pantalones abajo y sus calzoncillos a la altura de la rodilla sentado de cuclillas a un costado del carro con el único afán de esquivar las cámaras; del fondo del pasillo sintió a los guardias aproximarse. Nunca en su vida imaginó que su dignidad se vería tan comprometida, eso hasta el preciso instante que sintió el agudo pinchazo del artefacto atravesando su virginal ano.
Cuatro.
Esa noche como nunca evitó destapar el vino, algo extraño le ocurría y ya todos los invitados a la cena habían reparado en ello. Su mirada se mostraba como ida y con un desolador halo de angustia. Casi no había largado palabra en todo lo que iba transcurrido de la velada, raro en él que era el caporal de cuanta velada se realizaba en su casa.
Todos quedaron atónitos cuando, en el preciso momento en que su mujer enterraba el nuevo sacacorchos en la botella, el pobre infeliz lanzó un agudo grito y de un salto se paró de su silla.
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