Valeria estacionó el auto y bajó las compras; llevaba todo el día sin parar, y sin embargo parecía haber hecho tan poco. Despertar, hacer la colación de los niños; llevarlos al colegio, ordenar que hacer de almuerzo; ir al supermercado, sacar la ropa del lavaseco. Comprar los útiles que le faltan a la más grande, y el remedio para el asma del más chico. De alguna forma sus día se le iban en eso, y ya a las tres había que ir a buscar a las niñas a su clase de ballet.
Eso era lo que había anhelado toda su vida; Su sueño de niña, conocer al príncipe azul e irse a vivir a un castillo, llenarse de hijos. No se hubiese atrevido jamás a decir que era infeliz.
Ya eran las cuatro de la tarde, hora del paseo a la plaza de Dieguito. Hasta sus propias lamentaciones debían ser postergadas
Fernando caminaba holgadamente a media tarde, dándose el lujo que pueden darse los que trabajan a las horas que quieren y donde quieren. Tenía ojos grandes y transparentes, y les sacaba provecho. Le gustaba mirar y ser mirado, espiando en un principio para luego ser perseguido. Podía pasarse horas en eso, y todo el trabajo que se fuese a la cresta, aquello era muchísimo más importante.
No tardó mucho en fijarse en una mujer atractiva, rubia, de edad similar a la suya; andaba paseando a un pequeño de unos 3 años por la plaza, algo retraída. Su tristeza le llamó la atención y comenzó a seguirla tímidamente con la mirada.
Valeria se percató de que aquél hombre bien parecido la espiaba; al principio sintió un gran nerviosismo, y el primer impulso fue el de tomar a su hijo, que caminaba dando tumbos de un extremo de la plaza al otro, e irse inmediatamente a casa. Pero luego se fue dando cuenta de que él no pretendía acercársele. Tan sólo la miraba, y de un modo que extrañaba. Hacía mucho que su marido no la miraba así.
Él comenzó a seguirle; ella, consciente de su coquetería, desvió sutilmente a su hijo de dirección, derivándolo hacia el lado opuesto, para ocultar su rostro y exhibirle su espalda. Comenzó a caminar lentamente hacia una mata de arbustos que estaba más adelante, siguiendo con su mirada supuestamente a Diego, que caminaba pasos más delante de ella, pero con los ojos realmente puestos a la sombra que le seguía de lejos.
Llegaron madre e hijo a los arbustos y comenzaron a rodearlo; Valeria quería tener una visión más completa del hombre, una apreciación más detenida, por lo que encaminó a Diego hacia el otro lado de los arbustos. Su idea era que el muchacho caminase en dirección al extraño, para que simulando mirar a uno, pudiese mirar a otro.
Era atractivo, dudas no le cabían; un extraño remezón la sacudió por completo. Fernando, a su vez, le seguía el juego a la mujer, ubicándose en el mismo ángulo visual que el pequeño que corría por el parque. Él sabía muy bien que ella no estaba mirando a su hijo.
Comenzó a caminar lentamente hacia el borde de la plaza, jugueteando con la mirada, ocultando sus pupilas a ratos, cerrando un ojo, cerrando el otro, suavizando la sonrisa, elevando el ceño. Valeria estaba encantada por este coqueteo, y la emoción le hacía ver más borroso, sus ojos comenzaron a lagrimear débilmente, entrecortando su respiración y acentuando sus exhalaciones.
Fernando la miraba mirándolo, y de ese modo se miraba a si mismo. Le encantaba este grandioso espejo que le hacía ver magnifico, el que cubría todos esos defectos que tanto le molestaba recordar. A los ojos de las mujeres, esos detalles no existían. Retrocedía mirando fijamente a los ojos de Valeria, captando su mirada, hipnotizándola con su coquetería, proponiéndose lograr que ella no pestañeara siquiera, y que avanzara hacia él, a ver cuán lejos era capaz de llegar.
Carlos andaba algo desorientado; manejaba a velocidad prudente para una persona sobria, pero no para alguien en su estado de ebriedad. Le gustaba sentir el viento sobre su cara, así que abría todas las ventanas y aceleraba hasta alcanzar la velocidad necesaria para crear un remolino dentro del auto. La fuerza con que el viento golpeaba su rostro le obligaba a entrecerrar los párpados, disminuyendo su capacidad visual. Por instantes, los debía cerrar por completo. A esas alturas, ya había olvidado que iba a comprar más pisco y que sus amigos esperaban en su departamento durmiendo la borrachera
Fernando se acercaba cada vez más al borde, a donde empezaba la acera, retrocediendo en cámara lenta, preocupado solamente de que su conquista no le sacara los ojos de encima. Valeria, a su vez, seguía pretendiendo velar por su hijo, y lo orientaba hacia donde se dirigía el hombre.
Se acercaban cada vez más. A medida que se acercaban, el nudo en su estómago se hacía más intenso y el nerviosismo comenzaba a delatarla. Dieguito se detenía de tanto en tanto, y eso le daba tiempo. ¿Debía hablarle? ¿Acercarse más sería prudente? Era una mujer casada, con hijos –y uno de ellos presente! ¿Sería mejor cesar, retroceder, devolverse a su casa, a su vida monótona? Y si le hablaba a aquél extraño ¿qué le diría? ¿le haría alguna propuesta? Y si él tomaba la iniciativa y le dirigía la palabra ¿debería responderle?
No podía dejar de mirar sus ojos; eran tan penetrantes, tan envolventes. No sabía si él ya la había descubierto en su ingenua argucia de observarlo a través a su hijo, pero tampoco le importaba. Estaban demasiado cerca, y no podría seguir simulando estar atenta al pequeño. Su encanto le resultaba demasiado fuerte. Tal vez si se acercaba con cualquier pretexto, como pedirle fuego para sus cigarros, tendría más suerte.
Carlos tenía los ojos cerrados, el viento sobre su rostro; luego abiertos, el viento cerraba sus párpados; la luz se mezclaba con las sombras, que se entrelazaban en las copas de los árboles de la plaza. Era un bonito parque que brindaba cierta serenidad, donde se veían niños jugando y enamorados de la mano. Volvió a cerrar los ojos. También podían verse amantes ocultos y otros a puntos de serlo; volvió a abrir los ojos, pero esta vez no por el viento. Un golpe seco y duro, y un bulto que caía sobre el capó de su auto, trizando los vidrios, manchándolos con sangre.
Y un grito, desde la distancia.
Diego.
Fernando, atónito, presenció cómo aquél espejo se quebraba ante sus narices. Ya no podía ver su imagen en aquellos ojos. Valeria cayó al suelo, en un estado casi inconsciente. Y la imagen imborrable del pequeño sobre el vidrio, que se había lanzado a la calle sin que ninguno de los dos se percatara.
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