… cuando caminaba reconstruía los sueños de todos aquellos caminantes que pasaron por el mismo lugar, sus piernas largas y torneadas ascendían al cielo a cualquiera que osara arriesgar su cordura mirándola por más de dos segundos, muchos hubiesen deseado tener ese movimiento de valsecito enredado en sus sabanas, y hasta abrían empeñado su alma al tío Rubén, …así dicen que se llama el demonio de la cantina,… con tal de transformarse en su almohada y sentir el roce de sus mejillas, o el olor húmedo de su cabello esparcido sobre ellos.
Tenerla de frente era todo un reto, parecía que te cantaba la Carlotita Jaramillo en el oído y que no ibas a resistir la tentación de enamorarte y jurarle tu propia vida como el difunto Medardito, que se incrustó una estalactita de acero en las sienes por su amada; un coro de ángeles esos labios rozados, ventanita abierta para que entre la brisa en noche de fiebre eran sus ojos, parecía que algún santo le pellizcó las mejillas o que tenia un piropo eterno clavado en la memoria que la hacia sonrojar, soñarla era ya un atrevimiento.
Uno se iba lejos agarrado de su enagua, volando, desafiando la ley de gravedad, esa mala pasada que nos puso la física para decirnos que eso de elevarse cuando se hace el amor es pura mentira, esa zancadilla que nos pone la muerte intentando acercarnos al infierno, aludiendo que todos los cuerpos caen por su propio peso, pero bueno, para los que sabemos agarrarnos de las paredes, la gravedad no existe, menos aún el infierno
Cuando hablaba era un pasillo bien puesto, de esos que te agarran de la garganta y te amarran un nudo que ni un taco de puro lo quita, siempre preguntaba si habíamos visto a su padre, y claro, nunca faltaba un escribano de comisaría que dándose aires de poeta vociferaba que padre solo hay uno y esta en la presidencia, que el otro al que buscaba podría ser cualquiera, que a nadie le faltaba las ganas de mantenerla, aunque el bolsillo dijera lo contrario; ella solo sonreía, pedía disculpas como si ella fuese la que ofendía, deseaba buenas noches, cerraba la puerta y se iba, esa era razón suficiente para que algún valiente amenazara de muerte al inspirado.
Los domingos de misa se convertían en todo un acontecimiento, salíamos todos con las mejores galas, planchaditos la camisa, bien marcada la línea del pantalón, y el pañuelo más grande y blanco en el bolsillo. Las oraciones eran para San Pedro, rogábamos que llueva y que la calle se llene de charcos, así cuando ella saliera podíamos extender el pañuelito para que ella pisara sobre el, se formaba un caminito blanco sobre el empedrado mientras nosotros nos dábamos por pagados cuando sonreía, las disputas venían luego, todos se adjudicaban la propiedad de aquel gesto.
Bendecida era.
Un día como siempre pasa, Dios se olvidó de ella, ya nadie se colgaba de su enagua, ni improvisaba versos principiantes, y yo que nunca había tenido la misma aspiración que todos, decidí soñarla, colgué en un pedazo de fémur la piel de todas las mujeres que me ahogaron y me vestí de ella hasta el naufragio. Al salir, las huellas de sus pasos quedaron en el lodo.
Así era, hasta que botaron sobre ella los restos de tierra que quedaron en mis uñas.
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