La gente, parece comportarse con normalidad. Sonríe, camina, va erguida y silenciosa, cabizbaja o circunspecta, pero nunca se nota nada de lo que realmente les ocurre.
La ciudad se ciñe a los cánones propios de la vida urbana sin arrepentimientos., a las rutinas programadas, al plomo habitual del día común, que se subleva levemente, sin llegar a emanciparse de la vulgaridad.
La ciudad también parece comportarse con normalidad.
El interior de ambas, gente y ciudad, es otro mundo. Subliminal y sublimado, descubriendo sensaciones permanentes y polvos inesperados que: o divierten o ensucian, según gustos y placeres. El mundo interno es otro, veloz, energético y saludablemente inusual, ese mundo es cada momento del intelecto comunitario o personal que llevan a esta ciudad a ser única. Ordinaria y gris por fuera, un torbellino que resplandece y se pliega a las variantes, en lo subterráneo.
Norma no se escapa a la descripción y se somete al trabajo con arrepentimientos maternales y con la seguridad de lo propio, sin grandes satisfacciones.
Es una mujer de mediana edad, casada, tres hijos, cabello cobrizamente teñido y de antigua abundancia, buenas facciones, algo regordetas, cuerpo esbelto con los kilos propios de la vida, de una apariencia tan sencilla como avasallante.
Su mirada es simple y profunda y su semblante pálido muestra sutilmente algo de su interior.
Los vaivenes se hacen curvas tortuosas mientras camina hacia su trabajo, el piso parece moverse y sus piernas cada vez pesan más. El contexto se desdibuja de a ratos para hacerse impreciso y turbulento y sus manos pasan del calor al frío absoluto.
Los pliegues de los dedos jóvenes aún, denotan haber sufrido caricias que no quiso dar, momentos privados y desoladores que no quiso tocar, ni vivir.
Norma es una transeúnte más, su voz suena segura y calma y nada hace suponer su inestabilidad.
Está acostumbrada a la imitación y como casi todos, es buena en ello.
Parece confiada, fiable, sincera y llana. Científica y pensante, su pasión por la virgen es descontrolada y privada, Norma esconde otros tonos y matices que nadie imaginaría.
La pasión desbordada en noches de soledad en compañía, se sumerge nadando en sus acuosos calores, y el dolor de la insatisfacción compartida es un mareo constante en su mirar.
Norma es docente calificada, universitaria y de alta intelectualidad, lo que agudiza aún más su posibilidad de recorrerse en caminos tortuosos que conducen por venas y arterias a lo más profundo de su ser. Su mente, a veces, se escapa a las posibilidades de su alma, y describe sentimientos que no quiere conocer, apabullándola con posibles decisiones que no quiere tomar y descentrándola, acorralándola.
Entonces es que los colores vuelven a su rostro y su mirada tranquila se inquieta , buscando un eje que le de paz y sosiego, que la ayude a no decidir lo inevitable.
Mareándose de cielos y de historias que llevan a un sin fin de posibles y dudosas
pretensiones, para caer en la nada y la rutina, y otra vez volver a su eje monocromático.
El callejón la sorprende agitada y extenuada, y la maravilla por su belleza cruda.
Un soplo de aire le quita el velo a sus ojos y se estremece ante la visión mugrienta
del basural en plena ciudad y dos chicos comiendo de él.
En una ciudad normal.
Se atreve a la cercanía de la miseria y descubre que no eran niños, sino adultos desnutridos y su interior estalla en una mezcla de repudio y compasión.
Sin falso pudor reconoce que el asco predomina y la solidaridad recién ocupa el segundo lugar.
Si eleva su vista, los rascacielos más modernos y lujosos hacen de entorno.
Siempre es posible ser sincero, y Norma lo intenta en forma cotidiana, se asume
burguesa y costumbrista, aunque la desazón ante la ausencia de algunos valores acrecienten sus fobias.
Lo que hace, aparte de observar, es volver rápido sobre sus pasos y retomar la calle principal.
Por otro lado, los indigentes, jamás notaron su presencia, en clara definición de lo importante.
Ya en la Avenida Benito de Miguel, sus latidos se hacen naturales y sigue a un paso tembloroso pero firme hacia la facultad.
Debe enseñar, ayudar a pensar y a ser. Deber llegar en un estado lógico y pausado.
Camina.
Se abre una pequeña rotonda, que no cambia el paisaje, poblado de añejos plátanos
con hojas grandiosas y doradas anticipando un otoño que trae más años a su vida. Se acuerda con un dejo de insolencia de su juventud prefiriendo la actual adultez;
y sus mejillas dejan la palidez para sonrojarse femeninas.
Un hombre común no cesa de observarla, es obvio que le atraen sus caderas, sinuosas y redondeadas, que se asoman tras el lino de pantalón verde botella, y se dejan ver.
Ella lo nota y sonríe descarada, y su mente la lleva a su rutina marital aburrida y sin contrastes, que la angustia hasta no querer pensar en ello. Vive sin éxtasis, vive sin gloria, con sumisos encuentros donde el cariño es usado de pasión para sobrevivir.
¿Como besaría este hombre común?
¿Sería capaz de sacarla del letargo?
Se imaginaba momentos imposibles y se asustaba de sentir curiosidad sobre otro hombre, proletario Don Juan.
Cruzó la avenida y giró a la izquierda para comenzar a transitar el parque universitario. Una especie de plaza gigante que intenta emular a parques propiamente dichos.
Aunque el jacarandá y el aguaribay añejo de tronco arraigado la sorprenden y embelezan diariamente, el resto de los fresnos plantados y las pequeñas abelias mal cuidadas, dan lástima.
Como yo, pensó Norma, y quitó enseguida esas palabras de su mente, porque comenzó nuevamente a sentirse en otro sitio irreal, con las manos sudadas y la mente turbada.
Cruzó el portón principal y se arremangó, señal de lucha diaria y de: otra vez lo mismo.
Subió las escaleras antiguas y algo gastadas así no se ahogaba en los pequeños ascensores, se acomodó cerca de la baranda para no ser atropellada por la turba juvenil y avanzó con al mirada escurridiza y en alto, como si quisiera escapar.
Llegó al llano del primer descanso en el segundo piso ya sin aire, el peso en sus piernas se incrementaba y se sentía nauseosa y mareada.
Igual llegó al aula maloliente y sucia, con la falta de dignidad de la educación en éste país, y se apresuró a sentarse en la silla sin limpiarla, como acostumbraba.
El asiento le devolvió cierto equilibrio y recién allí miró a su alrededor.
Increíblemente, el alumnado completo la esperaba.
Lamentablemente los rostros se asemejaban, la chica rubia de corta falda escocesa parecía ajena a todo, sólo preocupada por su cabellera, que alisaba una y otra vez con la mano derecha.
El muchacho gris de la segunda fila ni siquiera sabía por que estaba en esa clase, en esa carrera, en esa facultad. Sólo iba, autómata coherente, todos los días y se sentaba en el mismo lugar.
El tema daba para el diálogo y el aprendizaje. La materia: Física Aplicada.
Aplicada al hombre, a su entorno, a la construcción, a las estructuras, a la química humana, aplicada por doquier.
La profesora Norma, no parecía estar nada aplicada a su propia física, aunque no lo sabía aún, las pautas eran claras. Se estaba derrumbando.
Los alumnos esperaban sin impaciencia, conversaban atentos y reían con la alegría idiota de los años jóvenes.
Norma no podía comenzar. Sus palpitaciones no cesaban y la humedad de sus ojos se secaba en helados suspiros que la dejaban mucho más desintegrada.
No lograba componerse. Tampoco podía suspender el inicio de la clase. O se iba o arrancaba. Y así lo hizo.
Tomó una tiza pequeña y gastada, se acerco a la pizarra que otrora fuera negra y escribió: Masa, materia y peso específico. Al lado las fórmulas pertinentes. Y ahora sí, debía girar y enfrentarlos con la explicación.
Al tratar de girar su cuerpo sintió un extraño calor, igual, rutinariamente, giró y enfrentó la clase. Nadie parecía notar su estado, es más no parecían notarla, tuvo que pedir silencio y comenzó.
La voz sonaba extrañamente clara para lo mal que se sentía, y discurseaba una y otra vez sobre la física y sus posibles aplicaciones, hasta comenzar a formular los paralelos matemáticos necesarios para el tema.
La tiza en su mano izquierda temblaba levemente y solamente ella lo percibía, pero eso bastaba para hacerla vacilar. La mente de Norma iba muy rápido hacia el pánico sin poder evitarlo, siempre lo mismo, sintiéndose por dentro fuera de control.
¿Cómo nadie lo supuso nunca? , ¿Cómo nadie la abrazaba ahora?...
Su corazón dejaba de irrigar la sangre necesaria, sus pulmones se ventilaban en demasía y un hilo de muerte la recorría de la sien a los pies. Todo ello se solucionaba con una caricia, un gesto de afecto, una palabra de comprensión.
En cambio solo tenía ojos desinteresados frente a ella que físicamente carecían de peso y específicamente la hacían sentir más sola y más discreta que nunca.
Mientras hablaba de la masa, la palabra discreción le sonó espantosa, tan común y tan silenciosa, tan peyorativa si se la aplicaba a una persona que, como ella, era brillante, subyugante y maravillosamente sensual; aunque nadie lo descubriera aún.
Volvió a la cátedra Norma, y siguió sola. Y con frío.
Sandra, la mejor alumna de la clase era la única que lograba que su trabajo valiera la pena. Su interés y compromiso le recordaban su propia juventud.
De larga cabellera, impecables cuellos blancos, manos largas y dispuestas al tipeo desenfrenado o la manipulación veloz de lápices de científicas puntas; Sandra no era una chica común. No era muy aceptada en el grupo, aunque tampoco era odiada, en fin, era discreta.
¡Y otra vez esa palabrota voraz! Que consumía a Norma a tal punto que le temblaba sutilmente la boca. No podía creer como había descrito a Sandra, con el adjetivo menos deseado. Comenzó a enfurecerse suavemente, leona al fin, presa de sus propios pensamientos.
Sandra seguía allí, como siempre, atenta y diligente, azorada por la velocidad inusual en su profesora, que devoraba el aire al pronunciar diversas y exóticas fórmulas sin parar un segundo. ¿Qué le ocurriría, estaría apurada? ¿En apuros?
Al finalizar la hora voy a preguntarle, pensó Sandra, Norma era su mejor maestra, la veía casi como a una guía, una meta a seguir en lo profesional, llena de sabiduría y calma, pero hoy se presentaba rara, realmente extraña.
Se asustaba de a ratos por esa pulsión que la hacía volver una y otra vez, en continuas y aburridas repeticiones a la palabra detonante, sin ninguna discreción, valga la redundancia. Y mientras continuaba hablando con el alumnado su cerebro era un laberinto bullicioso y mordaz que la acosaba.
Para que vivís, nadie te nota, tu familia no te reconoce ni se desvive por vos. Tus amigos se aburren con tu presencia y poco menos tenés que obligarlos a un encuentro.
Tu esposo duerme plácidamente mientras tu llanto se ahoga, para que existís.
Así sonaban las neuronas que se divertían en torturar la psiquis de Norma. O así las oía ella.
Dale, animate a cambiar, echá todo a la mierda, buscate un amante o salí en una tapa de revista. Hacete una estética, ponete botox, hacé algo, que se te va la vida en esta ciudad absurda y vulgar, en esta universidad pacata y mediocre. Salí de ese agujero interior en el que te echaste a dormir.
Donde tenés la magia, dónde la ternura y la loca pasión que vociferas cuando caminás. Nosotras somos tus neuronas, te escuchamos Norma, sabemos tus secretos, los vericuetos de tus odios, las calenturas que te agarrás mirando al tipo que cruza la avenida todos los días a la misma hora que vos. Sabemos que mentís cuando decís ser feliz, que la guita no te alcanza y tus humos de señora te quedan grandes. No safás esta vez, nos vas a oír. Y basta de sudar y de enfriarte. Te vas a morir.
Sandra se inquietaba cada vez más. La voz de la profesora era clara pero arrastraba las letras eses de un modo inusual y algo en sus ojos asustaba.
Ante las explicaciones brillantes y algo alocadas que daba, cuando le preguntó sobre los temas que explicaba, respondió a medias, y eso era impropio en Norma.
Ella jamás dejaba nada por la mitad.
La clase no notaba nada, pero era normal, nunca la notaron, por qué iba a cambiar hoy. Jorge y Gustavo conversaban amigablemente y vivían su amor ajenos al resto.
Claudia coqueteaba con Alfredo como siempre y Débora solo masticaba su eterno chicle colorado, como ella.
El pizarrón tenía tal polución de anotaciones científicas que parecía de una película. El aula, sin cambios, sucia y mal pintada, avejentaba la posibilidad de educación. Y el silencio se escapaba como siempre en la ruidosa facultad.
¿Que me pasa?, mis voces hoy no se callan, hoy no las manejo, no puedo dominar lo que pienso y sin embargo sigo con la clase. ¿Por qué mi cuerpo se me revela?
No estoy en mis días hormonalmente locos. Sin embargo los pensamientos se me agolpan, me tira la cara, siento una rigidez extraña y a su vez libertad total para actuar.
Callate, nena, dejá de intelectualizar todo, callate y pensá que ahora tenés que ser vos, libre, guaranga, vengadora, sacá la grasa de la capital que alguna vez tuviste y engrasá este mundo barato que te construiste. Usá tu cuerpo tus ansias y quitá todo aquello que te estorbe el camino. Avalanzate a la vida, comé oxigeno, tomate el tiempo como si fuese ron. Descubrite. Destapate. Vamos, porteña de alma, corré el velo a un costado de tus sueños, y animate a ser.
Sandra se paralizó. En la puerta del aula estaba el tipo con el que sueña todas las noches. Alto, con leves canas treintañeras y una onda yanqui que la mata. Jean, camisa blanca, suéter anudado en los amplios hombros llenos de virilidad.
¿La habría visto? ¿La estaría por fin buscando? El corazón se le partía y las manos se alzaban solas llamándolo.
Cuando vio a Sandra agitar las manos, Norma giró hacia la puerta y no pudo casi respirar. El estaba allí, hermoso como día a día lo veía, vestido tan canchero como siempre y con ese perfume…
¡Mi hombre!, pensó, como te mataría a besos. Al instante volvió a pensar: ¿qué hace aquí? Instintivamente, sonrió. Su boca se mojó tibia y amorosa para preguntarle, pero su voz no salió.
Julián no daba crédito a sus ojos. La encontró. Llevaba meses viéndola pasar desde su estudio y salía corriendo para alcanzarla sin lograrlo.
Esa cabellera, esa cintura esbelta sin ser delgada, las largas piernas y la madurez con la que caminaba. La mirada pensante, buscando la respuesta a problemas humanos, mucha sensualidad. Y estaba allí. Maravillosa y brillante, sobresaliendo entre la multitud, igual que en la calle. ¡Como lo atraía!
Norma se acerco a la puerta y le dijo cándidamente:
-¿Buscás a alguien? , totalmente segura de la respuesta.
Y Julián le contestó:
-No, gracias, ya la encontré- Sonriendo francamente, dejando de lado su seriedad y mostrando una dentadura impecable, y seguía allí mirando al infinito. ¿O a Sandra?
¡Sandra! Buscaba a Sandra. ¡Este tipo buscaba a Sandra!
Imbécil, insignificante mosquito, cómo podés desear la imitación si podés quedarte con el original.
La ira fue tomando forma de torbellino y se alzó majestuosa. Cobrando su verdadera dimensión. Jerarquizada por años y años de tolerancia fingida, de calma
controlada y de desazones continuas que nunca dejaron de marcar llagas.
El volumen de esta ira pre-menopáusica y veraz, era tan grueso como las tristezas y los amores no logrados, tan pesado como la agonía diaria de la rutina y tan real como Norma, de carne y hueso, frente al mundo que la hizo infeliz.
Cuando se dio cuenta que en la mano tenía el borrador de madera, inocente y polvoriento; descargo su furia sin cesar en la cabeza de Julián, una y otra vez, cada vez con más fuerza, en especial en la sien. El hombre nada hacía, atónito primero, mareado después, la sangre fluía y el borrador blanco en tiza se teñía irremediablemente.
Sandra lo miraba embelezada: Norma paró la clase y se dirigió a él, algo le preguntó y entonces comenzó la locura , levantó el brazo izquierdo y con una fuerza descomunal lo golpeaba una y otra vez en la sien derecha.
Algunos en la clase ni siquiera lo habían notado, absortos en sus ombligos.
Sandra se levantó y corrió a parar a la docente, que era como una tigresa luchando por su presa, Julián cayó pesadamente, la sangre seguía corriendo, roja y propia, con cierta belleza.
Sandra le tomó el brazo derecho con toda la fuerza que poseía, Norma dejó caer al hombre y la miró. El descontrol de su rostro, que era el de otra Norma, el de una loca, un animal embravecido, la cara hinchada y con gotas, los ojos extremadamente abiertos y la boca jadeante, lograron en Sandra el efecto de un rayo paralizador. Norma la mordió, Sandra intentó defenderse aunque temblaba sin cesar. Por su cabeza paso una frase dicha a su madre:
-No sabés que sabia y calma es la Dra. Norma Pollastrelli, quisiera algún día ser como ella.
Los golpes la desmayaron y no sintió cuando Norma se la comió, literalmente, atragantándose de músculos digeridos con saliva y sangre.
Norma sabía que se comía a Sandra, se comía su historia, su futuro similar al de ella, sus ojos penetrantes e inquisidores, su cerebro crujiente y poderoso, sus manos que no van a acariciar a nadie, sus sonidos y sus jugos.
Norma sabía que se comía.
La clase no podía ver.
Ella se paró, se acomodó el cabello, la mirada calma y en paz, y salió del aula. Había olvidado su cartera y con ella sus documentos y su nombre.
Se olvidó.
Salió al pasillo, bajó tranquila las escaleras y en el parque exterior de la universidad, se sentó.
El sol se pegaba en su piel como la sangre de Sandra y Julián.
La gente pasaba y no la veía, como siempre, y Norma, por primera vez en años, lloró.
Como alguien normal.
Fin-
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