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Silvia salió del despacho de su jefe mirando todavía atónita la entrada que acababa de regalarle. Empezaba a caerle simpático don Antonio. Quizás esa actitud seria y distante que infundía tan temeroso respeto a sus subordinados era sólo fachada. Cómo explicarse si no el detalle que había tenido con una simple secretaria como ella. Cuando le preguntó si tenía algo que hacer esa tarde no pudo evitar sonrojarse hasta las orejas. No se esperaba una pregunta tan personal y respiró de nuevo cuando le explicó que una imprevista cena de negocios le había fastidiado el concierto y que sería una pena que la entrada se perdiera.
La tarde húmeda y gris amenazaba lluvia pero Silvia ni lo notó. Estaba contenta. La idea de entrar por primera vez en el Palacio de la Música le producía un cosquilleo en el estómago. El tiempo se le echaba encima y los nervios le hacían moverse inquieta mientras esperaba el tranvía.
Llegó a casa temprano y tras una ardua incertidumbre se decidió por el socorrido vestido negro que se ceñía a su fino talle con elegancia. Se recogió la larga melena cobriza en un moño y sacó de una cajita los pendientes de plata labrada que heredó de su madre. Unos rizos rebeldes habían escapado del recogido dándole un aire romántico y los labios pintados de carmín hacían juego con el color natural de sus mejillas.
Se calzó los zapatos de tacón, cogió el abrigo y salió dando un portazo. El Palacio de la Música relucía con luz propia entre los viejos edificios de piedra. Silvia inspiró profundamente y con un ligero temblor de piernas subió la larga escalinata que conducía a la entrada. Le impresionó la poderosa luz que destilaban las arañas en el majestuoso techo abovedado. Notaba el rubor en las mejillas y la sangre que rebullía al compás del repiqueteo de sus tacones en el impoluto suelo de mármol. La gente iba ataviada con sus mejores galas y ella se sentía un poco intimidada en aquel mundo de lujo y sofisticación tan ajeno al suyo, pero estaba resuelta a disfrutar cada segundo.
Percibía las miradas masculinas persiguiéndole los pasos de gacela mientras se acercaba al ujier que recogía las entradas. Se quedó paralizada al entrar en el anfiteatro. Tenia forma de media luna, amplios palcos a los lados, suelo de madera, butacas de terciopelo granate y un gran escenario adornado con centros de flores. Dos hombres trajinaban con un piano de cola que relucía como el azabache.
Silvia buscaba su asiento entre las filas de butacas numeradas y no reparó en un muchacho que se acercaba por el pasillo hablando con los hombres del escenario. El encontronazo casi la tira al suelo pero él la sujetó firmemente entre sus brazos pidiéndole disculpas en inglés mientras la miraba fijamente. Ella no hizo ningún esfuerzo por soltarse porque se quedó completamente hipnotizada por el fuego de aquellos increíbles ojos azules. Bastaron unos segundos para que cayeran en la cuenta de la irresistible atracción que sentían el uno por el otro. El tiempo se detuvo hasta que alguien llamó al muchacho rompiendo el hechizo y desapareció como por arte de magia.
El bullicio de la cháchara crecía en intensidad mientras la gente iba ocupando sus asientos. Cuando los músicos aparecieron, las luces del anfiteatro y la algarabía de voces se fueron apagando al unísono. La luz se concentraba en el escenario despidiendo destellos dorados de los instrumentos mientras la orquesta afinaba. Los aplausos anunciaron la entrada del director de la orquesta con el solista y el corazón le dio un vuelco cuando reconoció en el joven vestido de frac al muchacho de mirada felina. Abrió el programa. Al lado de su fotografía la leyenda describía a Marc Standford como un gran virtuoso del piano a pesar de su juventud.
Tras los primeros compases del concierto para piano y orquesta de Mozart el auditorio enmudeció. Las notas se apoderaron del auditorio y penetraron en el interior de Silvia haciéndole saltar las lágrimas. Cuando Marc acariciaba las teclas el pulso se le aceleraba. Era como si sintiera que estaba tocando especialmente para ella.
Fue un gran concierto. El público agradecido aplaudió con entusiasmo obligando a la orquesta a saludar una y otra vez. Tras el ritual, la gente abandonaba sus asientos mientras ella permanecía clavada en el asiento con los compases danzando en su mente. El comentario de que Marc Standford firmaría autógrafos en su camerino tiró de ella como un resorte. Se puso al final de la cola y esperó pacientemente su turno con el programa en la mano. Cuando estuvieron cara a cara él la miró con sus ojos de gato dedicándole una amplia sonrisa. Silvia le entregó el programa e intentó darle las gracias chapurreando un inglés muy poco ortodoxo. El joven le preguntó su nombre, firmó el programa y le despidió con un beso en la mejilla. Cuando salió del recinto la lluvia caía con fuerza y Silvia se resguardó en el pórtico. A la luz de una farola abrió el programa y leyó emocionada: “Hotel Alhambra, 22h, I love you Silvia.”
Cenaron a la luz de las velas en un discreto rincón del restaurante del hotel, alimentándose más de elocuentes miradas que de las palabras que apenas comprendían. Se entendieron mediante risas, caricias y besos y se amaron toda la noche con frenesí y dulzura al compás de la lluvia.
Silvia revivía aquel recuerdo atesorado en su memoria mientras esperaba de nuevo en la cola del camerino. Después de casi cuarenta años Marc Standford había vuelto al Palacio de la Música para interpretar el concierto para piano y orquesta de Mozart.
Esta vez no iba sola, le acompañaba su nieto, por quien sentía una especial devoción y que amaba la música tanto como ella.
-¿Qué te ocurre abuela?
- Nada cariño. Viejos recuerdos, algún día te los contaré. ¿Tienes preparado tu programa de mano? Ya casi nos toca.
Ella por su parte tenía preparado el suyo. Lo había conservado todos esos años como oro en paño porque guardaba el recuerdo del joven pianista que le enseñó lo que era la pasión amorosa.
Cuando les llegó el turno, Silvia comprobó llena de gozo que asomando entre
las lentes de aumento, el fulgor de aquella maravillosa mirada felina le había reconocido a pesar del paso del tiempo.
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Texto agregado el 12-02-2004, y leído por 206
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