CAPAZ QUE HOY
Hoy, ¿se restableció el equilibrio?
Cuando se abrió la puerta de la casa oficina, Juan supo que iba a estar todo bien. Estaba conversando con Roberta, una trabajadora social que se ocupa de algunos temas con niños de bajos recursos. Saludó con alegría a Fátima, la docente del curso de la mañana, quien como de costumbre saludaba sonriendo y con palabras amigables. La vio como iluminada, pensó y luego lo dijo: “qué bueno, siempre estás de buen humor, siempre te sonreís.” La joven docente, muy alagada, se rió con más énfasis todavía, pensando que Juan no sabía que había tenido varios trastornos antes de llegar allí, y sin más lo comentó, relató sus desventuras matinales sin guardarse nada. Juan y Roberta la miraron como sorprendidos o descontentos, porque esta personita agradable y sonriente al fin mostraba su debilidad, había traído sus malestares.
Al poco rato, aparece otro de los responsables de la Institución, Javier, a quien, Fátima, como es su costumbre, saluda y comenta alegremente sobre algo que había visto al llegar, para usarlo como un tema de conversación intrascendente, casual, para retomar la postura optimista, notando que sus interlocutores esperaban eso de ella.
- ” Hola, ¿te estabas peleando un poco con los chicos?”.
A lo cual, con gran sorpresa de todos, estalla en una malhumorada antipatía.
- “Claro, se creen que son lo dueños del lugar, hacen lo que quieren, entran a la hora que quieren…”
Todos mudos ante la reacción, a los pocos segundos sobrevino el embate de Juan.
-“¿Cómo que los echaste?, pero, a ver, ¿cómo que los retaste?....pero, con el trabajo que nos da que vengan… y ¿vos los echas?”
Y, ahí nomás, se armó la discusión. La que fue exasperando a los testigos que no entendían nada.
Fátima tomó sus cosas y salió sin querer escuchar más. Pero, en su desconcierto no pudo entender qué era lo que había pasado. Un simple saludo, un comentario inocente había provocado la tormenta. Se sintió bastante irritada, porque al final, ella, lo había provocado, había traído el altercado entre Javier y los tres niños.
Juan, no terminó de sacarse la bronca, discutió, mal, sobre cuestiones inherentes a la dirigencia, haciendo partícipes a las dos mujeres de algo que no les competía.
Hubo un cuarto de segundo en el que cada uno pudo haberse conectado con su historia.
Fátima, aun pequeña, presenciando una conversación entre su madre y una vecina. La madre relataba orgullosa cómo, la niña había obtenido las mejores calificaciones en un examen escrito para aprobar el quinto grado. Al oír, Fátima, que había dado el mejor examen, acostumbrada a la exigencia de decir siempre la verdad, interrumpió con vocecita franca y hasta alegre de poder acotar algo, diciendo que no, que no había sido el mejor… el mejor había sido el de Gustavito, que se había sacado diez, y se quedó pensando que había unos cuantos más, mejores que el de ella, pero, esto no lo pudo llegar a expresar porque la madre enseguida la hizo callar, pretendiendo que no sabía lo que decía, haciéndola sentir fuera de lugar, por su espalda corrió un frío que la dejó inquietantemente inerte.
Juan, siete años, abandonado, internado en ese triste colegio de religiosos. Sus abuelos maternos lo habían dejado ahí porque su mamá debía ocultar la existencia de este hijo de la adolescencia, ya que había un buen partido para ella. Con el tiempo aprendió que allí se lo tenía en cuenta, que allí crecía bajo la influencia protectora de la misericordia divina, que Dios era el mejor padre, que María la mejor madre, que todo estaba bien, que así debía ser y que había sido elegido para mostrar esto. Juan sabe lo que es no tener padres y vivir del amor de los religiosos. Por eso eligió serlo.
Roberta, debajo de la cama, asustada, temblando y llorando, no era la primera vez que se ocultaba así. Su padre alcoholizado, golpeaba las puertas, amenazaba y sacudía a la madre mostrando la locura que provoca la ebriedad. Los hermanos la querían proteger, ella era la más pequeña y en estos caso los mayores sirven, y mucho. Había que esperar que se caiga como muerto para que pase la crisis violenta, y después al despertar…. ¡Milagro!, era como que no había pasado nada. Y qué felices eran esos momentos, se restablecía el orden hogareño, todos se animaban a volver a relajarse, aunque en el fondo supieran que habría una próxima vez, siempre estaba la ilusión de que el padre no volvería a beber.
Javier , aguantando con mucha rabia las ganas de llorar, de rodillas, rezando las penitencias que le había dado el maestro monje: porque siempre llegaba tarde y no era responsable, porque se olvidaba de sus tareas, porque no había estudiado, porque había contestado mal a sus maestros o porque comió con la boca abierta. Al final de la adolescencia había aprendido a ser perfecto, a no contrariar a sus profesores, religiosos o laicos, a respetar las decisiones de sus padres, que casi nunca coincidían con sus deseos. Su familia, gente adinerada, se sentía orgullosa de su educación, la que había puesto en manos de los hermanos; y, qué buenos resultados se obtuvieron.
Pudo haberse producido el orden buscado, si en ese cuarto de segundo cada uno hubiese comprendido cuál fue el motor de sus sentires.
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