En su mirada se esconde toda la angustia de una vida vivida como si no se hubiera sentido un solo sentido en todos los tantos años, que su cuerpo, ese montón de músculos, ha resistido. Su mirada guarda muy bien el secreto de aquella noche en la decidió espontáneamente entregarse a los brazos de las ventiscas que zumbaban en el espacio exterior de su hogar, un lugar donde la belleza de los tiempos pasados aún perduraba, pero ya parecía no pertenecer al lugar. Aquella mirada guarda las lágrimas de dolor que debió sentir, si es que en algún momento sintió, al ser fundida por el calor aplastante que la recorría cada vez que una caricia parecía percibir, las caricias de las brisas nocturnas le secaron las lágrimas, el alma y escapó lejos de este verde y hermoso lugar.

Sus vestidos no la acompañaron en este viaje, solo pudo correr con sus carnes aferrándose a ellas para que no se desprendieran de sus lugares originales, con miedo a perder las piernas, los senos, los vellos de su cabeza, su nariz, sus ojos. Esta mujer se entregó de tal forma, de una forma tan divina, no le importó, solo corrió y saltó para que el aire la asfixiara en su caída hacia un lugar en calma en donde las maravillas de la vida no son exuberantes. SE entregó, saltó, se cocinó y creýo tener alas mientras caía a la realidad tan percibida por mis sentidos en una noche donde su figura reposa en un pedazo de pared que yo pinté y que mis ojos ven, ven una mujer de rojo vestido con cara de angustia, que de cierta manera me decepciona observar, aquella mujer solo quiere llorar prendida de la pared de la humedad de mi casa, donde mamá la puso a descansar, solo que ella no puede, no puede porque es el retrato de ella en un pedazo de yeso.