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BRINDIS CON PEPE


Raquel Rehermann

La decisión del padre de Laura Feldmann en la elección de colegio a ella le había causado sorpresa, desconcierto, miedo y risa. En marzo de mil novecientos setenta y cinco, se instaló en su pupitre. Arriba del pizarrón una cruz de madera oscura con un Cristo lustrado a diario, la sorprendió. A la derecha de Él había una foto del General Perón uniformado. Sus insignias brillaban aún más que el Cristo. A la izquierda una foto de Eva. ¡Preciosa!, su pelo brillaba aún más que las insignias de Perón y el Cristo, y ... como en esa época no existía la ecología, Laura le envidió a Eva la estola de zorro plateado que tenía en sus hombros que también brillaban. ¿Sabría su padre que a las tres de la tarde, en ese colegio que eligió para ella, debía hacerse, de manera marcial, un minuto de silencio por Perón? Durante la cena comentó sus sorpresas. Su padre despotricó contra la cruz, las insignias, el minuto de silencio, la preciosa estola de zorro y la puta que los parió a todos. Laura no perdió la oportunidad de comentarle que además le habían dado el cronograma de festividades judías. Dado que más del setenta por ciento de las alumnas del establecimiento pertenecen a dicha comunidad y bla, bla, bla, (decía la comunicación). Su padre despotricó también contra ellos. Laura tuvo que esperar a que se calmara, para explicarle que había sido él quien la inscribió con una sola ene en su apellido y en ese colegio.

A fines de junio de ese mismo año, Laura, en la cena comentó que debería asistir al KDT durante dos semanas para ensayar el saludo a Isabelita del nueve de julio. Su padre no entendía... Ella trataba de explicarle que sólo la habían elegido por ser alta. ¿Que qué culpa tenía ella de ser alta? Él siguió sin entender. Ella buscó en su mochila la autorización con explicación que él debía firmar. Se le cayeron cinco revistas. Su padre se agachó a recogerlas y lo único que vio fue una hoz y un martillo. ¡A despotricar! Laura trató de explicarle: ... el colegio es de señoritas... a la salida... unos chicos en la vereda... cuestan sólo cinco pesos... nos invitaron a un recital gratis de Víctor Heredia el viernes a la noche... Y como la pobre tenía la lengua muy larga, y nada que esconder le mostró su carnet de cabritilla rojo con la hoz y el martillo en dorado, donde decía claramente: Laura (sin apellido). Intentó explicarle que se había afiliado al partido... que los chicos eran encantadores... Su padre no escuchaba. A la vez que metía las cinco revistas en el incinerador, le dio a Laura veinticinco pesos. Asunto terminado. Volvió Laura a buscar la autorización, con tanta torpeza y nada de suerte que se le cayeron el encendedor y el atado de Marlboro. Su padre se agachó. Sólo agarró el encendedor... Se convirtió en un hombre de tres metros que pesaba no menos de trescientos kilos. Con sus dos índices y sus dos pulgares dobló hasta partir en dos el encendedor, para luego largarlo con furia adentro del incinerador. Lo que siguió, según me contó Laura, se pareció bastante a Hiroshima y Nagasaki, porque hasta los del tercero vinieron a ver qué estaba pasando.

Pero el viernes veintiuno de noviembre de ese año, fue lo que se dice: ¡un día de los que no se olvidan! Laura, Norma, la Granovky, Nani y Leda, se pararon para brindar con cortados. Fue en la Confitería El Salvador, de Córdoba casi Callao. Brindaron por la naturaleza, que se había ocupado ¡al fin!, de hacer justicia: había muerto Francisco Franco. Al verlas se sumaron habitués. El buen mozo, aunque treintañero que se sentaba a leer en la ventana de la izquierda, y que mucho tiempo después apareció intacto en fotos de desaparecidos, se unió al festejo. Lo hizo en silencio, dejó su pipa unos minutos para sacarse los anteojos y secarse con pudor y disimulo los ojos. El que se desbordó fue Pepe. El mozo de siempre, el mismo que recriminaba: ¡Que sois coraduras! ¿¡Dos cortados para cinco!?. ¿Es que no tenéis vergüenza? Bueno, ese día Pepe trajo una botella de champán. Estaba roñosa, la limpió con su delantal, la besó con ruido. Roció a todos. Se sentó. Viejo. Cansado. Lamentó la ausencia de su esposa. Juró que Remedios lo odiaba más que él, de ser posible semejante cosa. Que seguro fue ese odio el que la mantuvo viva tantos años a pesar de su mala salud. Habría sido una fiesta para ella –dijo el gaita- pero este hijo de perra nos robó hasta el abrazo que nos habíamos prometido para este día. El gallego no paraba de llorar y de abrazarse con todos. Fue contagioso.
Esa noche, aunque se salía de la vaina, en la cena Laura no comentó nada sobre el brindis con el gallego. Su madre sirvió la comida, a la vez que su padre cambiaba los vasos por copas. Emocionado invitó a que brindaran por la deseada y esperada muerte de un viejo fascista de ochenta y tres años. Hizo un gesto indigno de un ateo practicante. Laura lo amó mucho en ese momento. Creo que la marcó y la habilitó para que ande, hasta hoy, como dice Sabina: con la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta.

Texto agregado el 12-02-2004, y leído por 216 visitantes. (0 votos)


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