La Otra Media Naranja
En el país de las medias naranjas nadie tenía pareja. Cuando llegaba la primavera, todos los habitantes salían a la plaza central a buscar un compañero, a mirarse con las otras mitades esperando alguna mágica señal que les dijera que podían ser uno, pero esa señal nunca llegaba. La historia se repetía año tras año, primavera tras primavera, hasta que cierto día, justo antes del inicio del ritual, una joven mitad de naranja intentó recordar alguna pareja que ella hubiera visto juntarse, y no lo consiguió. Intentó entonces buscar en sus memorias de niñez, en las historias que le narraban los ancianos, y tampoco encontró ninguna pareja conocida.
Nuestra decepcionada mitad de naranja pensó que todo eso era una vieja y estúpida leyenda, un mito inventado hacía mucho tiempo y que sólo los imbéciles podían creer que algo así podría ser cierto. Dejó entonces de buscar pareja, y eso fue suficiente para que viera a la siguiente mitad de naranja que pasaba frente a ella como lo que siempre buscó, como su complemento, su futura pareja. Quizá fueron los ojos con los que nuestra amiga miró a la otra mitad, o quizá si existiera magia en esos encuentros, sólo podemos afirmar que bastó que nuestra amiga dejara de buscar tan desesperadamente aquello que deseaba para que lo encontrara, de hecho siempre había estado allí.
En el momento en que sus miradas se cruzaron ellos fueron uno. Nadie los vio juntarse para ser uno, y una vez que lo consiguieron, el resto de las mitades dejó de verlos. Ellos (él, la nueva y completa naranja) vieron que el mundo estaba lleno de seres completos, de naranjas enteras como ahora era él (o ella, si prefieren) y que las mitades, en su continuo afán de encontrarse, no eran capaces de verlos.
Aunque aún no lo sabía, para nuestra amiga media naranja recién comenzaba el reto más duro, mucho más difícil que encontrar a su otra mitad, era el seguir viviendo como una naranja completa durante el resto de su existencia.
Jota |