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Inicio / Cuenteros Locales / isa-bell / Un lugar sin nombre

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Una vez visité un lugar que no tenía nombre. Había ido allí por recomendación de un amigo de la adolescencia, y en la confianza que dan los años me confesó que aunque indagase, nunca encontraría ningún nombre para aquel lugar.

Era un sitio solitario entre montañas con apenas un centenar de habitantes, que, de ninguna manera, daban explicaciones sobre el mismo. Eran personas silenciosas, que acostumbraban a meditar cada cierto tiempo, y por esta razón, o quizás a causa de ella, tenían un carácter apacible, cuando no, callado y meditabundo.

Yo fui allá, aconsejado de que sería el único rincón en que podría encontrar la paz que requería mi espíritu fantasioso y melancólico, algo así como encontrarme en soledad, con la parte más entera de mi mismo y así reconstruir el resto de ese puzzle, que a la sazón estaba algo descolocado, sobre todo después de algunos incidentes, de esos que suelen pasar en todas las familias y que sirven de catapulta para acabar de fastidiarle a uno por entero, o, al contrario, para hacerle fuerte contra casi todo. Esto último no era el caso, por lo que, con el ánimo descompuesto y más melancólico de lo habitual me propusieron hacer algo al respecto, y yo, que no gusto de discutir y que me atraen los lugares nuevos, me fui de buena gana y sin rechistar, aunque, eso sí, con el gesto tristón de costumbre, y sin demasiada emoción.

Pronto me di cuenta que aquel sitio era tremendamente proclive a las ensoñaciones de todo tipo. Se hallaba entre montañas, diminuto lugar en el Universo, y sin embargo irradiaba algo especial. Era evidente que allí podría encontrarme a mi mismo en la persona que en realidad era, es decir, un soñador aventurero sin redimir, o también, en el peor de las casos, en un fantasioso amedrentado.

Quise enseguida, agarrarme a la primera de las opciones. De hecho, creo que la aventura siempre me ha atraído bastante, solamente que no la he practicado en demasía, debido a la falta de costumbre y quizás también por un poco de cobardía.

Cuando llegué me quedé en casa de una familia que a su vez, había alojado en varias ocasiones a mi amigo Enric. Creo que eran familiares lejanos, pero no estoy seguro, ya que nunca lo pregunté y sólo lo deduzco por algunos detalles que recuerdo. Lo que más me llamó la atención de la casa y la convivencia era el absoluto silencio en casi todos los actos: en la mesa, en la sobremesa, incluso en las conversaciones puntuales y directas donde nunca se usaban palabras innecesarias. Pronto, este silencio, empezaría a afectar a mi ánimo y a mi forma de actuar y comportarme. Comencé a sentarme a la mesa apenas sin mirar a los ojos, sin hablar más que lo necesario y así poco a poco me volví más silencioso.

Pero una vez sí pregunté. Fue al poco de llegar cuando quise saber el nombre de aquel lugar. Y al contrario de lo que hubiera podido pensar, no me contestaron. Ni un monosílabo, ningún gesto para evadir mi pregunta. Nada en absoluto. Simplemente se miraron entre ellos y los cuatro miembros de la familia, el padre, la madre, el abuelo paterno y el hijo, sin más, se levantaron de la mesa como proyectados por un resorte invisible y me dejaron allí, abandonado a las respuestas inexistentes, ensimismado en mi pregunta.

Por eso, opté por no preguntar nada de tal trascendencia y me decidí a averiguar por mi mismo las cosas importantes que pudieran suceder en aquel lugar fantástico.

Lo primero que hice fue indagar en periódicos, revistas, libros, folletos y demás. Pero no tuve suerte. En ninguno de ellos se refería el nombre del lugar en que me encontraba y solamente había alusiones del tipo: “hoy en nuestro lugar; o en nuestra tierra, o en nuestro territorio...” y así fueron pasando los días. Yo solía estar atento a cualquier pista, a cualquier detalle que me aclarase las dudas, pero al final, fue tanta la evidencia de que allí no le ponían nombres a las cosas que desistí de seguir buscando explicaciones en esa línea. Opté por esperar. Dejé pasar los días y esperé alguna inspiración o que la buena fortuna me aclarase el cariz de aquellos acontecimientos.

Pero fueron pasando los días, muchos, casi diez semanas. Y una noche, caí en la cuenta de que había dejado de pensar en aquellas preguntas que antes me acuciaban. Me encontré pensando en los nombres de otras cosas que yo conocía y en esa introspección me llamó la atención mi propio nombre, Arturo. Sin saber por qué mi nombre me sumía en un estado sumamente taciturno. Pensativo, le daba vueltas a mi propio nombre, y sin saber cómo me sobrecogió un sentimiento de indiferencia que se extendió al resto de mis días. Dejó de importarme el misterio de todos los nombres. Y posteriormente dejaron de importarme absolutamente casi todas las cosas intrascendentes. Había pensado tanto que todo parecía alejarse de mi pensamiento, como si la ubicación de las cosas rehuyeran mis juicios. Cuando me encontré con este último pensamiento me reí a carcajadas. Analicé mi comportamiento como una tremenda osadía. La osadía del ignorante. Supe que no podía interesarme por las cosas ajenas, por sus nombres, sin al menos reparar en la propia ubicuidad de todas las cosas que yo era en conjunto. Me había preocupado durante meses sin percatarme de mi propio nombre, de la importancia de mi mismo.

Aquella búsqueda me devolvió la otra cara de un reto. Al poco tiempo decidí marcharme, silencioso, como la gente que me rodeaba. Me despedí de aquella familia, sin demasiadas palabras ni gestos, en la comprensión de todos los nombres y de todas las cosas importantes. Un guiño y un apretón de manos fueron los últimos testigos de mi estancia entre ellos.

Han pasado muchos años. Al poco de irme quise volver a caminar por aquellas montañas y ver desde otra perspectiva distinta los paisajes y las personas, y rememorar mi paso y los sucesos que viví entre ellos porque no podía evitar verlo todo como un sueño. Un sueño que nadie comprendía muy bien, ni tan siquiera yo. Misteriosamente no volví a ver a Enric, y misteriosamente también nadie dijo conocerle de nada. Fueron días extraños de los que tengo una inexplicable añoranza entre los recuerdos que dejé en aquel lugar. Añoro aquellos días sin respuesta, las horas lentas e interminables en que caminaba por laberintos de mi mismo y de lugares sin nombre en los que respiraban la tranquilidad y la complacencia de un lugar sin nombre.

Isa-2003-®

Texto agregado el 12-02-2004, y leído por 421 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-01-2005 estarìa de màs. TURIN
14-10-2004 Un sitio donde se está por encima de las denominaciones, curioso... hasta la forma de plantearlo. Mejor así, sin nombre. Saludos. nomecreona
13-02-2004 Perfecto lugar. He sabido recorrer alguna vez un lugar sin nombre. Me ha gustado. Besos. Aldo bilaldo
 
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