El viento mecía la hoja en aquella mañana de octubre. Su fragilidad dejaba entrever los huesecillos de verde y amarillo acercándose al sin color de la nada que yacía esperando a sus pies.

Sin manos para sujetarse, caía con cada golpe de aire, y otras manos, las que siempre quiso tener, fluctuaban sobre su cabeza como un aura creada en technicolor. Nunca imaginó ser tocada por tantas manos: manos entre los hielos, en el alba, entre las nubes pasajeras. Todas, la columpiaban entre sus cuerpos moviendo los elementos y los colores que se adentraban en la gravedad de las cosas inexistentes, de las que se apropió unas manos para si.

Se alzó entre ellas y crecieron sus manos, los cabellos, las piernas. De suave madera pura y esencial brillaron los ojos leves como la brisa desde el árbol paternal y se abandonó al vacío ajena a toda resistencia, como un discurso rápido y fluctuante del aire entre las horas.

Entre piruetas, agarrada entre sus manos y sus piernas desapareció al ras del suelo, sumergiéndose en nuevos continentes.

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