Si algún especialista en higiene o salud mental lo hubiese sorprendido en ese momento, en esa facha y dando esas órdenes, lo más probable es que habría sugerido recluirlo por algún tiempo. Es que así era don Ismael. Imprevisible. Desde que llegó por primera vez alborotando a esa gente, que hasta entonces vivían en forma ordenada y tranquila en un pueblito enclavado en plena Cordillera de Nahuelbuta, donde nunca acontecía nada que perturbara la apacible y monótona existencia
Contulmo, en ese entonces, era una villa con pocos habitantes, no obstante, recién se había inaugurado una moderna escuela agrícola. Allí, precisamente habían enviado a don Ismael, como profesor. Don Ismael Delgado, a pesar de su apellido, era un hombre gordo, que le costaba respirar, tenía la cara como tomate de colorada. Vestía un delantal color caque, cuyos botones desplegaban una cruenta lucha por mantenerse a salvo de la obesidad de su dueño. Sarcásticamente le decían El guatón Delgado, sobrenombre que él entendía y soportaba estoicamente como una ironía del destino. A pesar de su gordura, sus movimientos eran livianos y donosos, saltaba con tanta gracia y agilidad, que se diría que era un gordo con vocación de flaco.
Justamente, en esos avatares se encontraba esa mañana, en la plaza del pueblo, a donde había llevado a sus alumnos a desarrollar una actividad, que para los que a esa hora transitaban por ahí, lo que estaban viendo era una cosa de locos, descabellada, de la que en algún momento, él tendría que dar nuevamente explicaciones, o a los apoderados, o en su efecto al alcalde, ya que había sido él, quien lo había contratado.
No era la primera vez que don Ismael, perpetraba lo que algunos consideraban un desatino, ya en otra ocasión tuvo serios problemas, cuando en una clase de Artes Plásticas, le puso tanta pasión y realismo al intentar demostrar cómo y porqué Van Gogh perdió su oreja, que terminó esa mañana en el hospital inconsciente, con la mitad de su oreja cercenada. Se comentaba también que en un colegio de Traiguén, imitando a Fray Angélico, proponía a sus alumnos dibujar de rodillas, cuadros que tuvieran motivos o elementos religiosos. O bien, en otra oportunidad cuando presentó el proyecto de construir una guillotina con hélice para partirle el corazón en cien pedazos a los que se negaran a dejar de cazar golondrinas. Así era él de sorprendente. Por eso, en esta oportunidad, existía de igual forma una cierta preocupación. Pero don Ismael haciendo caso omiso a los mordaces comentarios e ignorando a la multitud que se había aglomerado, continuaba saltando, abriendo y cerrando los brazos, cruzando y descruzando las piernas, gritando: “Vamos niños.. ¡Atrapen al viento!. Tú, José Luis... amárralo a ese árbol,...eso ...así se hace.... Anselmo.. sujétalo de las mechas, como la otra vez.... Remigio...agáchate y afórrale un mangazo...bien ..Fermín. Era todo un espectáculo. Los muchachos corrían de un lugar a otro, tropezaban, caían, se volvían a parar, chocaban entre sí.
Era tanto el entusiasmo, que no faltó alguien del público que quiso incorporarse, pero él lo detuvo, diciéndole que eso era un asunto personal entre el viento y los chiquillos. Y cuando don Ismael, consideró que el evento finalmente había concluido y que todo había sido controlado como estaba previsto, comentó, “ Bien jóvenes, ésta sí que fue una verdadera emboscada la que le hicimos, no como la anterior, cuando el viento nos hizo lesos, disfrazándose de humo, atravesándole las costillas a Rosendo y llevándose como rehén la sombra del Braulio”.
A esas alturas, ya para nadie era un misterio que don Ismael había heredado la locura del viento, y del sol, el ardor y la pasión.
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