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No podía ser de otra manera, después de quince días ininterrumpidos de lluvia, con una temperatura media constante y pareja.
Nunca antes vimos una cosa así en el barrio y fue una novedad para todos. Muchos rechazaron el asunto de entrada y experimentaron miedo y desconfianza sobre nuestros hallazgos, otros no pudimos con nuestro genio y nos dedicamos al estudio casi obsesivo de cuanto pasaba, buscando explicación al fenómeno. Nunca la encontramos.
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El primer acto de los acontecimientos comenzó con las “hebras de plata”, nombre vulgar que adoptamos después de la complicada denominación que inventó Don Sigüenza y su precario conocimiento del latín. Para él, pese a su erudición y el empeño en colaborar con nuestra investigación, las “hebras” no eran más que moho superdesarrollado. Cristina, que sabía de musgos y plantas aseguraba que aquello no era vegetal, pero coincidía con Sigüenza en que tenía el mismo aspecto.
Muy a pesar de nuestro desconcierto, las “hebras” crecían sobre cualquier materia descompuesta, extendiéndose como un vello plateado y tenue que sólo en gran cantidad, tomaba consistencia y sobre todo visibilidad. Tan tenue resultaba que era imposible tocarla sin quebrar los finos hilos, así que para estudiarla con más detenimiento y comodidad, montamos algunas hebras sobre soretes de perro y las llevamos a nuestro improvisado laboratorio en el galpón de Cristina.
Poco pudimos saber aparte de comprobar que se trataba de finos alambritos quebradizos y opacos que según Javier, que estudiaba industria en la Universidad, eran de origen mineral y no vegetal o animal y que respondían más a las organizaciones cristalinas, aunque con una celeridad de crecimiento digna de organismos vivos. La ambigüedad de tantas opciones nos llevó a catalogarlos como pólipos aéreos y cultivamos las hebras bajo una campana fiambrera con bastante éxito. Las hebras fueron sometidas a muchos experimentos y nunca pudimos esclarecer su verdadera esencia. Alguien sugirió llamar a la Universidad pero por decisión unánime decidimos no hacer estado público nuestro hallazgo.
El grupo me encargó la redacción de los informes que cada investigador me facilitaba y la crónica que usted está leyendo se fue desarrollando a lo largo de los finales de setiembre. Las fotos que incorporamos al trabajo estuvieron a cargo del Negro Soler que aportó su equipo fotográfico.
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Magdalena fue quien nos llamó una mañana para que viéramos lo que crecía sobre el vidrio de una de sus ventanas. Magdalena perdió ese mismo día su ventana y nosotros conseguimos otro espécimen muy curioso que crecía como una red hexagonal de color verde. Cristina certificó origen vegetal por la presencia de la clorofila y agregó que el diseño de la red le recodaba la gráfica de las cadenas químicas. Javier corroboró a Cristina y juntos prepararon muestras para el microscopio. Lo que vimos bajo el objetivo fue una finísima soga trenzada con ramas aún más finas, siguiendo un riguroso tramado hexagonal de no más de cinco milímetros de diámetro. De tanto en tanto, en la intersección de tres ramitas, aparecían unas esferitas diminutas de color pardo. Cristina las calificó como ganglios y sugirió que podrían ser los frutos de la planta. Sigüenza denominó a nuestra nueva especie con el nombre de “hexagonalis estricta” y nosotros intentamos propagarla en otros ambientes, cosa que no prosperó hasta que descubrimos que no crecía si no era en la exacta posición respecto de la luz y del aire que tenía la ventana original y tampoco si no se combinaban la madera de un marco y el vidrio para extenderse.
Cuando conseguimos nuestro primer almácigo de la red, Cristina lo encerró cubriéndolo con otro cristal por encima. La red se secó a los pocos días, perdió su color, pero quedó preservada para la eternidad en su prisión de vidrio. Lo que más nos entretuvo de la red fueron las conjeturas sobre su existencia en un universo plano, donde no existía la tercera dimensión y en donde el crecimiento podía darse sólo en tres direcciones posibles. Otra novedad que descubrimos en otras ventanas del vecindario fue que el crecimiento era en sentido anti horario alrededor del marco y que el avance hacia el centro del paño de vidrio tenía un límite y que en todos los casos la red se detenía dejando un espacio libre de aproximadamente diez centímetros de diámetro.
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Las lentejas negras cubrieron mi jardín trasero en menos de un día y aparecieron entre el pasto como cadenas minúsculas de cuentas de azabache que ahogaron los tallos verdes y se enrollaron unas con otras hasta levantarse treinta centímetros del suelo. Tratamos de separarlas pero no encontramos las puntas de ninguna cadena sin romper las infinitas ramificaciones de las lentejas enhebradas. Cristina propuso una parásita que invade a otras especies y vive de ellas y que crecería hasta consumir todo lo que tuviera alrededor. No pude menos que estremecerme y recordar la hierba roja que los marcianos trajeron de su planeta, en la Guerra de los Mundos de Wells. Mi estremecimiento se repitió cuando las lentejas cruzaron por los huecos de la medianera hacia el jardín de mi vecino. Jiménez la toleró hasta que avanzaron hacia sus hortensias y en un acto de decisión las detuvo, rociándolas con kerosén.
Cristina llevó algunas al invernadero y descubrió que para propagarlas se necesitaban al menos dos lentejas juntas bajo la tierra floja. Su hermana Raquel encerró algunas muestras en resina líquida y el Negro Soler filmó con película ultra rápida el crecimiento y desarrollo de las lentejas en el jardín de mi casa. En la película que montó, de cada cuenta del collar salía una pequeña ramificación que se extendía por algunos milímetros, súbitamente, engordándose la ramita, crecía una lenteja perfectamente esférica y así sucesivamente. Jiménez nos comentó que el agua con sal detenía el crecimiento de las lentejas y que resultaba menos dañina para el suelo que el kerosén. Este descubrimiento contribuyó a controlar la extensión de las lentejas pero no su aparición espontánea en otros jardines. Cristina conjetura que la dispersión podía darse por esporas pero que no había descubierto ninguna todavía.
Doña Herminia trató de cocinarlas y se las dio al perro, el pobre animal las rechazó luego de olisquearlas, sin embargo algunos pájaros las picotean y luego se las llevan a sus nidos. Los cerdos del corral de Matienzo las comieron crudas o cocidas, sin mayores problemas que una ligera pigmentación azul en la piel de los animales que desapareció con el tiempo.

La “nube sólida” fue el descubrimiento de Gerardo entre los peldaños de la escalera de su sótano. De todo lo que aquel setiembre trajo, aquel fue el descubrimiento más sorprendente.
Javier propuso la hipótesis de gases muy concentrados combinados con humo congelado a temperatura ambiente. No entendimos su teoría pero la creímos posible. Cristina mantuvo mucha distancia de la nube y recomendó cuidarse de respirar en su cercanía. Gerardo prefería llamar a la nube “el aleph” e insistía en que su ubicación bajo la escalera de su sótano no era casual. Como las luces del flash dispersaban la nube, el Negro Soler recurrió a tomas con baja velocidad y mucha apertura de diafragma, logrando maravillas al iluminar la nube con luces de distintos colores. En las horas que pasamos estudiándola descubrimos que aplicándole una luz suave pero puntual, lográbamos empujarla y trasladarla como si la arrastrara una corriente de aire
Al segundo día de su aparición, la nube creció y desbordó el rincón donde se escondía y se extendió por el piso del sótano. Caminar con la nube por debajo de las rodillas producía una sensación extraña a medio camino entre la resistencia del agua y la del viento. Javier controló la atmósfera del lugar un par de veces y recomendó no estar mucho tiempo en el lugar. Entre los experimentos que hizo, logró contenerla en recipientes cerrados por algunas horas; después de este tiempo, la niebla se desvanecía dejando un residuo parecido a la ceniza. Las cosas cambiaron cuando la niebla llegó a altura del pecho y Javier no resistió la tentación de olerla, en realidad de respirarla. Contó que la sensación era la de inhalar algo más que humo y que lejos de sentir sofocación sintió miedo de que aquello se le quedara adentro. Tosió durante horas en el jardín de Gerardo y se desnudó casi arrancándose las ropas. Sentimos el olor extraño y dulzón que emanaba de las telas y que persistió aún después de muchos lavados. Javier se duchó una hora seguida hasta sentir que no olía más a niebla y cuando salió del baño selló la puerta del sótano, junto con Gerardo.

El 29 de setiembre aparecieron los “corales” en coincidencia con el día más gris y húmedo de aquella particular primavera. El aire parecía estancado en un pozo y ni la más mínima brisa movilizaba las ramas de los árboles. Los descubrimos en las puntas terminales que permitían un crecimiento en todas direcciones como eran los mástiles, las puntas de las rejas, las antenas de radio o TV, el pararrayos de Sigüenza y eventualmente algún poste. Los llamamos corales por su obvia similitud con los pólipos de mar pero Cristina observó que sus ramificaciones no eran arborescentes sino que se interconectaban entre sí, generando racimos cerrados en lugar de abiertos como los de un árbol. Cristina insiste en que aclare que se trata de un crecimiento “no arborescente”, que está asociado a la idea de los "clusters" y que promete encontrar un término específico para denominarlo.
El coral del pararrayos de Sigüenza fue nuestro preferido porque fue el que creció hasta los ochenta cm de diámetro y se hizo tan complejo que perdimos de vista su núcleo inicial de nacimiento, sujeto al metal del pararrayos. La discusión sobre su pertenencia al mundo mineral, animal o vegetal no se esclareció al igual que con las hebras de plata. Su condición espacial lo hacía más interesante y bello que las fibras misteriosas y su resistencia al tacto permitía estudiarlo con más facilidad. Las ramitas eran absolutamente cristalinas y salvo algunas impurezas que reveló el microscopio, eran puras como el agua destilada. A propósito de agua, capturaban gotitas de la humedad ambiente y resbalando, las conducían por las ramitas hasta el núcleo oculto en la base, donde el agua era absorbida y “digerida” para ser incorporada al sistema. No imagine el lector que el agua circulaba por las ramitas, estas eran cristalinas y macizas y crecían siempre hacia fuera del núcleo con el sólo objetivo de capturar más gotas de humedad.
Cristina y Javier lograron reproducir corales a partir de pequeños trocitos de núcleo montados sobre puntas de agujas de tejer. Crecieron con éxito hasta alcanzar veinte cm de diámetro. Javier ideó un sistema de rociado con agua y fertilizante pero no pareció estimular el crecimiento de los corales. El Negro Soler fotografió el coral de Sigüenza en el proceso de crecimiento y después que compaginó una muestra fotográfica, ha recibido múltiples premios. Conviene aclarar que fracasamos rotundamente cuando intentamos cultivar corales sobre superficies planas y aún sobre aristas. Raquel hizo unos preparados en resina y Sigüenza sugirió pisapapeles de souvenir para compensar gastos; el grupo entero se negó a la propuesta por poco seria respecto del fenómeno que vivíamos. Los intentos de Raquel no tuvieron el resultado esperado porque después de aislarlos del núcleo madre y fuera de cualquier lugar propicio para crecer, especialmente el interior de la resina fría, los corales se desvanecían como hielo al sol. En los bloques de muestra, la desaparición de las ramitas dejo los vacíos del coral como fantasmas de lo que fueron.

Nuestra apasionada observación de los fenómenos de aquel mes, terminaron los primeros días de octubre con el calor que tanto se había demorado en llegar. Esa mañana había decidido dormir hasta tarde recluido en la penumbra de mi habitación y fue Javier quien me despertó a las 9 de la mañana con fuertes zamarrones mientras me gritaba que había salido el sol.
Bajé corriendo a la calle y lo primero que vi fueron las lentejas de mi jardín que se achicharraban como lombrices convirtiéndose en una pasta blanda y maloliente.
Mientras Javier constataba con la TV el descenso de la humedad y la llegada del anhelado sol, el viento de la mañana iniciaba la tarea de demoler las frágiles ramas de los corales aéreos que se disolvían en el aire antes de llegar al suelo.
Al mismo tiempo, las hebras de plata desaparecieron de los soretes de perro, para dejar paso a las moscas de siempre. Se replegaron hacia adentro como si “descrecieran” según dijo Cristina. Nunca encontramos siquiera restos de su existencia.
De las redes de las ventanas conservamos la sellada entre cristales y los restos marrones y secos que quedaron sobre el resto de ventanas del barrio. Sigüenza protegió con barniz la suya y enmarcó el cristal como trofeo personal para ponerlo sobre la chimenea de su casa. Obsesionado con la crisis que generaba el cambio de tiempo, cubrió su jardín con PVC e improvisó un invernadero donde pretendió albergar los especimenes sobrevivientes. Tratamos en vano de mantener las condiciones climáticas originales y poco a poco perdimos todos los ejemplares que conseguimos reproducir.
Javier y Gerardo echaron una mirada a la niebla en el sótano y trataron, aunque con recelo, de aumentar la humedad ambiente con rociadores. La niebla bajo cada día más y terminó por desaparecer del todo, replegándose debajo de la escalera donde había aparecido. Si bien no dejó rastros de su existencia, todavía queda el olor penetrante y dulzón en las paredes del sótano.
Sigüenza lamento su “gran coral” durante años, mostrando las fotos que el Negro Soler le duplicó con dedicación. Es especialmente hermosa la última foto que le tomó cuando los rayos del sol lo iluminaban por primera vez, como un objeto mágico condenado a muerte.
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Hemos escrito mucho desde que desaparecieron los últimos ejemplares y no hemos encontrado ninguna respuesta, aún con el paso de los años y la experiencia que fuimos teniendo en nuestras carreras. Después de la muerte de Sigüenza, heredamos sus trofeos con la obligación de no dejar de investigar el origen de aquellos extraños tesoros.
Javier sigue preguntándose que hubiera ocurrido si las condiciones del tiempo hubieran persistido y que nuevas especies hubieran aparecido. Sostiene la hipótesis de un salto evolutivo que se frustró y también una colonización alienígena que empezó por las formas no inteligentes, abriendo el camino a las especies dominantes que llegarían después.
Con Raquel escribimos a duo el “Informe setiembre” y decidimos el título buscando un gancho con el misterio y lo desconocido. Quisimos preparar una conferencia para mostrar los descubrimientos que hicimos sobre las nuevas especies, Javier siempre nos recomendó esperar.
En mi cumpleaños número cincuenta, Cristina y Javier me regalaron un portarretrato con una foto de aquellos años. En ella, estamos todos alrededor de Sigüenza que sostiene el “gran coral” como su trofeo preciado.
Han pasado más de veinte años desde aquellos extraños tiempos, en el barrio de nuestra juventud y con nuestras efímeras maravillas.
Secretamente, cada temporada cuando llega setiembre, recordamos con nostalgia aquella primavera que nos mantuvo tan ocupados.


Setiembre de 1982
Enero de 2007

Texto agregado el 11-01-2007, y leído por 322 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-09-2007 He leido tu texto respondiendo al mensaje. Me parece que la extensión ha conspirado para su lectura. He llegado a la conclusión que, para internet, el límite son 1000 palabras. En relación al texto, está correctamente escrito, pero me parece que le falta tensión, acción, en fin que pasen cosas. Las descripciones de los fenómenos parecen ser demasiado extensas y paradójicamente, descriptivas, sin dar mucho lugar a la imaginación del lector. Además, esperaba algo más sorprendente para el final. Quizas es un texto que navega entre la ciencia ficción, el tono nostálgico, el relato fantástico y el giro poetico sin definirse por ninguno. Igulamente, lo leí de una manera fluida y de un tirón. Perdón por meterme a crítico literario sin autoridad para hacerlo, pero traté de dar respuesta a tu pedido. Un abrazo arqui
 
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